Cuídate de la luna, David.
Griffin Dunne,
interpretando a Jack Goodman en la película
An American Werewolf in London, de John Landis
El cielo era tan bajo como la bóveda de un túnel y la luna tenía pálidas fosforescencias en sus contornos. Era tarde, muy tarde; era esa hora en que la luna, lívida, endurece la apariencia de los objetos con su media luz, listos para recibir el peso de la noche. Por encima, las estrellas brillaban con fuerza, como chispas lanzadas a través de la piel oscura del universo. En el exterior, la noche era fría; no sólo fresca, sino fría.
Abestiado, Bilbao sostenía a Fuentealba por debajo de los brazos. Pesaba mucho. Parecía estar muerto. El color había desaparecido de su cara. Es más: Fuentealba estaba blanco como una hoja de papel; su rostro se veía cadavérico. Bilbao conocía perfectamente el ritmo de la vida dentro de una institución penitenciaria, pero en el mundo real, libre, su sentido del tiempo estaba distorsionado. Para él era como si estuviera intentando cantar una canción de la que no se sabía la letra.
Perentoriamente, Bilbao dijo con voz bien audible:
—Estamos bien ahora. Los perdimos. Perdimos a los polis.
Bilbao solía usar un cuchillo de matarife que parecía —según él— un berbiquí. Había algo en su persona que inquietaba a los carabineros, igual que el olor a almizcle pone nerviosos a los perros. Era un hombre con un aplomo inclemente: tenía nervios de acero. Se necesitaba gran dominio sobre los nervios para poder realizar un trabajo sucio. Era casi como si tuviera una densidad superior a la del resto de los mortales: en comparación con él, los demás parecían tenues sombras.
Guacolda tuvo esa misma impresión de Bilbao al verlo cargar a su compañero: un hombre que podía ser muy fuerte cuando las circunstancias lo requerían. Guacolda olía a pecado y tenía el rostro triangular, ojos violeta, pecho pequeño y boca grande. Saludaba a los extraños con una sonrisa enigmática como la de Mona Lisa, que dejaba a todos estupefactos, titubeando entre quedarse en silencio o saludar con un tímido «hola». Llevaba un vestido de crepé beige que ceñía con suavidad sus pechos y caderas. Tanto las mangas largas y estrechas, como el cuello alto y ajustado, estaban adornados con unos sencillos ribetes de lino blanco ligeramente sucios. Habría pasado por el atuendo apropiado para una lady victoriana que se dispone a dedicar la mañana a sacar cuentas.
Gracioso y retro.
Fuentealba recuperó la consciencia. Al ver que estaba herido, se retorció bruscamente y casi hace caer a Bilbao.
—Estoy herido… —bufó Fuentealba, colérico. Torció la cara—. ¿Dónde estamos?
—Los perdimos. Tranquilo.
Fuentealba tenía un agujero al costado del estómago. Sangraba copiosamente. Un hilillo de baba translúcida cayó por la comisura de sus labios bulbosos. Bilbao, por el esfuerzo de sostener a Fuentealba, estaba pálido, con un ligero tinte azulado. Con suavidad, dejó caer a Fuentealba al piso de fléxit del local. Fuentealba respiraba con dificultad.
Alarmada, Guacolda miraba la escena con los ojos muy abiertos; sus ojos eran dos oes mayúsculas de pasmo. Cuando vio a Fuentealba, creyó que estaba muerto. No podía creer que estaba vivo.
—¿Qué pasó? ¿Qué hicieron? —en el vasto campo de su mente habían surgido senderos que brotaban de un tallo inagotable como las ramas de un arbusto.
—Estamos arrancando de Carabineros. La pasma. Necesitamos una mano. Mi compañero está herido de bala y se está desangrando.
—Eso veo —dijo resoplando Guacolda.
