La historia de mi lengua

D. P. Snyder

(Philadelphia, 1960). Entre sus últimas traducciones está Scary Story de Alberto Chimal (Pamenar Press, 2023). Su sitio web es dpsnyder.us

Soy un ajiaco de contradicciones,
un puré de impurezas:
a little square from Rubik’s Cuba
que nadie nunca acoplará.
(Cha-cha-chá.)

—«Bilingual Blues», Pérez Firmat

Mi relación con el español es complicada, apasionada, íntima. Comenzó por azar como es el caso de los mejores hitos de mi vida, incluso ser concebida (¿cuántos de nosotros somos los «accidentes» de nuestros padres?). Hace treinta años fui a México porque estaba harta de todo y el pasaje era barato.

Si hubiera tenido cuarenta dólares más en mi cuenta bancaria, me habría ido a las Bahamas, donde la lengua franca es el inglés. Ese encuentro con el castellano que me cambió la vida fue así de sencillo, así de aleatorio.

En Isla Mujeres me enamoré, y después de un año se acabó el romance con el hombre. Sin embargo, la intimidad con su idioma resultó permanente y me llevó a mi oficio actual de traductora literaria. Desde aquel comienzo romántico, mi viaje hacia el español ha sido como la exploración de un jardín formal sin límites y lleno de senderos intrigantes, un parque diseñado para mantener al visitante con ganas de calar cada vez más hondo.

Me gusto cuando hablo o escribo en español.

No es que me estime menos cuando me comunico en inglés, mi lengua materna, la de Emily Dickinson y de mi querido Walt Whitman. No. Sin embargo, las madres pueden ser difíciles. Los padres también. Como todos, crecí escupiendo los sonidos que metían en mi boca junto con esa primera cucharada de papilla, después de que me quitaron el paraíso sin palabras del pecho. Como todos, disfruto de las perezosas ventajas de la fluidez nativa, de hablar sin pensar, de emitir sonidos inteligibles sin decir nada en absoluto.

Puedo mentir en inglés y lo he hecho muchas veces.

Nunca he mentido en español.

Oírme a mí misma conversando en castellano es como escuchar a otra. Como cuando una se vislumbra en un escaparate y al primer momento no se reconoce. Sí, así es. Mi yo anglófona es trabajadora, productiva, impaciente y —¿por qué no admitirlo?— muy segura de lo que cree saber. La ética puritana. La autoconfianza del privilegio social. En cambio, mi yo hispanohablante es más reflexiva, curiosa. No se apura. Tiene paciencia con las pausas prolongadas y la desazón de no saber. Sopesa sus palabras como un científico dosifica las sustancias químicas en un laboratorio. Cada sílaba es un ensayo cargado de riesgo. A la hora de escribir en castellano me vuelvo tan cuidadosa como un huésped que prepara el desayuno en la cocina de su anfitrión. Intento no hacer líos.

El plan original fue estudiar el mandarín. Se lo dije al entrevistador de admisiones de la prestigiosa Universidad de Connecticut. ¿Por qué? Porque quiero estudiar los textos budistas, le contesté. Era cierto. Pero le hubiera podido decir cualquier cosa y habría sido igual de cierto. También quería estudiar el código Morse, la poesía de Chaucer, horticultura, ciencia veterinaria, las bestias míticas, literatura, arqueología… Pero me limité a decirle el mandarín porque para los entrevistadores universitarios la especialización es una condición indispensable. Mandarín, le dije con fingida certeza. Quedó impresionado. Así que estudié el mandarín durante cuatro años y me gradué en Estudios del Lejano Oriente. Pero los sonidos de esa lengua no se sentaron cómodamente en mi boca y a la hora de graduarme, cuando unos jefecillos de Washington, D.C. me ofrecieron un trabajo como analista de información, me espanté y salí corriendo de la entrevista.

Si a los diecisiete años me hubiera preocupado menos por agradar a la gente, le habría dicho al entrevistador la verdad: que no sabía lo que quería estudiar, que quería aprender, eso mero.

