Francisco se hacía llamar Franky. Enamorado de la literatura, sentía debilidad por la anglosajona a la que dedicaba sus comentarios más inspirados en todo tipo de prensa. Después de haber leído la obra de una larga lista de escritores que empezaba por Dickens, pasaba por Chesterton y terminaba en Carver, descubrió a Horace Beemaster, el Nobel americano de Tennessee, y quedó tan enganchado que rara era la ocasión en que no lo citara en sus artículos. Cuando supo que se había abierto el Museo Horace Beemaster en la ciudad natal del Nobel, Nashville, no dejó pasar ni dos meses sin aparecer por la llamada Atenas del sur y plantarse ante lo que había sido vivienda del gran escritor. Quería ser el primer ciudadano español en visitarlo. Pagó diez dólares por la entrada —hubiera pagado mil— y se hundió en el museo durante no menos de tres horas, ¡tres horas para visitar cinco habitaciones! Cómo miraba cada objeto, cómo se embelesaba sopesando el desgaste de la boquilla de las cachimbas del maestro que, según decían los folletos, permanecían donde él mismo las había dejado. O los libros de su biblioteca, y, más todavía, los que tenía sobre la mesita de noche, tan impregnados del halo de su vida. ¿Y qué decir de la mesa de trabajo? Parecía que Beemaster se acabara de levantar para ir momentáneamente al baño. Allí estaba el vaso de whisky mediado.
—El whisky se lo reponemos cada día, yo me encargo —le había dicho con un punto de picardía muy sospechoso el conserje negro que atendía el museo—. Las pepitas, no. Ésas son las mismas que tuvo en su boca el Nobel.
—¿Las pepitas? —preguntó casi con un estremecimiento.
—Pepitas de aceituna —contestó el conserje, que añadió—: el Nobel las tiraba al suelo como hacen en Madrid —y simuló unos movimientos de expulsión con los labios—. El Nobel estuvo allí de brigadista en la Guerra Civil.
Franky no pudo reprimir un leve temblor. ¡Cómo no había sido capaz de reparar en ello antes! Precisamente uno de los personajes de Beemaster, Elly la Bella, incitaba así a su primo Aaron para que la siguiera al tálamo. Nunca es tarde si la dicha es buena, alcanzó a decirse. Aunque, ojo, quieto ahí —se dijo también—, que Beemaster no era amigo de refranes. ¡Peste de costumbrismo!
Los huesos de aceituna salidos de la boca del maestro dormían su sueño eterno sobre un platito blanco. Eran siete. Contemplarlos ponía en su pensamiento un énfasis de orante.
Rebaño diminuto de naturaleza inerte —se dijo como si recitara—, huérfanos de toda carne, despojados de presente, cargados de pasado y de futuro, semillas que en la saliva del maestro articularon ideas y generaron mundos, desnudas estáis, solas y frías, cuando tuvisteis el amparo de uno de los claustros más feraces del universo.
El conserje abandonó momentáneamente la estancia y Franky quedó solo. Tenía al alcance de la mano la mesa, el vaso de whisky, unas pocas cuartillas a medio llenar de una letra indecisa, difícil, jeroglífica… y ¡las pepitas de aceituna! … allí, allí mismo.
Como un autómata salvó la altura del cordón que delimitaba el espacio prohibido y con mano temblorosa se atrevió a tomar un hueso de aceituna. Lo alzó a la altura de los ojos como si buscara en él los destellos de una joya. No podía sustraerse al pensamiento de que esa misma pepita había estado en la boca del maestro, envuelta en su misma saliva como una parte íntima de sí mismo.
Inmediatamente se la llevó a su propia boca y sintió un contacto frío que pronto se atemperó en el lecho pastoso de su lengua. Tuvo la ilusión de que su saliva se confundía con la saliva del maestro. A pesar de su enorme ansiedad, comprendió que algo de comulgante tenía el gesto y, agnóstico como era, amagó una sonrisa burlona, señal evidente de que él, Franky, sabía lo que hacía. Pero algo misterioso y profundo estaba teniendo lugar en su boca. Su corazón se aceleraba. Creyó que había empezado a ver la vida como la había visto el maestro. ¡Y en inglés! Y qué sorpresa, porque lo primero que supo fue que Beemaster no se tenía a sí mismo por un genio, que no siempre estaba seguro de su talento, que cuanto más se elogiaba su obra, más dudaba de ella.
Experimentó varios sentimientos encontrados: estupefacción, desconfianza, conmiseración, ternura y algo de despecho. Se sentía capaz de comprender misterios que antes le habían estado vedados, arcanos del arte, de la literatura y de la vida. ¿Cuál era, por ejemplo, la opinión del gran Beemaster sobre la cultura española? Estaba seguro que la tendría por muy de segundo o de tercer orden, según gustaba de alardear el propio Franky.
No tuvo una respuesta clara; en cambio percibió un sentimiento, la frustración del maestro por no haber leído en su vida otro libro que el Quijote y poco más de la literatura española. Por algo sería, vino a decirse Franky, casi en voz alta. Pero entonces le llegó otro mensaje, ahora más nítido, y de nuevo no lo formaban palabras sino sensaciones. Tuvo la visión, fugaz e intensa, de lo que pensaba el maestro de alguien como él. Se sintió halagado y enseguida humillado. Juzgaba el maestro que Franky podría ser un personaje de novela, aunque ya lo había hecho mejor Flaubert con su Madame Bovary. Porque a la postre, él, Francisco Molinero Molina, a pesar de su desaforada vocación cosmopolita, resultaba tan simple como aquella señora de provincias, que, incapaz de ver el amor romántico de su marido, lo mendigaba de modo patético fuera de su casa.
Ignorando si esos vislumbres eran suyos o del Nobel, sufrió un incipiente mareo. Se sintió desfallecer. Su estómago y su garganta parecían aprisionados por una cadena que se iba cerrando con fuerza. Tenía que abrir la boca y tomar aire, pero no era capaz de despegar los labios. Necesitaba liberarse de aquel objeto extraño, salir de aquel estado. El empeño de toda su vida estaba en entredicho. Hizo un esfuerzo enorme.
De su boca, a la par que el hueso de aceituna, salió el proyectil de una palabra: ¡Imbécil! Y, aunque fue en sus labios donde se articuló, no fue capaz de saber quién la había pronunciado, si él mismo o el fantasma del maestro hablando por su boca.