Ella decidió cerrar el Falsos Sosiegos. Puso un afiche que decía cerrado. Las palabras del cartel habían sido escritas con un Magic Marker rojo. Para asegurarse de que nadie entrara, trancó la puerta principal con una barra de acero. En el local quedaron sólo ella y los dos forajidos. Bilbao y Fuentealba tenían el mismo look que los protagonistas de Reservoir Dogs.
En sus inicios, el local Falsos Sosiegos era un bar llamado Hell, que tenía una mesa de billar y una gramola de las que funcionan con monedas, provisto además de un ruidoso equipo de aire acondicionado. En esa época lo frecuentaban estrafalarios habitantes de la jungla de los bajos fondos: chulos que alimentaban a putas colorinches, drogadictos insomnes de ojos adormilados, adictos a la bencedrina con los ojos como un búho, ladrones desocupados y con ganas de conversación y uno que otro pervertido buscando compañía. Iban allí a sentarse delante de una taza de café, fumaban innumerables cigarrillos Blackheat y se quedaban a cerrar el local. En la actualidad su clientela era más normal. El oscuro bar, con sus reservados tapizados en cuerina y sus mesas individuales de madera, atraía a gente de dos mundos diferentes: los pirquineros del monte Los Suspiros y los forestales que buscaban entretención.
—No sé por qué los ayudo —dijo Guacolda detrás del mostrador de madera viejo y restregado—. Lleva a tu amigo al gallinero de atrás.
—Gracias.
Guacolda guió a Bilbao hasta el gallinero, en el que había una leñera de tablas y latas. La mujer encendió una bombilla de cien watts que iluminaba poco y nada. El lugar hedía a una extraña mezcla entre maíz y estiércol. Bilbao hizo un último esfuerzo y dejó a su compañero en el suelo; luego, se sacó el vestón, lo dobló y se lo puso en la nuca a Fuentealba a guisa de almohada.
—Me cargan los carabineros. ¿Cómo hirieron a tu amigo?
—Veníamos de haber robado un buen botín en un bci. El dato lo había dado Cacho, el hermano de mi amigo aquí caído. ¡Chucha! Salimos por detrás del banco, pero había un hombre esperándonos, un policía de civil. Nos había estado siguiendo; Fuentealba me lo dijo y yo no le di importancia. El poli se identificó como Sartoris Rausch, sacó un pistolón enorme y dijo que nos detuviéramos. Fuentealba disparó primero, pero el gallo se cubrió detrás de un automóvil y evadió los tiros…
—¿Cómo llegaron hasta aquí?
—En camioneta. La dejé escondida en el bosque, a medio kilómetro de aquí.
—No hablís tanto —interrumpió Fuentealba, quejoso.
Mucha sangre manaba de la herida abierta. La camisa blanca de Fuentealba estaba empapada de plasma sanguíneo de color granate y tenía un orificio del porte de una yema de dedo índice.
Fríamente, Bilbao miró la hora en la esfera luminosa de su reloj. Era una imitación de Rolex con una esfera negra para las fases de la luna. Sus manecillas verdes marcaban las 23:00 horas de un lunes de mayo. El segundero se acercaba a sacudidas a las 24:00 horas.
—Tienes que hacer presión en la herida con algo —señaló Guacolda.
Corrió de regreso al local y volvió con una vieja polera:
—Es lo único que tenía a mano —dijo.
Bilbao amuñó la prenda y la colocó sobre la herida, haciendo presión.
—Déjame aquí —exigió Fuentealba. Le sonaba rara su propia voz—. Sálvate tú no más.
—No puedo hacer eso —espetó Bilbao—. Tengo principios. Vamos a buscar ayuda, no te preocupes. ¿Puedes presionar tú por un momento? ¿Cómo te llamas?
—Sí… Guacolda me llamo. Para servirle.
El gallinero era un buen lugar para esconderse. Efectivamente, mucha sangre había mermado del cuerpo de Fuentealba. Guacolda volvió al Falsos Sosiegos para trapear el fléxit. Bilbao decidió hablar seriamente con ella. En la solidez física de ese andamiaje de huesos y músculos que era Bilbao, Guacolda vio que había algo infantil en su rostro que se mezclaba con ese aire de orgullo y de mando.