Mi primer empleo, como investigadora en la biblioteca central de una editorial internacional en Manhattan, me desilusionó. Intenté ser feliz, pero mi corazón no supo lograrlo. Yo vivía de la miseria de sueldo que (casi) bastaba para alquilar la mitad del sótano de un edificio rojizo en Brooklyn. Quise alejarme a donde fuera.

Viajar siempre ha sido mi forma de lidiar con un corazón partido, de despertarme las ganas de vivir. Pongo distancia cuando los lugares y objetos conocidos se convierten en motivo de lágrimas. En las noticias, se reportó que la península de Yucatán había sido aplastada por el asesino huracán Gilbert. Los pasajes fueron superrebajados. La precariedad económica y un desastre natural me arrastraron a México.

Mi única preparación especial para el viaje fue la compra de un diccionario con tapa de plástico que era tan pequeño que cabía en el bolsillo trasero de mis jeans. Había pocas palabras en aquel libro del tamaño de una muñeca. ¿Qué pensaban los editores que tendría que decir?

Las primeras palabras que pronuncié al llegar a México eran rugidos animales: «Sopa po’ favo’», tartamudeé al recepcionista del albergue estudiantil de Isla Mujeres donde las paredes de cemento exhalaban la humedad y un singular miasma de mar y de Lysol. El recepcionista hizo una mueca y encogió sus hombros, levantó las palmas vacías hacia el techo. Así que sin soap (y sin sopa tampoco), volví a mi habitación. Me bañé con el champú que había traído conmigo en la maleta.

Al día siguiente el tiempo estaba feo y no sabía qué hacer. Caminé hasta el cansancio y me posé en un muro que daba a una playa devastada dos semanas antes. Una figura se me acercó, oscura contra el cielo encapotado. El joven me quitó la cámara desechable de la mano. «Sonríe», me dijo alejándose unos pasos y apuntando el lente hacia mí. «Sonríe», repitió. Entonces él sonrió con todos sus dientes como para mostrarme la técnica mientras su pelo negro azabache revoloteaba en el viento como la cresta de algún pájaro tropical. Conservo esa foto de la joven sombría, la trenza larga colgada del hombro, el cuerpo delgado cubierto de un vestido negro sin forma, eternamente encaramada en el muro arruinado esperando que comience el resto de su vida. Me conmueve la expresión melancólica de esa chica que ni entendía la palabra sonrisa.

De regreso a Nueva York, cursé ocho semanas de español para poder leer las cartas del hombre-pájaro. Elegí al azar una de las varias escuelas cerca de mi casa. Con mis nuevos conocimientos me senté con mi diccionario de muñeca intentando descifrar una caligrafía tan cuadrada y barroca como los glifos mayas. Dentro de cada sobre de correo aéreo con bordes rojos y verdes había una mucuna, una semilla de ojo de venado, para recordarme que volviera con él. Regresé tres veces. Después de la última visita, cuando me presentó a su familia en Mérida, le devolví todas las mucunas. Había leído el mensaje claro en la cara apagada de su madre y, sin que mediara una palabra entre nosotras, lo entendí perfectamente.

Me mudé con mi profesor de español, un poeta argentino, director del centro donde estudiaba. Dejé mi empleo y, después de rato, empecé a dar clases de español para principiantes en el centro. Leí infinidad de libros de texto y cuentos en un esfuerzo por sentirme más segura en las clases que enseñaba, por ganar el amor del poeta una y otra vez. Cacé las sílabas que parecían escabullirse y burlarse de mí como niñas traviesas, fuera del alcance de mi torpe lengua. La poesía de José Martí y Pedro Mir, las canciones de Silvio Rodríguez, Violeta Parra y Agustín Lara me revelaron el alma del español. Granada, tierra soñada por mí. Desarrollé un vocabulario aleatorio, excéntrico, musical.

