La gallina de Róber / Miguel Bayón

i

«Tantos años después y me sigue viniendo la pregunta de qué pensaba él en aquel momento», suspiró Flora Ibáñez. «Allí plantado en la esquina frente al edificio de Altamirano, con las ganas en los pies de correr ya mismito al portal, subir las escaleras y llamar como loco al timbre del segundo piso, su casa, su casa; pero tragándose las ganas visto que no podía fiarse de nada: ahí a un paso, como aviso, las barricadas en cada cruce de calles que como la nuestra bajaban al Parque del Oeste y a saber qué sospechas levantaba quieto en la esquina, y sobre todo la duda de que en el piso estuviera Lucas y todo acabase con un pistolón apuntando al hijo pródigo salido de zona fascista al cabo de todos los años de guerra, vestido de civil y sin ropas llamativas, pero de repente aquí en Madrid, Barcelona caída un mes largo antes, y él ahora en un Madrid que esta vez sí estaba a punto de rendirse a no ser que los de Lucas pararan las intenciones del coronel Casado de claudicar ante Franco y de confiar en que los facciosos perdonaran luego a la gente, lo cual mi madre y yo misma, como tantísimos otros, queríamos creer pero sin ser capaces de creerlo».
El periodista llevaba unos días hablando con Flora, a ratos en su pisito de Emilio Muñoz, a ratos en el Carlejo, bar de solventes tapas y tremenda reverberación de ruidos pero que a Flora le gustaba porque del oído andaba mejor que el periodista. «Si las bombas de Franco no me dejaron sorda…», comentó el primer día allí. A Flora se le daba coquetear con su edad, ochenta y seis le parecían haber subido un everés y además estaba a punto de ver entrar en un par de eneros el siglo xxi. No le hacía mucha gracia el esfuerzo de acordarse ante un periodista de según qué cosas, pero encontró pronto la justificación para contar, y fue que su familia materna, tirando a anarquista, había venerado siempre la Historia y que la Historia «no habla de la gente pequeña, precisamente las grandes víctimas». Así que accedió a acordarse, incluso partiendo de antes de estallar la guerra, un lustro, cuando la muerte del padre había obligado a su madre a luchar cada minuto en bien de Florita, con catorce años, y de un ventiañero que salía abanto y se juntaba con a saber quién, Róber.

ii
A saber cuánto tiempo llevaba aquel día de marzo Róber en la esquina dudando, pero Flora, pasmada, no atinó a preguntárselo cuando él se le echó encima a dos pasos del portal según ella llegaba a todo correr con el miedo en el cuerpo, abrazada la sagrada botella de aceite y bajo el eco de aquellos siete tiros, que los contó, disparados en las cercanías, y alrededor mujeres que como ella iban o venían cargadas con algún milagroso atadijo se metían en portales o vanos y de inmediato volvían a correr otro trecho con el corazón hecho un guiñapo y casi gritando por favor que acabe todo esto ya, que entren y que el mundo se hunda pero que acabe ya. Así, cuando chocó con Róber no estaba ella para reconocerle, y para colmo Róber llevaba barba sucia de días aunque no iba mal vestido, pero era otro, muy otro al hermano que tres años antes (¡tres siglos!) había colgado, pretextando el verano, las oposiciones a Correos y se había ido de holganza al norte, dijo en casa que a Navarra y a los toros, y a ella, su hermanita querida, le confesó con un guiño que tenía plan con una francesa, o belga, Flora se ríe de no acordarse, y añadió el pillo que en septiembre ya habría tiempo de pringar con la geografía postal y de aprenderse si el nocturno de Cáceres va por N. Mata, que es Navalmoral de la Mata.
«Pero ¿eres tú, Róber? Róber, ¿qué haces aquí?», fue a gritar o gritaba ella, y él la arrastró a la esquina donde había estado guarecido y allí a borbotones se escupieron un millón de noticias. Él quiso saber de la madre y de la abuela, ella le respondió que si Lucas aparecía le hacía detener por quintacolumnista, él dijo que mejor no entraba en detalle de qué hacía en Madrid y que tenía que ver a personas dentro y que a Madrid le faltaba un suspiro para caer y que Lucas ya podía irse a su tierra italiana igual que había aparecido, sería después de Asturias o por ahí, apareció el muy Lucca buscándose la vida por España y engatusó a la viuda de Ibáñez. Pero Flora no quería hablar más de Lucas, y sin preparativo alguno le contó a Róber que la abuela había muerto el mismo día que explotó el polvorín de Torrijos y él se quedó con cara turulata y ella tuvo que aclararle: «Pues si no sabes lo de la explosión en los túneles del Metro, en cualquier conversación te pillan, menudo espía». Y luego hablaron de la madre, sí, delgada, amarilla, pero bien en general, y Róber casi se fue al portal pero ella le paró mencionando de nuevo a Lucas, nunca se sabía cuándo se personaba, no podía ya hablarse de una relación real de Lucas con la madre pero Flora les había oído discutir cien veces de qué harían si Madrid estaba al caer y Lucas quería que ellas dos se largaran a Valencia o Alicante porque además con los facciosos llegaría el dueño de la casa a poner la bota encima pero la madre le dijo a Lucas que ellas no se movían y que si él tenía que salvarse que se fuera y él se ponía hecho una fiera pero luego, más aplacado, intentaba razonar que a ellas los facciosos no las harían nada, comunista sólo era él; quería convencerse, él que siempre avisaba que Franco no perdonaría nada, a nadie.
Sonó otro par de tiros y los de la barricada de más abajo se arremolinaron contra los sacos y aprestaron las escopetas, aunque ya nadie sabía si se disparaba desde Moncloa o la Casa de Campo o las balas venían de la ciudad. A toda prisa Flora y su hermano combinaron, para días venideros, que ella colgaría una toalla en el balcón si Lucas no paraba en casa, y entonces Róber podría subir. «Y os traeré mi regalo», hizo él por sonreír, «que lo llevo toda la guerra a cuestas y diciéndome un millón de veces: Cuando se lo dé, será que es el fin de la guerra». «Huy, qué misterios, espía», dijo ella, le dio un beso y pensó mientras le veía irse hacia Princesa: «Ojalá no se haya hecho un asesino», y luego le dio vergüenza pensar algo así pero siguió pensándolo, y temblando, mientras intentaba respirar al pie de la escalera que ojalá Róber subiera mañana mismo a zancadas.