Guacolda se puso frente a él. Se miraron de hito en hito como amantes en pugna. Guacolda sostenía una escoba con un trapo de fregar suelos.
—Tuve que pasar un trapo. Había mucha sangre en el piso.
—Gracias de nuevo por ayudarnos.
—Tu amigo tiene que ver a un médico urgente.
—Lo sé…
—Yo conozco uno. Su nombre es Eloy Karras. Es un ermitaño que vive solo en la montaña y odia a los carabineros igual que yo.
—¿Por qué odias tanto a los polis?
—A mi padre lo mató uno en la época de Pinochet.
—Lo siento.
—Toma —Guacolda le arrojó unas llaves y Bilbao las atajó en el aire—. Usa mi camioneta, está estacionada afuera. Cuídamela, eso sí. El camino tiene hartas curvas y es fuerte en subidas.
—¿Dónde queda la casa del doc?
—Mira —Guacolda se acercó a la ventana e indicó—: ¿Ves esa luz en la falda de la montaña? Ésa es la cabaña del doctor. Es fácil llegar, sólo debes tomar el camino del bosque, el mismo que seguramente hicieron hasta acá.
—Y Fuentealba…
—Yo me quedaré cuidándolo.
—La posibilidad de que nos encontráramos era una en un millón.
—Una en un millón que yo ayudase a un par de ladrones. Ya, vete.
Bilbao salió al exterior. Puro campo abierto. Sus ojos se contagiaron pronto de la soberbia calma de aquel paisaje. Era una zona que se volvía boscosa a cada metro. La luna brillaba en estado de cuarto creciente. Cuando era llena, el satélite natural parecía una monedita de plata muy bruñida. El aire era cortante y gélido. Bilbao estaba preocupado. Sin pensarlo dos veces, se metió a la camioneta, una Chevrolet Custom Deluxe 1980, dio el contacto, encendió los faros y emprendió rumbo. La carretera estaba limpia, sin automóviles; lo que es mejor, sin gente. Circuló despacio, sabedor de que la falta de luminosidad causa con frecuencia malas jugadas a los automovilistas que se fían de sus reflejos… Sin perderse, llegó en menos de diez minutos a la cabaña del doctor. Tocó la puerta con timidez. El doctor lo recibió con una sonrisa de hiena dibujada en su cara lampiña. Era un hombre de aspecto rígido, bien entrado en la cuarentena, con un rostro repleto de repelentes marcas de viruela y secuelas de un agresivo acné. Se notaba que estaba desacostumbrado a recibir visitas. Se trataba de un anacoreta de raigambre.
—¿Sí?
—Soy amigo de Guacolda; ella me envió hasta acá. Tenemos un problema y necesitamos que nos ayude —dijo Bilbao rápidamente.
—¿Qué? —preguntó el doctor. Con el frío poniéndole la piel de gallina, el doctor se abrazó a sí mismo.
—Tenemos un herido de bala en el Falsos Sosiegos. Guacolda está con él.
En un segundo, la cara del doctor se tensó. Masculló algo que Bilbao no entendió, pero que identificó como un rosario de garabatos.
—Ella sabe por qué me escondo en la montaña. ¿Por qué envía gente hasta acá? Lo siento, amigo.
—No sea malo —negó Bilbao moviendo la cabeza.
—No me interesa el problema en que estén metidos. It’s not my business…
—Por favor, doctor Karras. No tenemos a nadie más a quién recurrir. Sólo tiene que curar al herido —solicitó Bilbao, nervioso.
—Putas… Si le dije a Guacolda que soy un hijo de la noche. A ver…, entra.
