La maleta / Peter Stamm

Apenas Hermann ha dejado la lista sobre la cama sin hacer, la coge de nuevo. Ha olvidado ya lo que acaba de leer. «Artículos de aseo». Va al cuarto de baño, reúne todas las cosas de Rosemarie, el jabón de aceite de oliva que había comprado el año anterior en el sur de Francia, su cepillo para el cabello, el cepillo y la pasta de dientes, el desodorante. No sabe cuál de los muchos champúes usa ella, y escoge uno al azar. ¿Qué más? Una tijera de uñas. La pintura de uñas la deja de nuevo en su sitio, tras un breve instante de duda. Va hasta el dormitorio, saca la pequeña maleta de cuero del armario y mete dentro la bolsa con las cosas de aseo. Luego vuelve a examinar la lista. «Suficiente ropa interior». Se detiene delante del armario abierto y empieza a revolver entre la ropa interior de Rosemarie, blancos ovillos que le recuerdan los capullos de las peonías del jardín. Tiene la sensación de estar haciendo algo impropio. ¿Qué significa suficiente? No sabe cuánto tiempo tendrá que estar Rosemarie en el hospital, y le alegraría que regresara. «Pijama o bata de dormir». Recorre el piso en busca de sus pantuflas. Entonces recuerda que las había visto cuando Rosemarie yacía en la camilla y los sanitarios se la llevaban. Estaban prendidas a sus pies, como si éstos fuesen ganchos. Por un momento pensó en ponerle unos zapatos. Ella no hubiera salido en pantuflas ni a recoger la correspondencia. Unas zapatillas deportivas fuertes, por si toca hacer fisioterapia. Hermann no sabe lo que los médicos se traen entre manos con Rosemarie. La mera idea de que pueda llevar puestas unas zapatillas deportivas le hace sonreír. Por el momento no se puede ni pensar en una terapia de esa índole. Los médicos le han inducido un coma y han reducido la temperatura de su cuerpo a treinta y tres grados. La han enfriado, y él no puede dejar de pensar en eso desde ayer.
    