iii
Un par de días más tarde el reclamo de la toalla precipitó a Róber al piso y allí fue un cafarnaún de abrazos y lágrimas. Flora, aunque arrastrada por la emoción, pudo ahormar mejor que la madre el volcán de preguntas que a todos brotaba de las tripas y, mientras confusamente recogía de manos del hermano («No, mi regalo no es esto, esto es para que os apañéis») unas cuantas pesetas de Franco y le replicaba que todo Madrid sabía por la radio de Burgos que los vencedores sólo respetarían determinadas series de billetes republicanos, logró que Róber empezase y no terminara de contar una docena de aventuras, y él, como quien de pronto vomita una confesión que no cabe en el alma, repetía que había soñado con traer como regalo una gallina confiscada, bueno, robada en Teruel, pero que ahora la gallina seguía tras las líneas porque no era tan fácil volver a salir de Madrid y además había tareas a las que estaba obligado aquí dentro, aunque no falta mucho para que os la traiga y podamos comérnosla, prometido, entonces será de verdad que esta guerra maldita ha terminado, la gallina será la guinda, el cerrojazo. Será mi victoria, mi paz, la de la familia Ibáñez Fernández, comernos la gallina, será como comulgar pero que no me oigan los míos.
Estaba visto que, ni con la paz asomando al fin, había forma de dejar de hablar de comida; se llevaba años hablando de comida en Madrid, y rara era la salida que cualquier mujer hacía de casa que no fuese para agenciarse víveres, porque por ejemplo llegaba el rumor de que había leche en tal sitio y luego quedaba desmentido pero aparecía alguien que contaba de otro rincón y otro manjar, y así siempre. De modo que, oyendo a Róber prometer solemnemente la gallina, madre y hermana le contaron de la vez cuando los aviones de Franco en vez de bombas tiraron pan, aunque ninguna de las dos lo había vivido pero sí un par de vecinas del barrio que se hicieron con pedazos de chusco recios como ladrillos.
Ahí el periodista, cautivo del ansia de saber, preguntó a Flora (estaban en el Carlejo y qué aromas) si tal bombardeo había causado bajas. Ella creyó recordar que hubo chistes de variado pelaje: quienes Lucas llamaría derrotistas proclamaron que, ya sin el Gobierno y sin emboscados en la ciudad, la población tocaría a más corteza; y quienes se empecinaban en rechazar toda componenda de bandera blanca o blanquecina afirmaron que los chuscos pétreos bien podrían valer de parapeto o munición. Pero la Flora anciana ensombreció la mirada pues recordaba cómo su madre había hablado comprensivamente de que la gente se pegara por atrapar los panes pero también había añadido con la voz rota que esos vencedores mostraban a las claras lo que querían: que del alma de la gente aflorase lo peorcito, hacer indignas a las personas, eso era el fascismo, mismamente desprecio. La madre, añadió Flora, ya no podía más al ver que su vida con Lucas estaba quebrada, pero se sabía sin coraje para, caso de volverle a ver, decirle que su postura de aguantar era suicida: lo era, pero también era dignidad y eso ella no podría rebatirlo. Igual que tampoco podía reprochar a su hijo, ahora que le tenía delante, tan hombre, tan mal rasurado, tampoco iba a afearle que se hubiese convertido en enlace de los fascistas, porque el chico estaba tan radiante de haber vuelto y sólo hablaba de traer la gallina, ese final de la guerra. «Pero los tuyos se vengarán, no habrá final», dijo la madre. Y Róber fue a decir algo, pero se calló. Se calló.

