Ruidohead / Lorena Ortiz

i

      En mi cabeza todavía suena la voz de Thom Yorke, sólo que ahora está mezclada con la melodía de «María Bonita» que toca un cilindrero. Abro los ojos, la habitación me da vueltas, como puedo camino hasta la ventana, me asomo y, justo un piso más abajo, ahí está, el hombre del cilindro concentrado en su oficio.

ii
      Anoche tuve que salir corriendo del departamento que comparto con Roxana en la colonia Narvarte. Fue muy extraño abrir la puerta y verlo ahí sentado en mi sillón rojo y fajándose a mi roomie.
      —¡Majo! ¡Pensé que llegarías más tarde! ¿No hubo after? —exclamó Roxana cuando me vio en el marco de la puerta.
      —No —contesté estupefacta—. Bueno, sí, sí hay, sólo vine por algo que se me olvidó —agregué de inmediato.
      —Él es Rigo, ella es Majo —nos presentó Roxana, todavía sentada en las piernas del mequetrefe.
      —Mucho gusto —dijo él, como si fuera la primera vez que nos veíamos.
      —Igualmente —contesté, cerrando la puerta y dirigiéndome hacia mi habitación.
      No había ningún after o quizás sí, pero no sabía dónde, nunca se me ocurrió preguntar, la había pasado tan bien en el concierto de Radiohead que lo único que deseaba era llegar a mi cama y dormir. Pero verlo en mi propia casa cambiaba todos mis planes. Casa es mucho decir, vivimos en un microdepartamento, casi un estudio, un loft, para que se escuche más sofisticado. Por lo mismo, tenemos una regla de oro: no llevar visitas. Roxana era un fideo y yo un espagueti,y aun así, a pesar de nuestra delgadez, chocábamos todo el tiempo en ese espacio tan pequeño; por supuesto, tres ya era multitud. Guardé una muda de ropa en mi mochila y salí del lugar sin hacer ruido, aprovechando que el par de tórtolos estaban en la cocina.

iii
      —María José, tu habitación es la 304 —me dijo el recepcionista, un chico con tatuajes en los brazos y con una playera de Lou Reed. Me dieron ganas de decirle que «qué chida», pero no lo hice. Él también miró mi playera de Radiohead y tampoco dijo nada.
      —Todavía está abierto el bar. Hay descuento para los huéspedes. Es en la terraza, en el último piso —dijo señalando el elevador que estaba atrás de mí.
      —Gracias.
      No era la primera vez que estaba en ese hotel de la calle Moneda. Años atrás, Laura, Luisa y yo nos hospedamos ahí, luego de un concierto de Café Tacuba en el Zócalo. En ese tiempo todavía vivía en Guadalajara y cualquier pretexto era bueno para viajar a la Ciudad de México, que en ese entonces llamábamos df.
      Pensé en hablarle a Marcela o a David, compañeros de la revista donde trabajaba, para pedirles hospedaje por una noche, pero no estaba de ánimos para ponerme a platicar la historia de Rigo. Así que me instalé en la 304 y luego subí a la terraza.

iv
      El bar está a reventar. En las bocinas suena «La La Love You»,de Pixies. Pido una Corona y, como puedo, me acomodo en la esquina del balcón desde donde se puede ver la Torre Latinoamericana. La noche con su música me anima, comienzo a convencerme de que venir aquí ha sido la mejor idea. Enciendo un cigarro y como por arte de magia ya tengo amigos.
      —Morra, ¿me regalas uno? —me pregunta una chava de cabello rosa.
      —Qué manchada, Berenice —le dice un chico con piercings en lengua, ceja y nariz.
      —Amiga, ¿nos vendes uno? —pregunta el chico.
      —Mejor se lo regalo —contesto en tono amigable.
      —¡Gracias! ¡Qué buen rollo! —dice Berenice.
      —¿Vienes del concierto de Radiohead? —pregunta el chico luego de mirar mi playera y de darle una calada al cigarro.
      —Simón. ¿Ustedes también? —pregunto, imaginando que sí y que tendremos tema para toda la noche.
      —No. Venimos de otro concierto más heavy —dice Berenice.
      —De una banda de trash metal con tintes de rock progresivo —agrega el chavo.
      —Chido —digo, sin estar muy segura del sonido de esa mezcla.
      —Voces de ultratumba, casi rugidos sobre guitarras metálicas —dice Berenice, emocionada—. Son unos batos de Monterrey, se llaman ApocalipsisAhora.
      —Órale, como la película.
      —¿Cuál película?
      —Apocalipsis Now, de Coppola.
      —¿Te cae que hay una movie que así se llama? —pregunta decepcionado el chico.
      —Sí —digo, convencida de mis conocimientos cinematográficos.
      —¡Buuh! Y a mí que se me hacía superoriginal el nombre.
      —¿De qué año es? —cuestiona Berenice.
      —1979.
      —No, pues sí, fue primero la peli —dice, desencantada.

