En el marco —contradictorio y disconti-nuo— de la cultura italiana que se interesa por América Latina, México ocupa una página consistente que se abrió en el siglo del descubrimiento y continúa hasta la época contemporánea. Entre 1920 y 1940 numerosos viajeros italianos se movieron hacia el subcontinente americano. Sus diarios de viaje, artículos y reportajes perio-dísticos se enfocan hacia la posibilidad de una relación entre Italia y América Latina inspirada en el entusiasmo neocolonial característico del nacionalismo fascista. En estos textos se respira una especie de euforia de conquista. América Latina es vista como el lugar de las civilizaciones truncadas por la historia de la colonización, lugar necesitado de una robusta inseminación de cultura y civilización por parte de una Italia redentora.
La celebración del 50º aniversario de la Unidad de Italia, en 1911, alimentó el mito de la nación italiana; los festejos y el discurso institucional reivindicaron el papel de esa cultura en la civilización universal. El renovado interés por América Latina se puede entender dentro del cuadro del panlatinismo, que jerarquizó entre centro y periferia de la historia argumentando el primado de la romanidad. Este proyecto panlatinista llevó a un nuevo auge de los estereotipos europeos del siglo xviii sobre la inmadurez geográfica y cultural del Nuevo Mundo.
Dichos estereotipos repercutieron, obviamente, en la percepción de México, que dejó de ser ese mundo prestigioso por su historia y su cultura, reconocido por los estudiosos e intelectuales italianos a lo largo de los siglos xvi a xix, para ser visto como un país lejano de la modernidad y del progreso según los paradigmas de la primera mitad del siglo xx.
Ejemplo de ello son los textos del periodista Luigi Barzini, quien llegó a México en 1913 pasando por el Caribe. Su juicio inicial sobre América, vista como un «obscuro medioevo tropical», fue severo. Define la población indígena mexicana como cerrada «en una inercia tímida de bestias capturadas».
Podemos observar otros estereotipos relativos a la inmadurez americana en el diario de viaje Aventura sudamericana, de Emilio Rocca, periodista judío, crítico literario y teatral, quien, en 1924, realizó un crucero de ocho meses por América del Sur, financiado por Arnaldo Mussolini, en el que participaron intelectuales y empresarios con el objeto de medir la oportunidad de inversiones italianas. Permanece en su diario el concepto del trauma de la conquista: el «heroísmo sanguinario» de los colonizadores españoles como causa de una historia de despojo, alienación e irredimible caída.
La desconfianza, casi patológica en Rocca, hacia la diferencia mexicana, lo induce a un sarcasmo ofensivo incluso ante el máximo símbolo de la literatura de viaje: las pirámides de Teotihuacan, «que seguramente no son tan impresionantes como las de Egipto», y están adornadas por «extraños glifos, rapaces cabezas de hidra», completados por «máscaras espectrales de ojos asiáticos sesgados; obsesionantes como una pesadilla».
Es, sin duda, un México extraño para nuestro viajero: lo es de una forma inquietante que se expresa en el uso frecuente de un vocabulario de lo irracional y de la pesadilla para definir lo que no comprende, un vocabulario que se encierra en los términos «misterio» o «misterioso», vocablos elípticos por definición.
La desvalorización de la cultura otra no
deja espacio a dudas cuando la hipereva-luación —igualmente irrealista— de la propia cultura se transforma en horizonte absoluto de juicio. Así, a medida que se asumen de forma idealista los propios valores, la opinión sobre la parálisis de la civilización americana se vuelve inequívoca. Es el caso de Mario Appelius, férvido propagandista del régimen fascista, que estuvo en México entre finales de 1928 y principios de 1929.
Es posible observar cómo se trabajaba en la construcción del mito de la superioridad italiana, que caracterizaba además la especificidad de la política colonialista nacional. Las lecturas del mundo latinoamericano estaban condicio-nadas por premisas ideológicas, que asumían un peso cada vez más específico según la idea de nación (italiana) que los viajeros poseían.
El relato de viaje de Arnaldo Cipolla lo confirma. Su tarea de exploración mexicana en 1927 era la de hacerse una idea sobre el complejo fenómeno de la guerra cristera, guerra cuyos efectos definió como «más grotescos que trágicos».
En este contexto, la literatura y la escritura de Emilio Cecchi aparecieron como una significativa excepción. Cecchi estuvo en México en dos ocasiones, la primera en 1930 y la segunda en 1938. En ambos casos, la etapa incial del recorrido americano se desarrolló en Estados Unidos, lo cual le dio la ocasión de vivir lo que él consideró un verdadero viaje de ascensión desde el norte hasta el sur del mundo, una ascensión que se realizó a través de la anglofobia que caracterizaba a la cultura italiana de la época.