Eloy Karras hizo un gesto indicándole que entrara. Era una acogedora cabaña de madera. Un buen refugio. Tenía todo el estilo de una cabaña de caza: paredes de pino nudoso, muebles de arce, una mesa de póquer —¿con quién jugaría?—, mantas indias y animales disecados (había búhos, halcones e incluso un águila con las plumas apolilladas y un solo ojo de vidrio amarillo). El frío se hacía notar aunque estaba prendida la salamandra. El aliento formaba figuras onduladas en el aire. Ciertamente, la cabaña estaba bien equipada.
Eloy Karras tomó un maletín y dijo:
—Okey. Mejor será que vayamos pronto al Falsos Sosiegos.
Otra vez salieron con prisa. Eloy Karras cerró con llave la puerta de acceso a su cabaña; luego, dejó la llave bajo un felpudo de fibra de coco que decía get lost. Se metieron en la maciza camioneta de Guacolda y volvieron al local por la carretera asfaltada, repleta de curvas y bajadas. Llegando al restorán escucharon los gritos desesperados de Fuentealba cuando entraron al gallinero. Guacolda estaba en el suelo junto a él, conteniendo la emanación de la herida con un nuevo paño. El pobre Fuentealba se revolcaba en la mugre del suelo como un pez recién pescado.
—¡Trajimos un médico! —exclamó Bilbao tratando de calmar a su compañero.
—Me duele muchísimo —se quejó Fuentealba.
Fuentealba se tocaba el vientre. Manchaba sus manos con sangre.
—Oye… Te sacaré la bala —apareció Eloy Karras. Se puso de rodillas. Rápidamente le tomó el pulso.
—Tiene taquicardia. Guacolda, necesito una mesa.
—Podemos improvisar una mesa quirúrgica con las mesitas del comedor.
—Doctor, ¿no tendrá algo para el dolor? ¿Anestesia? —preguntó Fuentealba.
—No —dijo Eloy Karras secamente.
—¿Pero cómo? Usted es doctor…
—Por algo vivo en una cabaña en el cerro en un pueblo de nadie, ¿no crees?
—Alcohol, eso puede servir —intervino Guacolda rápidamente. El doctor lo aprobó asintiendo en silencio.
Guacolda y Bilbao entraron al comedor por la cocinería que daba al gallinero. Dispusieron cuatro mesitas de madera, las alinearon y se formó una tabla grande. Acto seguido, Bilbao y Eloy Karras levantaron a Fuentealba del gallinero. Gritaba desgarradamente de dolor. A pulso, lo trasladaron hasta el improvisado lecho de operaciones. Lo tendieron.
—¿Me inyectarán anestesia? —preguntó Fuentealba.
—No tenemos.
Eloy Karras se acercó a Fuentealba y le abrió la camisa ensangrentada. Estudió la lesión. Optimista, dijo:
—Veo que la bala entró y salió. Hay que desinfectar y coser.
—Tranquilízate —apaciguó Bilbao—. Tranquilízate. De ésta te salvas.
—Poli chuchasumadre. Me dio con la bala —Fuentealba moqueaba.
Bilbao ayudó a Eloy Karras a sacarle la camisa a Fuentealba. La sangre había parado de manar. La prenda estaba hecha un asco. Mientras el doctor preparaba los implementos médicos, Guacolda le pasó a Bilbao una botella de mezcal Los Suicidas. Bilbao hizo que Fuentealba bebiera un largo trago. Decidió además encender un cigarrillo mentolado y le convidó una calada al herido. Cuando Fuentealba aspiró el humo grisáceo, tímidamente, se levantó un poco, tosió y se quejó.
Fuentealba se acomodó en la improvisada mesa de operaciones. Con una mano se apretaba la herida, Eloy Karras tomó una aguja curva esterilizada con bialcol, la enhebró con hilo quirúrgico y cosió la lesión. Lo hizo rápido y sin mayores contratiempos. Demoró poco; siete minutos exactos. Aporreado, Fuentealba se quejaba, lloriqueaba.
