La línea de la concordia / Pablo Toro

—Hay kuchen—dijo la joven—. De manzana y de pera.
     En el andén, un bus naranjo iba de salida. Adentro, las dos mujeres miraban el menú, sentadas junto a la ventana de la cafetería.
     —Solamente líquidos —dijo la robusta.
     De un lado, el sol calentaba el asfalto de la carretera. Del otro, el desierto era una fusión de colores cobrizos, recortados contra el cielo. El edificio proyectaba una sombra rectangular sobre el asfalto. Hacía mucho calor, y el bus a Arica salía en veinte minutos.
     —Dos cafés —le dijo la robusta al muchacho, que vestía un delantal blanco.
     —¿Con leche?
     —Yo sí —dijo la joven.
     —Normal —dijo la robusta.
     —Enseguida —dijo el muchacho, mirando el ojo derecho de la joven, que estaba hinchado y morado.
     —Gracias —agregó la robusta.
     Un bus de color verde musgo entró en el terminal. El muchacho volvió con una bandeja con dos tazas humeantes. Dejó un tarrito metálico en mitad de la mesa, y dos paquetes de endulzante.
     —¿Van a comer algo?
     —¿Queda kuchen de pera? —preguntó la joven.
     —Nada más, gracias —dijo la robusta, antes que el muchacho contestara.
     La joven miró por la ventana. Los pasajeros del verde musgo descendían en fila. En el andén, un perro sucio y amarillento los recibía con ladridos. La robusta sacó dos terrones de azúcar de la cajita metálica, los echó en su taza y revolvió. Abrió un paquete de endulzante y dio vuelta el contenido en el café de la joven.
     —Cuando vuelva quiero ir al cine —dijo la joven.
     —Tómate el café —la robusta bebió de su taza.
     —Quiero ver una romántica. Ésa del Día de San Valentín.
     —No la conozco.
     —Obvio que no la conoces.
     —Podría conocerla —dijo la robusta— ¿Cómo sabes tú que no?
     Se escuchó el crujido de la puerta. Un anciano de pelo gris entró a la cafetería con un niño chico. La joven los siguió con la mirada. Los vio instalarse en una mesa e intercambiar unas palabras. El niño vestía una camisa celeste y pantalones cortos.
     —Se parece al Tomy —dijo la joven.
     La robusta se giró y miró al niño.
     —No sé.
     —Míralo bien.
     —Lo estoy mirando.
     —¿Se parece o no?
     —Quizás, un poco.
     —Yo creo que sí.
     La robusta bebió un largo trago de café. Metió la mano en su chaqueta y puso un cigarrillo en sus labios. La joven estiró su brazo, le señaló el letrero de «No fumar», le quitó el cigarrillo y lo dejó sobre la mesa.
     —No te va a pasar nada —dijo la robusta—. Es seguro.
     —¿Y la Marcela?
     La robusta miró por la ventana. El verde musgo había cerrado sus puertas y volvió a salir del terminal.
     —Eso es distinto.
     Desde la mochila de la robusta se escuchó un ruido. Metió el brazo y sacó un celular. El ring ring ring se amplificaba por toda la cafetería, y el niño de pantalones cortos se dio vuelta a mirarlas. La robusta se levantó de la silla. Se inclinó hacia el otro lado de la mesa, acarició el contorno del ojo moreteado y la besó en los labios.
     —Va a salir todo bien —dijo. Se alejó unos metros y contestó.
     El niño miraba a la joven. Ella lo miró de vuelta, sonrió y le sacó la lengua. El niño soltó una risa de niño y se tapó la cara con las manos. Volvió a girar sobre el asiento y le susurró algo al anciano, que mascaba un pedazo de kuchen. La joven bebió un trago de café y miró por la ventana. El perro gris se había echado en el suelo y se lamía las pezuñas. La robusta volvió y guardó el teléfono en la mochila.
     —¿Era él? —preguntó la joven.
     —Que te acuerdes de avisarle apenas hayas cruzado.
     —Es cuarta vez que llama.
     —Así es él.
     La robusta se sentó y bebió el último trago de su café. La joven cerró los ojos durante unos segundos.
     —La primera es difícil. Después te acostumbras.
     —¿Quieren algo más? —dijo el muchacho, acercándose con la bandeja.
     —No, gracias —dijo la joven.
     —Puedes comer kuchen —dijo la robusta.
     —Sólo líquidos, dijiste.
     —Si es un poquito, no importa.
     —No quiero comer. No tengo ganas.
     El muchacho las miró mirarse y se alejó en silencio. En la otra mesa, las manos venosas del anciano trataban de contener al niño, que seguía girándose para observarlas.
     —Tú quisiste hacerlo —dijo la robusta—. Dijiste que querías la plata.
     La joven se tocó el ojo derecho, repasó con los dedos el borde hinchadísimo del ojo, y asintió. La robusta miró hacia el andén. Los pasajeros con destino a Arica estaban comenzando a juntarse.
     —Estás así porque estás pensando en la Marcela.
     —Cállate, por favor.
     —No te va a pasar lo mismo.
     —No estoy pensando en la Marcela.
     —Conozco mucha gente que lo ha hecho. Lo suyo fue un accidente.
     —Sí sé.
     —Piensa en el Tomy.
     —No me digas en qué pensar.
     —Lo estás haciendo por él.
     —Ya sé por qué lo estoy haciendo.
     —Pero sigues pensando en la Marcela.
     —No.
     —¿Y entonces qué?
     —Nada.
     —Dime.
     —Nada, nada, nada.
     La joven miró su reloj y se levantaron. La robusta dejó sobre la mesa un billete de diez soles peruanos. El bus a Arica arribó en el andén y los pasajeros comenzaron a subir. La joven se detuvo junto a la puerta y sacó del bolso su pasaje.
     —Si no quieres no estás obligada —dijo la robusta.
     —Muy tarde ya.
     —Tienes tus laxantes en el bolso, y hay un baño en la cafetería.
     —¿Y qué va a decir él si no lo hago?
     La robusta no dijo nada. La joven miró hacia la cafetería. Desde la ventana, el niño de pantalones cortos la miraba fijamente.
     —Cuando vuelvas te voy a llevar al cine. —dijo la robusta.
     La joven sonrió y se subió al bus. La robusta lo vio salir del terminal y observó el paisaje. En el horizonte, la mezcla del calor y el aire producía una imagen distorsionada del desierto.

 

 

 

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