La carne envuelta

Myriam Moscona

(Ciudad de México, 1955). Su libro más reciente es León de Lidia (Tusquets, 2022).

A la sombra de un árbol en Cuernavaca, un comensal, a quien no conocía, contó una historia familiar. Dejé la cuchara recargada en el plato y le dediqué toda mi atención. Y eso que el halasle, la sopa húngara más popular después del goulash, me gritaba desde la olla. Soplaba el viento. La historia era sobre un tío, hermano de su madre, al que, en mi relato, llamaré Doro. Vivía en Budapest. Tendría unos veinticuatro años cuando desapareció. La madre, en su absoluta desesperación, tuvo que ir a la puerta de una familia nazi, a quien por distintos y sinuosos caminos, fue a dar. Su amiga del alma encontró la forma de contactarla con ellos. Estaba convencida de que, pese a los riegos, ellos podrían ayudarle. Pobre mujer. Sentía náuseas de tener frente a sus ojos esos rostros desabridos, con sonrisas de tan poca monta.

Cambió su identidad, construyó mentalmente un pasado falso, se animó a expresar sus afinidades con el partido en el poder, practicó alabanzas a la atinada intervención alemana en su amado país. Era necesaria. Poco a poco, fue acercándose a lo suyo.  Les dijo que no lo tomaran a mal, que un pariente lejano había tenido el mal gusto de enamorarse de una mujer judía y que, por vergonzoso que resultara, quería decir la verdad. Ella, que separaba los cárnicos de los lácteos, que encendía las velas del sábado, que se dedicaba a asistir a las familias pobres de su vecindad, que, pasara lo que pasara, su fe siempre permanecía intacta. Les dijo sentir rechazo por esa herencia, se persignó. A cambio, dijo, era una ciudadana consciente de su identidad, de su condición de madre y esposa húngara, un país que no tenía por qué tolerar poblaciones ajenas, con usureros que se beneficiaban de una condición que no era la suya. Por dentro, recitaba el Shemá Israel.

Les explicó que estaba buscando a un familiar, que su madre estaba desesperada creyendo que podían haberlo confundido con un judío cualquiera. No lo era, dijo sin titubear. El joven había salido a principios de noviembre de ese mismo año (1944). Se dirigía a un puesto de trabajo en el mercado más conocido de Pest. Nunca volvió. El muchacho pertenecía a una familia católica, como la de ella, decente, bien acomodada, pero, es verdad, venía de ese linaje manchado con sangre impura. Que ella les viviría agradecida. Había preparado unas galletas. No sabía en qué momento ofrecerlas. No, no se atrevía. De pronto le pareció que podría transmitirles una especie de humildad que de ningún modo convenía ante el juicio de esa familia pudiente. Ellos fueron distantes y amables, la hicieron sentarse en el salón con pinturas de la familia, todas enmarcadas en flores y hojas doradas. Había allí un militar, su mujer, su prole y, luego, unas fotografías más recientes de ellos, sus anfitriones, herederos de una fortuna y de una visión del mundo que le producía arcadas. Sus años como actriz en el Teatro Nacional de Budapest le sirvieron en ese momento. Se decía a sí misma que estaba representando una obra de teatro, que tenía que actuar de la forma más natural y convincente. Ellos tomaron nota y le pidieron volver en unos días. ¿La investigarían primero? No le preguntaron su dirección. La citaron para el próximo viernes. Ella usó un nombre falso, llevaba una credencial que su compañera de banca le había prestado. Siempre, desde niñas, les dijeron que eran idénticas y aunque habían crecido ya de forma diferenciada, seguían teniendo rasgos en común. Su amiga era la persona más solidaria que había conocido en su vida. Se hablaba de hazañas que en ese momento el comensal no detalló, pero nos hizo saber que merecía ser Justa entre las naciones, una distinción que hasta la fecha otorga el Museo Yad Vashem, de Jerusalén, a quienes, de forma desinteresada, salvaron vidas durante los tiempos de persecución y muerte.

El narrador abría demasiados paréntesis. Yo sentía una urgencia de saber el final. ¿Había encontrado al joven? ¿Lo habían asesinado? La familia nazi ¿descubrió las mentiras de la mujer desesperada, se enteró de que era la madre y no sólo familiar?

Yo recordaba perfectamente que los fascistas gozaban de un apoyo real, popular, en Hungría. El gobierno del regente Horthy tenía un pacto de cooperación con Alemania, promulgó leyes antisemitas y reclutó a más de cien mil varones judíos en batallones de trabajos forzados para el ejército.

En octubre de 1944, al apoderarse del gobierno, el Partido de la Cruz Flechada se encargó de que miles de judíos de Budapest fueran ultimados a orillas del Danubio. En total fueron asesinados más de medio millón de judíos en los territorios controlados por Hungría durante la guerra. ¿Doro se había convertido en una estadística? ¿La madre y el resto de su familia escaparían de esa realidad? La respuesta a la última pregunta es un rotundo sí, gracias a aquella amiga que arriesgó el pellejo por ayudarles.

De hecho, todo estaba listo para que la familia pudiera huir. Tenían ya los documentos, pero ella, la madre, no se iría jamás antes de saber si Doro había sido asesinado. Prefería la muerte. Dos días después de aquella visita desesperada, su amiga, la mujer más solidaria de Hungría, con la cabeza atada en una pañoleta, salió hacia la carnicería. Pidió al carnicero setecientos cincuenta gramos de ternera. El hombre la despachó de inmediato. Envolvió la carne troceada en un pedazo de periódico. Al llegar a casa abrió el paquete, echó la carne al agua hirviendo, añadió un buen chorro de aceite y unas cebollas. De pronto, notó que en esa hoja de prensa había una fotografía inquietante. Costaba distinguirlo bien. Sintió una especie de desmayo. Fue con el papel periódico, manchado de la carne fresca, temblando, hacia su amiga. Se echaron a llorar. El rostro de Doro estaba allí, era él.

Así se enteró de que su hijo estaba vivo: en una hoja de papel periódico que envolvía setecientos cincuenta gramos de carne de ternera.

Cuando volví en mí, todos habían terminado. Noté que todas las miradas se dirigían a mi sopa fría.

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