La lengua de los pájaros: sonido y formación del sujeto en la poética de Marosa di Giorgio / Adalber Salas Hernández
Le savoir occidental tente, depuis vingt-cinq siècles,
de voir le monde. Il n’a pas compris que le monde ne se
regarde pas, qu’il s’entend. Il ne se lit pas, il s’écoute.
Jacques Attali
En Agamenón, la primera de las piezas de Esquilo que conforman la llamada Orestíada, ocurre en cierto punto un intercambio singular entre Clitemnestra, esposa de Agamenón, y Casandra, princesa traída como esclava desde la Troya arruinada. Clitemnestra interpela repetidas veces a Casandra sin obtener respuesta alguna, con furia, celosa de la relación erótica que su esposo ha establecido con la prisionera de guerra. Finalmente, luego de tanto silencio, exclama:
Does she talk only «barbarian» —those
weird bird sounds?
Does she have a brain?
En estas dos preguntas exasperadas se sortea toda una noción de inteligibilidad. Para la reina Clitemnestra, así como para la cultura a la que pertenecen su figura y sus reelaboraciones sucesivas, las lenguas de los bárbaros, de los no-griegos, pertenecían al ámbito del sinsentido, de la cacofonía. Es bien sabido que el sustantivo bárbaro era aplicado a los extranjeros en general y era una onomatopeya formada a partir del sonido bar. Así pues, podría decirse que los bárbaros eran aquellos que hablaban produciendo vocablos incomprensibles, aquellos que hablaban pronunciando ruido —sonido sin sentido. De ahí que Clitemnestra se pregunte si Casandra está dotada de inteligencia. Pero es la superposición entre la lengua bárbara y el lenguaje animal lo que resulta más llamativo. Ante la mudez de la cautiva, el coro declara:
Of an interpreter she seems, this stranger, to
have need.
For her way of turning is that of a
newcaught animal’s.
Como extranjera, como bárbara, Casandra encarna una forma de otredad que sólo puede ser codificada a través de la figura del animal. Su decisión de callar, así como sus gestos, son leídos de este modo. Tanto Clitemnestra como el coro parecieran esperar que trinos salgan súbitamente de su boca. El intérprete que sugiere el coro no sería un intérprete común: su labor no consistiría en asegurar el paso del sentido de una lengua a otra. Antes bien, se trataría de un intérprete singular, uno que pudiera franquear el paso del sentido de un régimen ontológico al siguiente: de lo animal a lo humano, del ruido al sonido.
Es justamente éste el paso que se lleva a cabo en la obra poética de Marosa di Giorgio. Sus textos, a pesar de formar un conjunto bastante extenso, presentan una impresionante unidad de estilo, una recurrencia de formas y construcciones metafóricas. Sus poemas —la abrumadora mayoría en prosa y carentes de título—, estriados de elementos narrativos, conforman un universo cerrado sobre sí mismo, donde elementos infantiles, escenas domésticas rurales y figuras fantásticas se cruzan, esbozando un paisaje a la vez familiar y siniestro, una suerte de inocencia cruenta. Lo vegetal y lo animal traspasan los límites de lo humano, haciéndose indistinguibles. Y en medio de todo, como un hilo conductor entre los distintos escenarios y relatos, el elemento sonoro, el cual participa de modo excepcional de esta fluidez de signos y rasgos. Cabe pensar, por ejemplo, en un breve pasaje de su primer libro, Poemas —inicialmente llamado Poemas y visiones—, en el cual se relata el paseo de una niña por el bosque:
Un pájaro amarillo, deforme, con un enorme pico, da un silbo.
Ella, alegremente, responde con otro.
Esta poética construye espacios donde lo sonoro sirve para garantizar una suerte de unidad entre la naturaleza y lo humano. Que la niña sobre la que habla este poema pueda responder al pájaro en su propia lengua implica una operación que se realiza en numerosas ocasiones más. En algunos casos, son otros los que pueden hablar el lenguaje de las aves, como en uno de los poemas que se encuentran en el libro Magnolia:
En Cerro del Árbol todos eran alegres y silenciosos y felices. Aquellos hombres y mujeres labraban la tierra, y hablaban una sola voz y como trinando.
El modo en que estos labradores abandonan el silencio para trinar puntualmente recuerda de manera aguda el silencio sacudido de Casandra y la expectativa, por parte de quienes la rodeaban, de que rompiera a gorjear. En otros casos, el tránsito se invierte: el animal ingresa a la esfera discursiva, como sucede en uno de los poemas de Clavel y tenebrario:
A veces, llegaba un loro, todo verde y rojo, como hecho con malvones;
y hacía un gran discurso.