Los pedagogos utilizan la palabra dominio para describir la meta del aprendizaje de un idioma. Se supone que debemos dominar el idioma como si se tratara de un ejercicio de fuerza o una campaña militar. Es el vocabulario del patriarcado, del amo y esclavo, siniestro y colonial, de las lenguas que buscan borrar otras lenguas y a las personas que las hablan, de las batallas históricamente injustas en las que el autóctono, el moreno y la mujer siempre pierden. Dominar la lengua, aquel músculo fuerte, capaz de dirigir los acontecimientos del mundo físico, es el primer paso en la imposición de la injusticia sistémica. Cortés llamaba a la Malinche su lengua, una sinécdoque que simultáneamente describió su papel y la cosificó, reduciéndola a la parte que le resultaba más útil. Sin embargo, recordamos su nombre y el de Pocahontas también, cuyo verdadero nombre, Matoaka, fue ocultado por su padre por el miedo de que se enfermara si los ingleses lo pronunciaban.

Las palabras son los vehículos de la memoria. Matan y encantan, atrapan y liberan, cierran y abren puertas. Abracadabra.

¿Podría yo llegar a dominar el español? Y si lo hiciera, ¿entonces qué? El verdadero dominio no es un certificado ni una placa en la pared. Es el manejo ingenioso de cualquier actividad, llevado al punto de lograr una especie de armonía con un sistema en constante flujo. ¿Domina el vuelo del balón el jugador de baloncesto? ¿Domina las leyes de la termodinámica el ave?

Me dediqué al estudio del español: por primera vez, me sentía satisfecha con lo que hacía. Quemé en su altar la ofrenda de años de mi vida. Me acerqué humildemente. Le presté mi lengua y mi corazón. Me dominé a mí misma.

El argentino se puso celoso mientras mi lengua se hacía cada vez más fuerte. Sólo podía sentirse importante en la presencia de los que supieran menos que él. Podía quedarme con él a condición de aceptar atrofiarme como un bonsái. Cuando lo dejé al cabo de diez años de convivencia, la tierra volvió a desmoronarse bajo mis pies. El centro había sido todo mi mundo, una maqueta del continente americano en un loft de cuatro mil pies cuadrados en Manhattan. Me volví una península desgajada de tierra firme, floté mar adentro. Dejé mis zapatos en la puerta y una vez más me arrojé a la merced del azar.

Amigos boricuas subieron mis enseres hasta un apartamento del cuarto piso en West Harlem que olía a polvo y a desuso. Me asustaron las paredes atravesadas por grietas amenazantes, el baño lleno de manchas sospechosas. Mis amigos dominicanos intuyeron que estaba sin dinero y me pusieron efectivo en la mano, chasqueando la lengua y sacudiendo la cabeza cuando les prometí que se lo devolvería. «Tranquila, mami, está regala’o».

Me adapté a la existencia de una isla. Durante aquel primer y caluroso verano era difícil conciliar el sueño en mi colchón de soltera tirado en el piso. Los guetoblasters transformaron cada esquina en una fiesta nocturna, el insistente pulso del merengue declaró a mi nuevo barrio como la segunda capital de la República Dominicana. El traficante de drogas de la esquina me bautizó como Snowflake, un apodo que se les quedó a los vecinos después y que no tenía ningún significado político en aquel entonces. «Get home safe, Snowflake», decía el dealer cada noche al verme regresar pálida de cansancio a casa. «Cuídateme, baby».

En los Heights la mayoría de los habitantes eran de lenguas intercaladas, hablando en un rico mofongo de cambios de código que le ofrecía un alegre fuck you a la idea de pureza lingüística. Recorrí Manhattan en metro, autobús y a pie, instruyendo a los hijos de familias acomodadas en las conjugaciones verbales como si mi vida dependiera de ello, porque así era. En el Bronx, enseñaba a los estudiantes de la Facultad de Medicina y a los paramédicos sólo lo básico para que no mataran a nadie. Enseñaba el español para aprenderlo. Era mi trabajo, mi Estrella Polar, mi obsesión. El español me devolvió el cariño: me pagaba el alquiler y la comida. Me dio un propósito. Todavía lo hace.

El lenguaje es un acto tanto físico como intelectual. Requiere un cuerpo y lo moldea de manera estructural. Hablar inglés coloca la mandíbula de una manera en que los pequeños músculos faciales se tensan y los labios se retraen. Es un rictus llevado al extremo por el presentador de televisión William F. Buckley, cuyo cuerpo entero solía apartarse de los invitados a su programa como si apestaran. Hablar español me exige suavizar la cara e inclinarme, acercarme al oyente; resulta en una sutil modificación de mi forma de ser. La curiosidad y la franqueza se apoderan de mí.