v
      Estamos en la Plaza Garibaldi, rodeados de un mariachi que canta «En el último trago»; en la parte que dice «otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores», Berenice levanta su vaso y empieza a chocarlo con los nuestros diciendo «Salud».
      —¡Otra vez esta maldita felicidad! —dice arrastrando la voz.
      A nuestro grupo se ha unido una pareja de gringos y una botella de mezcal. Los encontramos en el camino, estaban perdidos. Rafa, el chico de los piercings, se ofreció a traerlos hasta acá. Ésa es la razón por la que llegamos aquí, se suponía que íbamos a una fiesta, pero los extranjeros, en agradecimiento, nos invitaron una copita de mezcal, aunque, a decir verdad, casi nos terminamos la botella.

vi
      Estoy vomitando junto a la estatua de Pedro Infante. Berenice y Rafaestán a unos metros, dándose un faje de aquéllos. Cuando termino de sacar todo me voltean a ver.
      —¡Hey, morra! ¿Cómo estás? ¿Ya más alivianada? —pregunta Rafa.
      —Dos, dos —le digo—. ¿Ya nos vamos al hotel?
      —¿Al hotel? ¿Cuál hotel? —pregunta Berenice.
      —¿Cómo cuál? El de la calle Moneda.
      —No me digas que estás hospedada ahí —dice Rafa.
      —Sí. ¿Ustedes no?
      —No. Nosotros vamos para la Guerrero.
      —¿Y eso dónde queda?
      —Aquí en corto. ¿Quieres ir? Te puedes quedar en mi casa —dice Berenice.
      —Pero ¿qué no tienes casa? —cuestiona confundido Rafa.
      —Sí, pero no puedo llegar hoy. Es una larga historia.
      —Pues como quieras. Puedes ir con nosotros o regresar al hotel.
      —Gracias, mejor regreso al hotel.
      —¿Te acuerdas cómo llegar?
      —Sí —les digo sin estar muy segura.
      Nos despedimos con un abrazo efusivo.
      —Nos ponemos en contacto. Búscanos en face: estamos como Bere Trash-nochada y Señor Metal. Nos vemos pronto —me dice Berenice, al tiempo de que me da un beso en la mejilla.
      —Sí, claro —les digo con la certeza de que no nos volveremos a ver.