iv
«Y no le volvimos a ver hasta más o menos una semana después, cuando ya Madrid quedó en manos de la Junta de Casado», dice Flora. «Días y noches de espanto, oyendo tiros por todas partes, y una madrugada, muy clarito, la orden de una patrulla, parecía más arriba, hacia Tutor, “Contra la pared manos arriba, ¿de quién eres, de Negrín o de Casado?”, y la respuesta no se oye, pero sí el tiro, seco, y en cuanto amanece la madre se asoma despacio al balcón y no me deja salir. “Un viejo cualquiera, muerto”, dice, “gente mirando”. Y ella y yo sabemos que Lucas estará por ahí ladrando esa pregunta para matar o no, o se la estarán ladrando a él. Lo pensamos sin decirlo, pero se nos oye pensarlo, se oye igual que ese tiro, que todos los tiros. Tiros entre compañeros republicanos. Lo peorcito que sale de dentro. Una semana así».
Pero al fin las tropas de Casado y de Mera ya lo tenían todo tomado, en las barricadas soldados con buen mosquetón decían que los facciosos habían parado las operaciones por la parte de Guadalajara para que Mera pudiese meter su gente en Madrid y la Junta vérselas con los comunistas. «Seguíamos sin noticias de Lucas, y cuando mi toalla trajo de nuevo a Róber, él sólo pudo decirnos que intentaría saber de los comunistas, se entiende que detenidos… o muertos. Y venía sin gallina. “Es cuestión de días que entremos. En la trinchera los amigos me la guardan. En cuanto Casado y Besteiro se avengan a lo inevitable, de un salto me la traigo”.
»Todo eran rumores, sólo había rumores. Que si gente de la Junta hablaba ya en Burgos con Franco, que si entrarían y respetarían la vida de todos los que no hubieran cometido delitos, qué delitos, qué vidas, nadie sabía nada. Hasta que Besteiro, por radio, dijo que los madrileños salieran a recibir a las tropas de Franco. Nos asomamos y poco a poco hubo movimiento en la calle, corrillos, pero nadie bajaba al parque aunque los soldados de la barricada se habían hecho a un lado, incluso habían quitado un poco de parapeto, como invitando a salir o a entrar. Voces en la acera gritaron que estallaban minas en tierra de nadie, otros replicaron que las estaban quitando, que se podía andar a Moncloa. Allá que nos fuimos. Había muchos por el mismo rumbo, pero sin aventurarse muy lejos, quietos mirando. Y de pronto nos dimos cuenta de que entre el gentío venían uniformes de Franco, parejas o tríos de soldados que fusil al hombro enfilaban hacia el Campo de las Calaveras y la Glorieta de Bilbao, iban con cierta desconfianza pero incluso empezaban a saludar a los que les veían desde el bordillo».
Al caer la tarde llegó Róber, haciendo por sonreír pero con algo fúnebre dentro. No tardó en soltarlo: en la trinchera se le habían zampado la gallina. Y, como le dijeron bien jumados: «Hombre, no te amostaces, ¿qué vas a hacer?, ¿fusilarnos? Son días grandes, los más grandes». «Madre y yo le oíamos y no sabíamos si chancearnos o hacerle carantoñas, había que ver la cara que traía, realmente lo de la gallina era su pica en Flandes; o, como llegó él a decir tiempo después, una de tantas veces que le cogía la morriña: el fracaso con la gallina había sido su Guaterlú».