En todos estos breves episodios, la capacidad de los pájaros para manejar un código sonoro se convierte en la posibilidad de franquear los límites que separan lo animal de lo humano. A pesar de que la obra de Di Giorgio despliega una naturaleza que resuena incansablemente —como se verá en breve—, la sonoridad de las aves tiende a repetirse con mayor frecuencia, y no en vano: después de todo, las intrincadas y múltiples cadencias que producen los pájaros pueden sugerir una afinidad o, en todo caso, una analogía con el habla humana. Y ello desde hace siglos. Así, Aristóteles puede hacer afirmaciones como ésta en el libro cuarto de su Historia de los animales: «Birds can utter voiced sounds; and such of them can articulate best as have the tongue flat, and also such as have thin delicate tongues. […] Viviparous quadrupeds utter voiced sounds of different kinds, but they have no language. In fact, this is peculiar to man. For while whatever has language has voice, not everything that has voice has language». Evidentemente, Aristóteles se esfuerza por realizar un corte nítido entre la posibilidad de hallar secuencias de sonido en el reino animal y la capacidad para dotarlas de significado, la cual atribuye exclusivamente al ser humano. Sin embargo, que esta exhalación sonora sea denominada voz deja abierto un resquicio, una grieta a través de la cual se filtra la materia terca de lo ambiguo. Justamente en esa ambigüedad medra la poética de Di Giorgio: reconoce en aquella voz una filiación que le permite difuminar la frontera que demarca la exclusividad de lo humano. El lenguaje de los pájaros, no obstante, participa de una extrañeza inexpugnable, un gramo de ininteligibilidad que se confunde con el horror. Así lo formula el yo poético que construye Di Giorgio —siempre femenino, no pocas veces anclado en una infancia fascinante y alucinada— en otro de los textos de Clavel y tenebrario:
Oigo los teros de la infancia, allá sobre el maizal que mi padre inventó, que él hizo, mata por mata, que regó y adoró.
Estoy, de pie, al lado de la casa. Pasan máscaras, la de los teros, la del maíz, la de Dios, ésta es la más rara y la más fina.
Y baila, allá, sobre las colinas,
aquello atroz.
Al escuchar el tero —ave también conocida como teruteru, denominación que es una transposición onomatopéyica del llamado que emite— la infancia entera aparece, inundando al sujeto que habla en este poema. Y con la infancia llega el interminable carnaval de las formas, en el que cada criatura es a la vez otra, cada apariencia una máscara que da paso a una metamorfosis constante. Aquello atroz, algo que horroriza al sujeto con el poder que sólo pueden tener los miedos infantiles, se manifiesta a través del llamado de los teros, gravita sobre el paisaje, sobre las colinas, justo como ese sonido. Algo cuya crudeza se agazapa, sedimentada, tras todas las máscaras.
Entre la voz y el sujeto que escucha se establece una relación inmediata. Una relación que consiste, antes de cualquier significado articulado, en la promesa de un sentido. El sonido marcado por cadencias, el sonido ritmado, sugiere ya una intención, contiene de antemano la posibilidad de un mensaje. Que efectivamente este mensaje esté presente o no pertenece a un movimiento posterior. La voz alcanza al sujeto sin que éste pueda escoger cerrar los oídos; con sus modulaciones promete un otro que tiene algo que decir.
«The relation between the voice and the ear then implies a zoé, a particular notion of life that involves addressing different conceptions of the human and the boundaries between the human and nonhuman», apunta con precisión Ana María Ochoa en Aurality. No son necesariamente la vista o el tacto los sentidos que permiten el reconocimiento y la delimitación de otras formas de vida; son las inflexiones de la voz las que permiten recortar de la enorme zoé, de la vida inabarcable, la figura de la bios, la vida individual, inteligible. Es la voz, con sus variaciones, la que decide el borde de la vida. Casandra, la princesa bárbara, pertenecerá al más allá indeterminado de la zoé, a aquello atroz, en la medida en que hable la lengua de los pájaros.
En el compacto universo delineado por los poemas de Di Giorgio, la zoé está separada de la bios apenas por una piel porosa. Entre una y otra hay un tráfico intenso que da cuenta de una noción bastante flexible de lo humano. Y como ya he señalado, con bastante frecuencia es el sonido el material conductor. Así, por ejemplo, sucede con ciertos hongos en Historial de las violetas:
Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio; otros con un breve alarido, un leve trueno.