vii
      Todo me da vueltas. Le doy un trago largo a la botella con agua que llevo en el bolso desde que terminó el concierto de Radiohead. Como puedo me incorporo y empiezo a caminar hacia el hotel. Ya está amaneciendo, seguramente cuando llegue a la habitación 304 ya estará el sol pegándome en la cara. Odio llegar de día a mi cama. ¡Ya están esos malditos pájaros cantando! ¡Qué mal me caen los pájaros!
      Tomo un pequeño atajo y salgo a la Alameda, es el mismo camino por el que llegamos a Garibaldi. Es domingo, pero ya están los barrenderos haciendo su labor. Además de ellos no hay nadie. La ciudad todavía duerme. Algún trasnochado pasa a toda velocidad por la avenida Juárez y desde su Peugeot se alcanza a escuchar «Lust for Life», de Iggy Pop. La luz a medio salir me parece maravillosa, y en Bellas Artes me detengo a sacar una foto con mi celular. Me doy cuenta de que un perro me viene siguiendo desde no sé dónde. Cruzo el Eje Central todavía con el semáforo en rojo para peatones. Me siento libre y dueña de las calles. A la altura del Sanborns de los Azulejos veo a dos tipos caminando en sentido contrario al mío. Pienso que ya valió madre y que me van asaltar. Conforme se van acercando me doy cuenta de que uno está más borracho que yo. Camina en zigzag y va diciendo incoherencias, el otro tiene cara de preocupación. Imagino que son hermanos y que llegando a casa su mamá los va a regañar. Sigo mi camino por Cinco de Mayo. A la altura de Isabel la Católica veo a otro errante deambular hacia mí, se trata de un transexual entaconado de melena rubia. Cuando está más cerca, se quita la peluca y me dice con voz ronca:
      —Cuidado, chula. No es seguro caminar por estas calles a estas horas de la mañana.
      La chica mide como 1.90, tiene los brazos marcados y unas manos gigantes. Abre el cierre de su bolso y ahora sí pienso que sacará una pistola, una navaja, gas lacrimógeno o de menos un cortaúñas y me asaltará. Para mi sorpresa, saca una cajetilla de cigarros y un encendedor.
      —¿Quieres uno?
      —No, gracias.
      —¿No fumas?
      —Sí, pero ya fumé demasiado.
      —Si vas atravesar el Zócalo hazlo con precaución, en sus rincones se esconde lo más podrido de la humanidad. Suerte.
      Por unos segundos me quedo ahí inmóvil. La veo alejarse. Sus tacones retumban en todo el Centro Histórico. Mi compañero canino me abandona y se va detrás de esos pasos sonoros.
      El Zócalo luce despejado. Camino más rápido de lo normal. La tarjeta de débito la he sacado del bolso y guardado en el bolsillo de mis jeans, lo mismo hago con la credencial del ife. Me parece eterno cruzar hasta el otro lado, por fin llego a la calle Moneda. Hasta ahora nada amenazador. Seguramente hasta lo más podrido de la humanidad también descansa los domingos. Llego a la habitación 304. Efectivamente, el sol me escupe en la cara. Corro las cortinas y me tiro sobre la cama.

viii
      Son cerca de las tres de la tarde. Tuve que salir corriendo del hotel. Me quedé dormida y se me pasó la hora del chek out. Afortunadamente, el chico de la recepción fue muy amable y no me cobró otro día.

ix
      Estoy parada frente a la puerta de mi departamento. He tomado la decisión de contarle todo a Roxana, sin importar las consecuencias. Abro la puerta. Desde la cocina se escucha «Sound and Vision»,de David Bowie. Entro con cierto temor de volver a encontrarme con Rigo.
      Todo luce en perfecto orden hasta que me tropiezo con una pata del librero y caen al piso varios discos y libros.
      —¡Hey, llegaste! —dice Roxana, saliendo de la cocina.
      —Lo siento, me tropecé —expreso, al tiempo que recojo algunos libros.
      —Déjalo. No pasa nada —señala Roxana, secándose las manos en el delantal—. Entonces, ¿estuvo bueno el after? —pregunta con una sonrisa.
      —En realidad no fui a ningún after. Pasé la noche en un hotel. Roxana, tengo que decirte…
      —Me lo ha contado todo —dice, interrumpiéndome—. No te preocupes. Es un imbécil.
      —Pero entonces…
      —Se ha ido.
      —¿Qué dices?
      —Sí, desde anoche. Yo misma lo llevé al aeropuerto.
      —¡Apenas puedo creerlo! ¡Qué bien!
      —Y para celebrar… —dice, caminando hacia la cocina.
       —¿Qué? —pregunto siguiéndola.
      —He preparado chilaquiles rojos con pollo. Porque supongo que no has desayunado.
      —Supones bien —le digo, al tiempo que sirvo el café.
      —Por cierto, hace rato te vino a buscar el vecino del 5.
      —¿Quién? ¿El de la banda punk?
      —Sí, ése.
      —¡Genial!
      Es una tarde tranquila y placentera en la colonia Narvarte. No hay nadie en las calles. Desde la ventana de un departamento de la avenida Xola se escucha a unas chicas conversar. La música fluye al ritmo de sus risas.

I will sit right down, 
      waiting for the gift of sound and vision
      and I will sing, waiting for the gift of sound and vision
      drifting into my solitude,
      over my head.

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