Mira el reloj. La están operando ahora. Un vaso sanguíneo dilatado en el cerebro, le había dicho uno de los médicos después de varias horas de pruebas, y le explicó en qué consistía la intervención. Luego le puso en la mano un folleto del hospital y le dijo que se fuese a casa.
     —Descanse.
     En el folleto hay unas palabras de bienvenida del director general, un mapa del hospital y sus instalaciones, un horario de los trenes y alguna que otra información más. Y al final del todo Hermann encontró la lista: «Por favor, el día que entre, traiga lo siguiente».
     Nadie había podido decirle qué iba a pasar a continuación, nadie parece saberlo. Hermann mira la lista. «Aditamentos auxiliares como gafas y audífonos, incluidas las baterías». Rosemarie no necesita aditamentos auxiliares, y si alguien necesitaba auxilio ahora, ése era él. Hace décadas que no prepara una maleta. Rosemarie le preparaba la maleta hasta cuando cumplía con el servicio militar, hacía treinta años, cuando todavía estaba en edad de servir. Por entonces, cada vez que acomodaba sus cosas en la taquilla del cuartel, siempre encontraba entre la ropa una tableta de chocolate. Ahora va a la cocina, pero no encuentra nada de chocolate. Desde que padece diabetes, Rosemarie esconde las cosas dulces. «Material de lectura, papel de cartas, cosas para escribir». Sobre la mesilla de noche hay tres libros de la biblioteca. Él lee los títulos y los nombres de los autores, que no le dicen nada. Él no es un lector habitual. Sobre los libros están las gafas de leer de Rosemarie. Lo mete todo en la maleta. Como no encuentra el estuche de las gafas, las envuelve en un pañuelo y las guarda en la bolsa del aseo. La maleta está sólo a medio llenar. Hermann pone allí un jersey de punto, algunas revistas que ha encontrado en el salón y cierra la maleta cuidadosamente.
     En la cafetería que está frente a la entrada hay pacientes con sus familiares. Algunos llevan batas de baño; apoyados contra las sillas hay bastones; alguien arrastra tras de sí una mesilla de ruedas con una infusión. Hermann no ha estado en un hospital desde hace años, pero de inmediato vuelve a recordar el olor. Detrás de la cafetería hay un pequeño quiosco. Compra una tableta de chocolate, aunque sabe que a Rosemarie no le hace mucha gracia. Es lo único que puede hacer: una prueba de amor. Las flores le parecen algo demasiado ostensivo. Las flores se regalan cuando ha nacido un niño y es preciso que todos se enteren. Recuerda unos ramos de flores en el pasillo del hospital. Parecían como trofeos en sus floreros. Rosemarie va a guardar el chocolate en su mesilla de noche. Se acordará de él como de algo prohibido, oculto, allí, donde todo es público, donde todo está expuesto bajo la luz clara de los tubos de neón. Hermann abre la maleta un poco para deslizar dentro, entre la ropa de Rosemarie, la tableta de chocolate, pero al hacerlo la tapa se abre de golpe y las cosas caen sobre el suelo reluciente. Se arrodilla, recoge las pertenencias y vuelve a meterlas tan rápido como puede dentro de la maleta. Mira a su alrededor como si estuviera haciendo algo prohibido. El hombre con la infusión lo mira con cara inexpresiva. La ropa que Hermann ha reunido con mucho esfuerzo está estrujada.
     El portero le explica el camino hasta la estación de cuidados intensivos. Aquí los departamentos están señalizados con colores diferentes, lo cual, se supone, facilita la orientación. La unidad de cuidados intensivos es azul; amarilla es la clínica de pediatría; el departamento de urología y el de ginecología son verdes; el de cirugía es violeta. Hermann intenta desentrañar un sentido para esos colores, pero no lo consigue. Sólo el rojo de la unidad de cardiología le dice algo.
     Está de pie junto a la cama de Rosemarie. Ella tiene la cabeza vendada y el cuerpo conectado a unas máquinas, le aplican respiración artificial, lleva una sonda y un catéter en la vejiga. Le suministran los medicamentos directamente a la sangre, a través de unas mangueritas. Le enfrían los brazos y las piernas para mantener baja la temperatura corporal. Está desnuda, salvo por una especie de bata blanca que está abierta por los lados y apenas consigue cubrirla. Su cara muestra una expresión extrañamente flácida. Hermann está junto a la cama y la mira con fijeza, no le apetece ni siquiera ponerle una mano en la frente. Así de extraña le parece. Sólo sus manos, con las uñas pintadas, le resultan familiares. A veces escucha desde el pasillo una señal de alarma. Suena como un reloj de péndulo dando la hora.
     El médico dice que tiene que operar de nuevo y poner un bypass. Pone cara seria, pero también dice que Rosemarie ha tenido suerte. Si la hubieran internado media hora después… No acaba la frase, pero Hermann puede imaginar el resto.
     —Esperemos lo mejor —dice el médico—. ¿Quiere preguntar algo más?
     —No.
     Hermann niega con la cabeza. Es como si nada de aquello tuviera que ver con él o con Rosemarie. El médico se despide con un gesto de asentimiento y una mirada que pretende ser, tal vez, de ánimo. La enfermera dice que la señora Lehmann no necesita nada, y que preferiría que se llevara la maleta, así no se perdería nada. Debía traer las cosas cuando su mujer estuviera en condiciones de dejar la unidad de cuidados intensivos. Le entrega entonces un cuestionario sobre las preferencias y las costumbres de la paciente. Sus respuestas ayudarían a cuidarla mejor, dice la enfermera, que le entrega un bolígrafo y lo lleva hasta la sala de espera. Él se lee las preguntas. «¿Profesa la paciente alguna religión?». «¿Cómo la practica?». «¿Le gusta la música a la paciente?». «Si le gusta, ¿qué música prefiere?». «¿Qué ruidos le gustan a la paciente y cuáles le dan miedo?». «¿Qué olores le resultan agradables?». Él recuerda el olor del jabón de aceite de oliva. «¿Qué olores no le gustan?». «¿Cuál es su color preferido?». «¿Tiene algún ritual para quedarse dormida?». «¿En qué parte del cuerpo le resultan agradables las caricias?».
     Él camina por los pasillos, pasa junto a la recepción y a la cafetería y sale a la fría tarde de invierno. La parada está situada entre el hospital y el lago. Hermann ve partir un tren. El siguiente no vendrá hasta dentro de media hora. Podría ir a casa andando, sería posible hacerlo en una hora, pero ya ha validado el billete de tren, y está cansado, la noche anterior apenas pudo dormir. Aprieta el botón de «Parada solicitada» y se sienta en el estrecho banco. Ha colocado la maleta en el suelo, junto a él. Contempla el lago. A unos cien metros de la orilla el color del agua cambia de repente y pasa de un azul claro a un verde oscuro. Por el paseo de la orilla avanzan dos excursionistas. Se detienen ante una señal y miran hacia atrás. Cuando el tren llega por fin, Hermann está congelado.
    