El trueno, sin duda, pertenece al ámbito de los fenómenos naturales; no así el alarido, que es potestad del reino animal. Sin embargo, ambos han colapsado en un mismo fenómeno sonoro que da cuenta del nacimiento de un hongo —organismos del reino fungi, distinto del animal, el vegetal y el mineral. Estos sonidos poseen una cualidad intercambiable: todas las criaturas y eventos del mundo natural tienen acceso a ellos, como si en el caudal sonoro se hallara una hermandad secreta que los anudara. Algo similar sucede en un pasaje de La guerra de los huertos, cuando la niña que parece ser una formulación en tercera persona del yo poético escucha atentamente a la vegetación que la rodea:
Pero, la enredadera de «trompas de fuego» abría adentro sus flores que se abrían rezongando, silbando. Oyó también a las rosas; les sintió el aroma —a vino— y rompió a llorar.
En la enredadera brotan flores que se estiran rezongando —vocablo cuyo origen también es onomatopéyico—, es decir, refunfuñando, una actividad propiamente humana. Además, silban, y es precisamente este silbido el que nos remite de nuevo a los pájaros: la lengua de éstos es la concreción emblemática de toda una multitud de resonancias que van y vienen, ordenando este mínimo cosmos.
En los poemas de Marosa di Giorgio todo es audible. Lo sonoro se transvasa de un cuerpo a otro, sin pausa; ningún cuerpo es sordo. Sólo se requiere un oído suficientemente atento. La potencia significante de todo sonido, además de servir de hilo conductor entre seres y eventos, alcanza a transformar efectivamente la realidad. Acontece así en uno de los textos incluidos en Poemas, en el cual la hablante se extravía en el bosque y termina por encontrar a una pareja teniendo relaciones sexuales en un río:
Se encontraba perdida. Pasó entre arbustos y arbustos, entre sombras. Se detuvo un poco. Entonces, fue que vino el grito. Vino como a clavársele en la raíz misma de la vida. Temblando abrazó algo. (¿O habría sido una carcajada?).
El grito, a medio camino entre la voz y el ruido, potestad por igual de lo humano y lo animal, alerta de inmediato al yo poético. Como siempre que el sonido aparece en la obra de Di Giorgio, su comprensión es bifronte: se entiende y a la vez no, es inteligible y desconocido al mismo tiempo. El grito pronto se transforma en un sonido netamente humano: la mujer en el río reía. Una risa que iba volviendo para siempre otros, la tierra, el río y el cielo, dice el poema. De este modo, el grito, que tiene su origen en la naturaleza, en la zoé —se clava en la raíz misma de la vida—, deviene risa, carcajada que a su vez retorna a la esfera de lo natural, permeando la tierra, el río, el cielo. Lo sonoro es aquello que no puede ser contenido, aquello que irremediablemente fluye, que no puede ser traído de vuelta, atrapado, confinado. La naturaleza que pulula en la obra entera de Di Giorgio está sumida en una metamorfosis insomne; en ella, todas las criaturas y los acontecimientos se derraman unos sobre otros. Y precisamente aquello que garantiza esta especie de mutabilidad ontológica es la interminable variabilidad del sonido.
También en Poemas podemos encontrar otro grito, éste mucho menos placentero que el anterior —de hecho, su exacto negativo. El yo poético recorre —como tantas otras veces en estos libros— el bosque; en esta ocasión, se topa con un hombre sentado junto a una fogata:
Yo tomé una astilla y saqué una mariposa colorada. La puse sobre el hombre. Saqué una mariposa verde y la posé sobre el hombre. Y luego, otra mariposa colorada. Las mariposas revolotearon y proliferaron. Él dio un grito largo, aullado, negro. Un grito como un ciprés. Pero la boca se le llenó de mariposas. Y el grito se le llenó de mariposas. Y hasta el alma se le llenó de mariposas.
Una vez más, el tránsito entre las formas se da con extrema facilidad: el fuego se vuelve mariposa sin dejar de ser fuego. Sobre la camisa de tela del hombre, las llamas proliferan, pero exclusivamente bajo la efigie del insecto. El hombre suelta un grito que a la vez es un árbol, un grito oscuro que se le ilumina con el revoloteo de estos fuegos. El sonido es palpable, delimitable, incluso visible: no solamente como vibración —como fenómeno físico precisable, medible—, sino asimismo como lugar, un espacio que puede llenarse de mariposas.