Contrasta fuertemente su juicio sobre la sociedad estadounidense con el de México, donde «todo es ritmo, carácter, estilo»: «[Estados Unidos] es un país realmente fantasmal, que ya no me provoca asombro alguno; salvo un asombro moral que me resulta difícil de explicar. Quiero escribir mucho, para no quedarme con la soledad, con el sabor macabro de esta América, horrible y maravillosa».
El recurso del contraste con Estados Unidos le permitió definir las características de México, alejándolo del vecino del norte (si en Estados Unidos se vestían con colores chillantes, en México se reencontró con la sencillez latina) y acercándolo, a su vez, a Italia, cuyas semejanzas lo llevaron a hablar de «latinidad mexicana». Cecchi encontró en el otro lado de la frontera —límite geográfico, pero también, y sobre todo, cultural— los numerosos elementos latinos en los cuales reflejarse: de ahí las analogías entre Xochimilco y Venecia, el Paseo de la Reforma y el Pincio, los corridos y las canciones populares sicilianas, obras de poetas cultos, modificadas y mejoradas por el pueblo.
Además de su golosa atención hacia cualquier manifestación cultural, Cecchi cita continuamente novelas e invita explícitamente al lector a leerlas o releerlas, aconseja biografías, memorias, monografías que ayuden a entender una historia ambigua y compleja como la mexicana, llena de leyendas, lugares comunes, fuentes no confiables. Tanto Messico como America amara concluyen este viaje cultural con una nota bibliográfica, actualizada en las diversas ediciones, no sólo razonada sino también emocionada, pues el viajero mantiene «la novedad de los recuerdos», sin descuidar la búsqueda constante de lo que se iba imprimiendo sobre México. En este afán de producir información y lecturas adecuadas resalta no sólo el homenaje a una cultura de tradición, riqueza y prestigio (aunque la modernidad, aquí como en otros lados, sea fuertemente problemática), sino también el gusto por una exploración nueva, intentada por pocos italianos, y seguramente no por sus contemporáneos.
Sin embargo, el entusiasmo manifestado para con México en 1931 se modera en 1938, período en el que Cecchi reflexiona más detenidamente sobre el destino y la práctica de la Revolución Mexicana.
Para Carlo Coccioli, por ejemplo, quizá entre los primeros en practicar —en los años sesenta— esta resignificada modelización de América, México será tierra dolorida, cuya secuela de penas históricas, sobre todo las que siguen humillando a las comunidades indígenas, legitima su papel de símbolo de todas las víctimas martirizadas por la historia. México se convirtió así en margen sagrado, en tierra prometida en la que se realizaba la inclusión de todo lo excluido por los centros del poder (el poder del género, de las ideologías, de las razas): en tierra madre, pues, finalmente acogedora. Al presentar su diario Omeyotl, Coccioli afirma que su intención es representar una tierra y un pueblo no demasiado conocidos o imperfectamente conocidos. Es el testimonio afectuoso y sincero de un país en el que encontró una segunda patria, por la que siente, sin embargo, una atracción extrema —y extremamente molesta—: «Y sin estar seguro, respondo que sí, me digo que México podría definirse como “crispante” en la medida en que nos impacienta, en que, atrayéndonos, nos da la vaga y extraña sensación de que nos rechaza».
A la definición cada vez más concreta del sentimento de infelicidad y de derrumbe de los sueños civilizadores y, sobre todo, del concepto mismo de civilización, se acompaña la progresiva organización de una idea de América dentro de los patrones del discurso postcolonial, que es crítica de las hegemonías opresoras y reivindicación del poder de las periferias libertadoras. Por lo menos en este caso la cultura italiana se sintoniza con las trayectorias de la modernidad. Los jóvenes escritores italianos, desde Aldo Nove hasta Pino Cacucci, pasando entre otros por Massimo Carlotto, Andrea de Carlo o Laura Pariani, elaboran una imagen de América como símbolo de las entrañas oscuras de Occidente, una imagen que impone la acusación dura de sus complicidades, silencios, responsabilidades, y que es al mismo tiempo revelación de su verdadero rostro.
En los años noventa es, sobre todo, Pino Cacucci quien dedica su obra enteramente a México. Vuelve a darse en su escritura, como en la de los otros autores arriba mencionados, una especie de utopía de regeneración moral, ya que la denuncia de las condiciones históricas y sociales de la América del Sur pone simultáneamente en tela de juicio el supuesto modelo de las sociedades del primer mundo. Sus textos contienen señales evidentes o ulteriores de la atmósfera cultural de su tiempo y mundo, una atmósfera en que el divorcio, por la pérdida de pasión para con este mismo tiempo y mundo, parece fríamente legalizado, así que es necesario buscar otros amores para seguir con vida. En el caso de Cacucci, México es este nuevo amor, vivido, como suele pasar, con total entrega.