—No ha sido muy difícil —dijo Eloy Karras. Se revolvía las manos—. Ahora la herida tiene que cicatrizar. Suerte que tuviera mi maletín.
Como una antena diminuta, el hilo emergía de la lesión de Fuentealba. Guacolda le dio un alprazolam. Con un vaso de agua cristalina, Fuentealba tragó la pastilla. Descansó.
—Tiene que reposar —recomendó Eloy Karras.
Taciturno, Bilbao le dijo:
—¿Nos podría echar una mano, doc?
—¿Cómo así?
—Guacolda tiene que abrir el restorán. Mañana.
Eloy Karras se quedó mirando a Bilbao como si éste hubiese dicho una estupidez. Hizo un gesto de impaciencia, como queriendo decir: «¿Y?».
—No tenemos dónde escondernos.
—¿Y quieren que yo los esconda? ¿En mi cabaña?
—Sí… No será mucha molestia. Lo aseguro.
—¿Tengo otra opción?
—No… No te lo quiero pedir por las malas.
—¿Cómo me lo podrías pedir por las malas? —dijo, haciendo una mueca irónica.
—Tengo un arma —Bilbao desenfundó una pistola.
Era una Snubby 38 de cinco disparos. Parecía recién engrasada. Abrió el resorte de seguridad y la mantuvo lista.
—Me imaginaba que tenías un arma. ¿Qué hicieron?
—Habíamos asaltado un bci cuando apareció un carabinero y disparó en contra de mi compañero.
—¡Qué cagada!
—Igual rajamos con el botín.
—¿Le dieron al carabinero?
—Se cubrió…
—¿Ustedes trabajan solos?
—A veces realizamos trabajos con un tal Caín Domínguez Flores.
—Ustedes salieron en la radio —dijo Eloy Karras con buena memoria. Achinó los ojos—. Dijeron que la policía tomó esto como algo personal.
—¿Por?
—No se sabe. ¿Mataron gente?
—Tuvimos que balear a uno que estaba dentro del bci.
—¿Dónde le dieron?
—En la cabeza.
—Bueno. Ahí está el problema. Ahora recuerdo. Se trataba de un poli.
—¿Cómo sabes?
—Sartoris Rausch estaba esperándolo en los estacionamientos.
—¿Murió?
—En la radio dijeron que lo trasladaron al Hospital Naval y murió en el camino —se quedó pensativo—. ¡Qué cagada! —repitió.
—Sospecharán de Guacolda si mañana no abre el restorán.
—¿Ustedes quieren irse conmigo?
—Sí, por favor.
Ahora que la laceración de Fuentealba estaba suturada, volvieron a colocar las mesas como estaban antes allí en el comedor. Guacolda volvió a trapear vigorosamente el piso de fléxit. Ahora, Fuentealba estaba totalmente adormecido bajo los efectos del mezcal y la pastilla. Sin duda, la herida comenzaría a cicatrizar. Guacolda fue hasta su casa y trajo una camisa limpia.
Guacolda dijo:
—Esta camisa es de mi hombre.
—¿Su hombre? —preguntó Bilbao. Tosió.
—Trabaja en el monte Los Suspiros. Baja cada diez días.
—¿Estás casada? —indagó Bilbao, picado por la curiosidad.
—Conviviente no más.
Eloy Karras decidió ponerle un esparadrapo a la herida. Cortó unos trozos de gasa que tenía entre sus implementos médicos.
—Este vendaje servirá para proteger de alguna infección —dijo.
—Al final, ¿nos ayudará? —preguntó ansioso Bilbao.
—¿Cuánto tiempo quieren que los esconda?
—Un poco.
—¿Cuánto?
—La herida tiene que estar cerrada.
—Queremos rajar para Argentina —terció Fuentealba con un hilo de voz.
Se puso la camisa con olor a detergente Omo. Le quedaba holgada. Fuentealba estaba parado, tieso; pidió un Blackheat mentolado.
—Te debo una, Eloy —dijo Fuentealba, serio.