El ámbito de lo natural admite una permeabilidad total entre los sonidos y los cuerpos. Es así como Di Giorgio se vale del sonido para construir el lugar donde ocurren sus poemas. El elemento sonoro vertebra su noción del espacio. En otros términos: para esta poética, no hay espacio posible sin sonidos.
En cierto pasaje de À l’écoute, Jean-Luc Nancy juega con la parcial superposición de los sentidos de entendre —entender o atender— y écouter —escuchar u oír— para efectuar una distinción entre el acto de aprehender un significado y el de hallarse a la escucha del mismo: «Si “entendre”, c’est comprendre le sens […], écouter, c’est être tendu vers un sens possible, et par conséquent non immédiatement accessible». Este «estar tendido hacia un sentido posible» implica no poseerlo, ni necesariamente buscarlo de modo activo; implica, en todo caso, aguardarlo, dejarlo desplegarse en su tempo justo, permitirle resonar. Se trata de una actitud en las antípodas de toda voluntad de conquista del sentido, lejos de todo deseo de precisarlo. Escuchar, en estos términos, es permitir que el sentido permanezca como posibilidad, con su medida indomeñable de otredad.
En la poética de Di Giorgio, todo fenómeno sonoro conserva esa extrañeza, la despliega como parte fundamental del sentido al que apunta, nunca dejándose definir de manera unívoca. Singularmente el nombre, vocablo que se descuelga del continuum sonoro y cae en el texto, produciendo toda suerte de ecos con el impacto.
Y es que el sonido y el sentido se presentan ante el sujeto mostrando la misma estructura refleja: ambos implican un sentirse sentir, una toma de conciencia de que se está percibiendo algo. Sonido y sentido remiten el uno al otro y, además, envían al sujeto a sí mismo. El espacio que delinean es el del sí mismo, la región donde, finalmente, todo pensamiento especular es posible. Es decir, donde la subjetividad adquiere su primera forma.
El fenómeno sonoro por excelencia, en este caso, es el llamado. Sólo éste genera con certeza el espacio que requiere el sí mismo para pensarse: es un sonido que arranca al sujeto de la indiferencia de las cosas, de manera análoga a como el mismo llamado surge de entre los ruidos hormigueantes del mundo. El llamado no puede ser general: tiene que dirigirse a cada quien de manera individual, individuante. En otro de los poemas que se encuentran en Poemas, el llamado adquiere un cariz siniestro que, a decir verdad, es constante en las instancias apelativas que aparecen, una y otra vez, en esta obra. La niña en la cual se traspone el yo poéticose encuentra perdida durante la madrugada en su propia casa cuando, de golpe, una voz se dirige a ella:
Una voz llegó de lo hondo de las habitaciones, llamándola. Una voz que tampoco conocía, una voz humana, horrible porque era humana.
Lo que hace horrible a esta voz es que se encuentra desplazada, fuera de su lugar de origen usual. Como el trino de los teros que lleva hacia lo atroz, este llamado, realizado por una voz humana, obliga al sujeto a contemplar la posibilidad del sonido dislocado, de la voz desencarnada, del llamado que existe casi por cuenta propia, como una suerte de entidad que no requiere de cuerpo —como el deseo, que convoca al sujeto y lo arrastra.
El bosque y la chacra son los espacios donde suelen acontecer muchos de los eventos de esta poética; no obstante, la casa hace aparición igual número de veces. Pero la casa es el lugar que resulta invadido. De manera bastante tradicional, el espacio doméstico sirve de metáfora para una interioridad más bien infantil —y su asedio y conquista tienden a significar el fin de la inocencia.
Resulta valioso leer este rasgo tan importante de la poética de Di Giorgio a partir de algunos de los pensamientos que consigna Emmanuel Lévinas en Alterité et transcendance —por ejemplo, cuando afirma: «Derrière la venue de l’humain, il y a déjà la vigilance à autrui. Le moi transcendental dans sa nudité vient du réveil par et pour autrui». Este yo trascendental al que alude Lévinas es el sujeto que abandona cualquier posición autista, extendiéndose, estirándose hacia el otro, hacia el prójimo —por el cual y para el cual existe, gracias a que ha sido reclamado por él. En ello consiste su desnudez: su indefensión en estado puro ante el otro es la fragilidad de quien se encuentra de algún modo recién nacido, recién tocado por el agua lustral que es la voz ajena y el rostro que viene con ella.