v
Los primeros días sin guerra las mujeres de la familia Ibáñez Fernández ni respiraban. Mucho himno y desplante en la calle, pero también ese silencio. «Un silencio de miles de silencios, como una roña que pringaba, lo pringaba todo, había que saber oírlo, pero si lo oías callabas y era para siempre. Y ocurría que Róber, tras ganar la guerra, no bailaba la jota. Casi parecía que lo de la gallina le hubiese echado encima una gravedad de hombre, no sé, un desengaño; ya no me hacía confidencias, yo había dejado de ser su hermanita inocente. No celebró ninguna victoria; tenía como prisa por respirar una paz que no se olía por ninguna parte pero él quería soñar con ella. Se movió por todos los sitios en busca de Lucas: la madre le veía hacer de tripas corazón, porque ahora, con una guerra por en medio, la tirria que Róber sintió siempre por ese que se metía con la madre en la alcoba ya no había por qué ocultarla, y sin embargo, por cariño a la familia, Róber hizo lo imposible por encontrar al comunista. Lo encontró muerto, es decir, le dieron esa razón, y tuvo mucho tacto al decírnoslo, pero hay palabras que ni con tacto ni con nada, se dicen o no, y es forzoso decirlas; dijo, a saber, que había muerto en los choques de Casado, parece que por los Altos del Hipódromo, pero a mí siempre me quedó el resquemor de que le habían matado los falangistas victoriosos».
Flora miró de pronto al periodista como quien topa en Cádiz con un japonés que le habla en gallego. ¿Qué hace éste aquí, qué hago yo contándole, qué va a entender?, eso decía la mirada. Pero decidió seguir. «El dolor de mi madre», dijo, «eso no hay quien lo imagine. Yo lo sentía de lleno, porque para eso habíamos vivido juntas lo no dicho. Lucas había entrado en nuestra vida cuando yo, tan colegiala, no tenía motivo para recibirle de uñas, aunque me desconcertó y nunca le quise ni le dejé ocupar un milímetro de mi padre; Róber, que por edad era mucho más huérfano, no le pudo tragar porque Lucas era el intruso, tan heroico, tan firme, pero tan intruso. Y ahora, al saber que una bala, o diez, le habían segado, podía yo meterme en la piel de madre y simplemente no quitarme de su lado; pero para Róber aquella ejecución fue darse cuenta de que la guerra era infinita y aniquilaba así a la madre, nos aniquilaba a todos, vencedores o no, la guerra era brutalidad, inquina, era la venganza, la impotencia para soportar todo aquello. Y ahí a Róber le salió de dentro, arañándole amargo, el hombre que llevaba metido, y decidió defendernos, dedicarse a defendernos pasara lo que pasase».

vi
Pasó todo lo que tenía que pasar. Róber era vencedor, pero sólo uno de tantos y sin carné de nada. El dueño del piso tocó las teclas precisas, y la familia fue a la calle. Sobrevivieron, qué remedio. Róber se desvivió en buscar maneras de capear el temporal, y las mujeres de sobra comprendían que si no llega a ser por él no habrían podido esquivar lo peor del infierno. Pero las porfías de Róber no gustaban mucho por las montañas nevadas, y se le sugirió, serían las banderas al viento, irse a la División Azul, que eso serviría de trampolín. Aunque, a la hora de la verdad, tampoco le alistaron. «Me miran con retintín», decía él, «saben de qué pie cojeabais y me consideran de la familia, y yo eso no se lo voy a negar». Cuando fue evidente que el camino a Rusia no era para él, la madre le acarició y se pitorreaba: «Mejor, hijo; que tú eras capaz de volver de Moscú con un oso, o lo que por allí tengan». Recordar ante el periodista esa salida de la madre, tantos años después, le hacía saltar las lágrimas a Flora; pero se la veía feliz de acordarse. Aunque el periodista era, sí, como un japonés.

Epílogo
He aquí el viaje del periodista a Flora: de niño conoció a Roberto Ibáñez, que llevaba alguna contabilidad para Galerías Cascorro, tienda de antigüedades que la familia del futuro periodista tenía en el Rastro; pero esa ocupación de contable la identificó ya en la madurez, cuando el padre le relató sobre la guerra y los años cincuenta y le habló de aquellas charlas, exposiciones y recitales que se celebraban en el sótano del comercio (García Sanchiz, Fermín Santos, Trenas, Duyos, Gabriela Ortega…), y coligieron ambos que más bien el periodista se acordaría un poco de Ibáñez (muerto con menos de sesenta tacos, mientras el periodista acababa la carrera y estrenaba el gustazo de echarse a perder) porque, tras detectar Ibáñez un lío de letras protestadas que al fin se reveló como estafa fatal para la tienda, hubo que vaciar ante la amenaza de embargo el piso paterno, y ahí Ibáñez echó una mano y bromeando con los críos metía muebles y cachivaches al piso de enfrente, el de doña Pilar y su hija, por cierto rojas, la hija incluso miliciana y madre soltera. En algún interrogatorio del periodista a su padre en los años noventa, éste recordó de refilón la tabarra que Ibáñez daba siempre con lo de la gallina, y pudo localizar a Flora. El periodista, ante la mención gallinácea, se acordó de que, para unos reportajes en los ochenta, una amiga le habló de su padre, Ignacio Díez, que había cargado con una gallina buena parte de la contienda hasta dársela a su madre, y el periodista había pensado entonces que la cosa daba para un guion pero no se internó en ello. Quince años después, con la historia de Róber y su gallina a cuestas, volvió a sentir la tentación de narración belicoavícola, pero un insólito buen sentido le trajo a colación la maestría de Azcona y Berlanga en «La vaquilla»: bien zanjada estaba la vía zoológica.

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