La única manera de formar una U o una O en español es besar al aire vacío.

Mis oídos también tenían que afinarse. El español está en su mejor momento cuando es polifónico: muchas voces intervienen en una algarabía, una improvisación armoniosa que intriga porque el significado se logra en forma colaborativa. El aparato auditivo de un angloparlante no está diseñado para recibir tanto ruido a la vez, tanta elusión de palabras entre sí, tanta salsa verbal. A pesar de siglos de esfuerzos por encarcelarlo en un mausoleo en Madrid, el español sigue vagando libre, trasmuta a medida que vagabundea, se acomoda a paisajes distintos y los cuerpos de quienes lo hablen. Es un rico asopao de quingombó hecho con lo que está a mano. Pero si mis oídos pueden captar las fricativas alargadas y ventosas del altiplano, a veces no logran comprender las oclusivas rápidas del Caribe. Para aprender a hablar, tuve que callarme. Para aprender a escuchar, tuve que hacer ruido y entrar en el campo de juego.

En mi cuerpo, el español se rompe, se cicatriza y se vuelve a romper.

Ya leo, hablo, entiendo y escribo español con una fluidez imperfecta. Como vengo haciendo desde hace treinta años, cada día aprendo un poco más. Me pongo en situaciones que desafían mi lengua, mi oído, mi boca, mi alma. No doy nada por sentado. Presto atención no sólo a lo que se dice, sino también a cómo se dice. Este yoga lingüístico se ha colado en mi forma de escribir y hablar mi lengua materna. Algunas frases de este ensayo se escribieron primero en español y otras en inglés. Mis ideas nacen en los dos idiomas.

En fin, soy una lengua de dos lenguas. Una trujamana, socia de ese antiguo e informal gremio de intérpretes-diplomáticos. Intento explicar a los editores norteamericanos por qué deberían preocuparse por los autores hispanos cuyas obras traduzco. Intento explicar a los agentes y editores hispanos por qué una novela que creen que carece de interés a los estadounidenses sí nos interesará. Aclaro mis pensamientos decantándolos primero por el filtro de un idioma y luego por el otro, como el café sale claro y fuerte por la colaboración del agua, el papel y el grano. Mis dos lenguas se informan, se cuestionan y se ayudan mutuamente. Juntas, me enseñan lo que quiero decir.

Llego a hablar un castellano único que brota de las circunstancias y accidentes de mi vida. El español me cala hondo. Va penetrándome cada vez más, como la lenta extensión de las raíces en la tierra. Me transforma sutilmente como el agua esculpe las piedras, como los amantes hacen. Anhelan la compenetración, el intercambio de saliva, semen y moléculas como si quisieran desafiar a su adn a resistir el asalto. En la verdadera pasión y en el arte siempre existe el riesgo de la aniquilación de uno mismo. Virginia Woolf, Sylvia Plath y Frida Kahlo lo sabían.

Soy una lengua y con todo orgullo: una sinécdoque andante, dinámica, inestable y siempre renovada.

Mis estudiantes suelen tener una meta específica cuando se presentan en mi aula para aprender el español: viajar, curar, llevarse bien con la familia de su pareja. Sin embargo, el objetivo del estudio se hace móvil en relación con el grado de penetración de la lengua en el alma del alumno. Yo quería leer unas cartas de amor, luego el español fue mi balsa salvavidas. Mi ambición creció. Ahora me dedico al trabajo radical y subversivo de hacer que las historias crucen fronteras.

Poco a poco, empiezo a contar mis propias historias con estas palabras prestadas. ¿Prestadas? Sí, porque el amado jamás es completamente nuestro. Mis dos idiomas son muy amigos. Juntos, me animan a decir, a declarar, a indagar. Permiten que nuevas ideas fluyan por sus cauces entrelazados, produciendo inspiraciones únicas. Me forman y me informan. Respiro, pienso, tuiteo, escribo, canto y amo en dos lenguajes por medio de una sola lengua. La mía. Aquí les cuento su historia.

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