No ha estado muchas veces en la biblioteca. Sólo en ocasiones ha acompañado a Rosemarie o ha ido a devolver sus libros cuando ha tenido que bajar forzosamente a la ciudad. No obstante, la bibliotecaria lo saluda por su nombre. Recoge los libros y pregunta si a Rosemarie le han gustado. A Hermann le asombra que esa mujer llame a su esposa por su nombre de pila.
     —Sí —dice él—. Creo que sí.
     —He separado para ella el nuevo libro de Donna Leon —le dice la bibliotecaria y lo coge de una pequeña estantería sobre ruedas situada al lado de su escritorio—. Le prometí que ella sería la primera en llevárselo.
     La mujer estampa un sello con una fecha en un papel que está pegado en la última página del libro. Sólo entonces parece ver la maleta que lleva Hermann y le pregunta si se va de viaje.
     —Sí —responde él, poco deseoso de contestar preguntas.
     La bibliotecaria le dice que puede dejar el libro allí si no quiere llevarlo consigo.
     —No estaré fuera mucho tiempo —dice él y le quita de la mano la novela con un rápido gesto.
     Veneno de cristal. La bibliotecaria dice algo, ríe, y Hermann da las gracias y se marcha.
     Fuera ha comenzado a oscurecer. Hermann se da la vuelta una vez más y, cuando ve que la bibliotecaria lo sigue mirando a través de la puerta de cristal, huye de allí en dirección a la estación. Por el camino se encuentra con uno de sus vecinos. La familia se había mudado hacía unos dos años, el hombre trabaja en una empresa de seguros y la mujer permanece en casa, ocupándose de los hijos. Hermann la ve a veces en el jardín. Le había hecho unos cumplidos en relación con las peonías y le había pedido un par de consejos. Dijo que antes habían vivido en un piso de alquiler y no sabía nada de plantas. Lo más importante era, le dijo él, encontrar el lugar adecuado para cada planta. La planta debía sentirse a gusto, de ese modo crecía casi por sí sola.
     —¿De vacaciones? —preguntó el vecino.
     Hermann murmura algo, y el hombre le desea buenas vacaciones sin detenerse.
     —Igualmente —responde Hermann, sin reflexionar.
     Al parecer los vecinos no vieron la ambulancia ayer por la noche.
    
Cogió el primer tren que pasó. Cuando el revisor se acerca a Hermann, éste le pregunta hacia dónde va el tren, y valida un billete hasta el final del recorrido. Se pasa la mayor parte del viaje mirando por la ventana, hacia la oscuridad. El tren se va llenando poco a poco y vuelve a vaciarse después de pasar Zúrich, los nombres de las estaciones empiezan a sonar cada vez menos familiares. Una mujer ya entrada en años, más o menos de la edad de Rosemarie, está sentada frente a él en diagonal, y lo mira con tal desparpajo que Hermann termina cambiando de asiento. Después de tres horas, dicen por los altavoces que el tren ha llegado al final del trayecto, la gare terminus. El anuncio es bilingüe, como la ciudad en la que Hermann se encuentra ahora. No puede recordar haber estado allí alguna vez, pero tampoco puede descartar esa posibilidad. Deambula por ahí sin rumbo. Las tiendas han cerrado ya, y no hay mucha gente en la calle. En algún momento llega a una callejuela estrecha que pasa junto a un canal. Llega a un parque y luego a un lago. El largo muelle se adentra bastante en el agua. Hermann camina por el muelle cubierto de tablones de madera, de elegantes sinuosidades, iluminado por unas pequeñas farolas, y llega a una plataforma de hormigón de forma triangular, un buen trecho dentro del lago. Se detiene allí bastante rato, con la maleta a su lado, como un viajero en una parada de autobús. Es como si en esa maleta estuviera todo lo que quedaba de Rosemarie. Las cosas tienen más en común con ella que el cuerpo frío que había visto en el hospital un par de horas antes, expuesto en una cama de metal y reducido a sus funciones vitales. Con cuidado, coge la maleta y hace el camino de regreso a través del muelle. Sólo entonces ve, del lado que da al puerto, un banco de arena en el que hay un pequeño abeto, probablemente un árbol de Navidad que alguien arrojó al canal después de los días de fiesta y ha ido a parar allí. Hermann atraviesa el parque y camina junto al canal en dirección al centro de la ciudad.
     El portero de noche mira a Hermann de un modo raro cuando éste le pide una habitación doble y paga de inmediato, pero el empleado no hace pregunta alguna, sólo si el caballero necesita una plaza de aparcamiento y si desea que los despierten temprano a la mañana siguiente.
     —El desayuno es de siete a nueve y media en la sexta planta. Con vistas por sobre la ciudad —añade el hombre innecesariamente.
     Hermann está sentado en la cama de su habitación. Ni siquiera se ha quitado los zapatos, le asquean la alfombra gastada y el cubrecama; a saber quién se habrá sentado allí. La habitación es pequeña y está iluminada con una lámpara con bombilla ahorradora, cuya luz opaca no basta para espantar la oscuridad. Hay corriente, las ventanas de metal no cierran como es debido. Hermann hubiera podido costearse un hotel mejor, pero le pareció algo fuera de lugar. Se escuchan, muy cerca, las campanas de una iglesia. Cuenta las campanadas hasta llegar a las diez. Entonces las campanas dan las once. Debe de haber dado una cabezada. Sólo entonces recuerda que nadie sabe dónde está. No tiene sus medicamentos consigo y no ha comido nada desde el mediodía. Por lo menos rellenó la ficha de huésped en la portería. Si le pasase algo, sabrían quién es. Reflexiona sobre si debe llamar o no al hospital para informarse acerca del estado de Rosemarie, pero no lo hace. Lo más probable es que no le den ninguna información por teléfono. Se quita los zapatos, pero no los calcetines. Cuelga la ropa sobre una silla. Luego se tumba en la cama. La maleta está a su lado, en el lugar que normalmente ocupa Rosemarie. Deja la luz encendida.
    