En uno de los poemas de Druida, la hablante expresa su miedo ante una criatura del bosque que la anda buscando para seducirla:
Pero, desde hacía un largo tiempo, yo rogaba a mi madre que me dejase dormir en su alcoba, porque un rumor, una extraña ala, una vida
que vivía apasionadamente por un instante y se callaba después,
me tenía fuera de mí.
Esta misma criatura reaparece en varios de los libros de Di Giorgio, bajo distintas formas, siempre de atributos que la remiten a la esfera de la naturaleza. Es ella la que alza la voz durante la noche, exhortando al yo a salir, a exponerse —a existir, en suma. En La guerra de los huertos aparece bajo la forma de un gigante que ronda la chacra donde la hablante vive con su familia. El día de su octavo o noveno cumpleaños, se dirige a ella con una intimidad significativa:
En cierto modo custodiaba la huerta, molestaba poco, casi siempre
en su pequeño predio dentro del nuestro en su trabajo de hornos;
[…] ese día se acercó demasiado, me miró, creo que hasta dijo algunas palabras como golpes dados con las ramas.
Por el azoro del yo del poema, se entiende que esas palabras como golpes dados con ramas tienen por objeto la seducción, justo como aquel rumor, esa extraña ala —nuevamente las aves se insinúan— suscitaba una pasión exasperante en el poema anterior. No es de extrañar que el llamado del otro cruce por la seducción. Después de todo, no se puede reclamar al otro sin transmitir, con ello, deseo. Es el contacto con la voz erotizada del otro, con el sonido deseante, lo que arranca al sujeto del entramado de la vida indiferente, sin conciencia de sí, para traerlo al descampado de la subjetividad.
De allí que la criatura que la interpela, que detenta la voz, se encuentre a medio camino entre lo natural y lo humano, entre la zoé y la bios, y los sonidos que emite señalen la transformación de ruidos en vocablos. La criatura que efectúa el llamado, en su apariencia física, en su anatomía, recrea la transición que demanda del sujeto. En Magnolia, por ejemplo, hace aparición desempeñando el papel del novio de la hablante, que ronda su casa —mostrando por la ventana sus astas largas, azules—, buscándola para casarse con ella:
los ojos le brillaban demasiado, hablaba un raro idioma del que,
sin embargo, entendíamos; palabras como hojas de tártago trozadas
por el viento, hongos saliendo de la tierra; mi nombre sonaba
en sus labios de una manera alarmante.
En el llamado hay una medida insoslayable de misterio, una opacidad que le es central. Y es que el ente que interpela al sujeto —y, con ello, lo forma como tal— es siempre la encarnación misma de lo desconocido. El llamado que alza es a la vez reconocible e indescifrable. Y el sujeto, cuando es nombrado, accede al mundo de la diferencia: se vuelve distinto a su entorno y, sobre todo, distinto a sí mismo. No puede ser de otro modo, ya que la subjetividad es reflexiva: el fenómeno sonoro, el haber sido llamado y denominado, introduce en el sujeto un clivaje. A partir de entonces, se conoce y se desconoce al mismo tiempo. El nombre —como el sujeto, como el llamado, como el ruido— puede ser indescifrable, pero nunca insignificante. La voz que clama por el yo será siempre, en última instancia, desconocida. El torrente sonoro vital se estrecha, se cuaja. La lengua de los pájaros se transforma en palabras humanas.
«Pareciera de un intérprete, esta extraña, / tener necesidad. / Pues su manera de voltear es la de un / animal recién atrapado».
En Los papeles salvajes, de Marosa di Giorgio, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2008. Todas las citas de la obra de Marosa di Giorgio provienen de este volumen.
«Los pájaros pueden emitir sonidos voceados; y entre ellos pueden articular mejor los que poseen la lengua plana, y también los que poseen lenguas delgadas y delicadas. […] Los vivíparos cuadrúpedos pueden emitir sonidos voceados de distintos tipos, pero no tienen lenguaje. De hecho, éste es peculiar del ser humano. Pues, mientras que todo lo que tiene lenguaje tiene voz, no todo lo que tiene voz tiene lenguaje ». En The Complete Works of Aristotle, Jonathan Barnes (ed.), Princeton University Press, Princeton, 1995, traducción de esta sección: A. W. Thompson.
«La relación entre la voz y el oído implica entonces una zoé, una noción particular de vida que implica tomar en cuenta diferentes concepciones de lo humano y los límites entre lo humano y lo no humano ». Ana María Ochoa, Aurality. Listening and Knowledge in Nineteenth-Century Colombia, Duke University Press, Durham, 2014.