—¿Cuándo piensan largarse a la Argentina?
—En tres días más. Nos podemos ir caminando. Supongo que en tres días la herida estará mejor.
—Esto no les va a salir gratis —afirmó seriamente Karras.
A Bilbao le brillaron los ojos como dos vidriosos carámbanos de hielo. Dirigió su mirada a Fuentealba, quien puso los ojos en blanco en señal de resignada aprobación.
—Sí, tenemos el botín del bci. Está en el auto.
Bilbao salió. En cinco minutos volvía con un bolso amarillo canario Saxoline. Despreocupadamente, Bilbao abrió el bolso e hizo cuentas mentales aprisa. Sacó dos fajos de billetes anaranjados. Le entregó uno a Guacolda y otro a Eloy Karras.
Dijo:
—Por las molestias.
Pagar dinero parecía una buena artimaña para coseguir lo que necesitaba. Quería llegar a Argentina. Comenzar una nueva vida. Alejarse de los robos y órdenes de El Viejo. Lo de Fuentealba pudo haber sido mucho peor, se salvaron por un pelo. De hecho, la situación representaba una ventaja para Bilbao, y ya lo tenía todo planeado. Con Fuentealba en ese estado, sería fácil arrancar con todo el botín esa misma noche. Eso pensaba mientras Eloy Karras terminaba de contar el dinero; eran doscientos mil pesos ganados con un mínimo esfuerzo. No estaba mal.
—Estamos listos. ¿Los llevo ahora?
—Obvio.
—Despídanse de Guacolda.
—Bueno, señora —dijo Bilbao con una sonrisa—. Hora de decir adiós.
—¿Les dije por qué los ayudé?
—Sí —participó Fuentealba con buena retentiva—. Fue por su padre.
—Sí. Los ayudé por mi padre… Y soy señorita, no te olvides.
Tres días después —durante la mañana— el inspector de la Policía de Investigaciones Ulises Garbelotti entró al local Falsos Sosiegos como Pedro por su casa. Vestía de paisano con gruesos Levi’s lavados a la piedra; llevaba, además, una camisa de franela, desabotonada de modo informal, bajo una cazadora de ante perlada de rocío mañanero. Iba acompañado de tres detectives novatos con las caras bien rasuradas y relucientes. Mostró una destellante placa de identificación.
—Señora Guacolda… —dijo Garbelotti con prontitud.
—¿Sí?
—Le vengo a notificar que encontramos un automóvil en la carretera, en las cercanías del bosque.
—¿Y?
—El asiento delantero estaba manchado con sangre seca… Eso fue hace tres días… Los dueños del automóvil eran dos delincuentes… Se trataba de unos antisociales que asaltaron un bci en Puerto Montt…
—¿Para qué me cuenta esto? —preguntó Guacolda haciéndose la longuis.
—Le cuento porque ayer por la tarde encontraron a los ladrones…
—¿Los encontraron?
—Lo que quedaba de ellos…
—¿Cómo así?
—Un forestal encontró sus cadáveres. Estaban mutilados…
—Dios mío… ¿Ayer hubo luna llena?
—Exactamente… La investigación dice que un animal salvaje los atacó. Pero un animal salvaje no los hubiera dejado como los dejó. ¿No vive por allí el doc?
—¿Eloy Karras, inspector?
—No puedo sospechar de él… Es un hombre respetable; médico, nada menos.
—No —negó Guacolda—. No sospeche de él —aspiró aire.
—El asunto es simple, Guacolda. Hay dos cadáveres descuartizados. Se trata de dos ladrones. Uno de ellos estaba herido. Mejor dicho: tenía una herida cosida con hilo quirúrgico… ¿Usted sabe algo de todo esto? ¿De quién puedo sospechar, Guacolda?
Guacolda se dio tiempo para contestar como una guía hacia la desesperanza:
—Sospeche de la luna, inspector. Sospeche sólo de la luna.