Cuando Hermann despierta a la mañana siguiente, fuera todavía está oscuro. Antes de que se levante, abre la maleta y saca los objetos, uno tras otro, y los contempla largamente. Se pone el jersey de punto de Rosemarie, se come la tableta de chocolate, lee el texto de solapa del libro. ¿Tiene la culpa la riña familiar entre el dueño de una fábrica y su hijastro? ¿O acaso el celador nocturno de la planta de vidrio tuvo que pagar por ser un lector empedernido? Hermann sigue hojeando y encuentra el estribillo de un aria de Don Giovanni:
    
Da qual tremore insolito
     Sento assalir gli spiriti!
     Dond’escono quei vortici
     Di foco pien d’orror?

En el libro abundan las palabras italianas impresas en cursivas, maestro, canna, servente, l’uomo di notte. Hermann no puede imaginar qué le aportan a Rosemarie esas tonterías. Deja el libro a un lado y saca la ropa interior de la maleta, la cuenta como se cuentan los días, con esa breve vacilación de la memoria.
     Esa mañana se lava el pelo con el champú de Rosemarie, utiliza su jabón de aceite de oliva y se cepilla los dientes con su cepillo. No desayuna, se siente un poco mal a causa del chocolate. Tiene una sed tremenda y se bebe tres vasos de agua del grifo.
     En el tren, coloca la maleta a su lado en el asiento. En Olten suben muchas personas. Un joven le pregunta a Hermann si el asiento a su lado está libre.
     —Sí —responde él, y se pone la maleta sobre las rodillas.
     —¿Quiere que se la ponga en el compartimento del equipaje? —pregunta el joven.
     —No —responde Hermann, con mayor acritud de la que hubiera deseado.
     Sostiene la maleta con firmeza durante todo el viaje, como si alguien quisiera quitársela. Cuando tiene que ir al lavabo, la lleva consigo.
    
Es el hospital en el que Hermann nació, en el que nacieron sus hijos. Antes sólo había el antiguo edificio. La alargada construcción de ladrillos situada al lado debe de ser de la década de los setenta o principios de los ochenta. Hermann pasa junto al portero, cree recordar el camino hasta la unidad de cuidados intensivos, pero entonces se pierde y tiene que pedirle ayuda a una enfermera. Ella le pregunta si se siente mal, y lo lleva hasta la unidad, aunque él le responde con un gesto negativo de la cabeza. Allí no pueden decirle nada. El médico está en una reunión y se reunirá con él en un momento. ¿Quería el señor Lehmann ver a su esposa?, le preguntan. Él pide un vaso de agua y dice que quiere sentarse. Una enfermera le trae el cuestionario que no rellenó el día anterior. Es importante.
     Hermann está sentado en la sala de espera, hojeando un folleto sobre la detección a tiempo de un infarto del corazón, luego se pone a mirar unas revistas de mujeres. Franz Beckenbauer reza por Monica Lierhaus, que está gravemente enferma, una moderadora del telediario deportivo de la que Hermann jamás ha oído hablar. A él no le interesa el deporte, no obstante, lee el artículo. La mujer había tenido un derrame cerebral, la habían operado, hubo complicaciones y le indujeron un coma. Su vida pendía de un hilo, terminaba diciendo el artículo, y los familiares más cercanos de Monica se estaban preparando para lo peor. «¿Por qué precisamente ella?», puede leerse bajo la foto de una hermosa mujer joven, con los cabellos de color rojo marrón. Hermann siente cómo se le salen las lágrimas. Carraspea y arranca la página de la revista, la dobla y la guarda. Luego va con la maleta hasta la habitación de Rosemarie. Mira a su alrededor, no se ve a nadie. Oculta la maleta tras la mesilla con los aparatos médicos y, sin mirar ni una vez más a su mujer, sale del cuarto.
    

     Traducción de José Aníbal Campos
 
 
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