La enseñanza de los extraños / Erick Vázquez

Al ver una película de Frank Capra recordé una escena que con el paso de los años no he terminado de comprender, y que parece concentrar un misterio cuando menos doble: viajaba en un tren con un libro que no leía y miraba por la ventana, subió a mi compartimento un hombre cargado de años y se sentó a comer su lonche con indiferencia forzada. Subió después un joven y saludó; su saludo no encontró respuesta y el silencio y un tanto el mal humor permanecieron entre nosotros durante algún tiempo. Uno empezó a hablar de lo inevitable (era la víspera de la guerra en Irak, había protestas en las calles y aún se temía la posibilidad de la bomba). Para el viejo no cabía duda, todo iba a terminar mal, y no importaba cuánto se protestara, no había nada que hacer contra los grandes poderes que toman las grandes decisiones, ante la maquinaria que gobierna nuestras vidas. El joven no estaba de acuerdo. Con coraje hablaba de una generación que ya no era la misma, y decía que no se podía uno quedar callado simplemente. Todas las palabras del joven se estrellaban contra el fatalismo del viejo como contra un costal de arena. Al final dijo que el cambio empezaba por uno mismo, y con eso el viejo le dio la razón, un tanto agotado, quizás avergonzado. Así volvieron al silencio hasta que llegaron la noche y el sueño.
     En la película de Capra llega un hombre al senado de los Estados Unidos. Él no lo sabe aún, pero ha llegado ahí por las maquinaciones de un empresario que ha comprado y extorsionado una fracción del cuerpo político con miras a la aprobación de un proyecto personal, y, en su error, ha confundido la ingenuidad del Sr. Smith con estupidez. Smith resulta ser un idealista consumado, enamorado de las historias de los padres fundadores. Descubre el juego y va a confrontar al senador Paine, antiguo amigo de su padre y a quien creía un modelo de principios inflexibles, para pedirle la verdad, para exigirle que le diga que las cosas no son como son. El senador Paine trata de explicarle la inutilidad de resistirse, que no tiene sentido luchar, que es aceptar el dinero e irse a casa o terminar destruido. Paine le dice las palabras terribles: Yo era tú a tu edad.
     La fórmula, lo terrible de esta fórmula, reside en la repetición de un pasado en un presente, y en el estatuto profético del tú serás yo. La irritación del joven en el tren, la desgarrada convicción del joven senador en la historia de Capra, son ambas la respuesta a la súbita revelación de esta posibilidad. La escena es la misma. Es una escena que se repite, que debe repetirse en muchos lugares desde hace mucho tiempo: un hombre viejo habla frente a su propia juventud repentinamente reflejada, que se resiste a hacerle eco. Un hombre se encuentra de pronto con alguien que se presenta como su futuro, que le asegura su derrota. ¿Qué se juega en esta escena? ¿Es ésta la historia del Padre y el Hijo? ¿De la Madre y la Hija? ¿Por qué va el hombre mayor a sentirse impulsado, como gobernado por una fuerza histórica, a tratar de destruir los sueños del joven? Un impulso que no parece exento de una cierta satisfacción, de una cierta vergüenza. Lo que conduce este impulso está fincado en la lógica de la identificación que gobierna tal encuentro. Uno de los pliegues de la identificación consiste en repetir los trazos que nos formaron, lo que nos ha hecho daño y lo que hemos amado; es difícil soslayar la violencia del mundo contra las ilusiones, y, pensando en la experiencia, la creemos en delante inexorable. Una ley inexpugnable. Como hemos sido decepcionados, debemos decepcionar. Pero, aún, la complejidad de esta escena sumamente común y casi minúscula se antoja infinita. En ella se concentra algo que seguramente va más allá de la herida en tanto choca con la otra posibilidad, la posibilidad de una profunda, inconmovible otredad, que sin embargo ha aceptado los términos, puesto que ha acusado de recibo, puesto que responde.
     ¿Qué clase de historia es ésta, de qué debe estar hecha, para que se repita en los diferentes lugares, en los distintos momentos? ¿Qué fuerzas se juegan en ella para que su condición sea la de la repetición, un eterno retorno? Por un lado, es evidente una cuestión política. Una tesis acerca de la participación de un individuo en el concurso de los poderes, una vez que se ha situado en un presente, un tiempo que le corresponde. Es una cuestión desesperadamente kantiana. Por un lado, la condición de vivir entre los otros, nada más y nada menos, el derecho a la búsqueda de la felicidad; por otro lado, un juego de reflejos del ser: tanto el joven como el viejo parecieran estar discutiendo consigo mismos, con sus fantasmas personales, que han acudido del pasado y del futuro para conjugarse en un presente absoluto, un momento crucial. ¿Es entonces una cuestión histórica, una lucha de fuerzas que los humanos representamos en nuestro turno, como en un teatro? Pues parece que la cuestión, desde que se repite en las generaciones y en las épocas, trasciende los individuos, trascendencia que acaso encuentre su habitación en el hecho de que los implicados en esta escena, esta escena que parece exclusivamente de dos, no sepan que están repitiendo, no parezcan estar conscientes de participar en la Vieja Historia del Mundo, así como los amantes en el primer instante del abrazo no se saben partícipes de una tradición prescrita y ya casi milenaria, y a pesar de no saberlo, a pesar de no conocer a ciencia cierta la naturaleza del amor y de la muerte, serán perfectamente capaces de amarse.
     Søren Kierkegaard hizo en 1843 una predicción, a saber: que el concepto de repetición habría de ser obligatorio para la filosofía moderna. Y así fue. Kierkegaard dice cosas extraordinarias sobre la repetición, dice que la dialéctica de la repetición es fácil, pues se repite aquello que ha sido, sin embargo, el hecho mismo de que algo ha sido hace de su repetición algo nuevo (1). La repetición es la condición de la diferencia. El eterno retorno no es una celda, no es una prisión perpetua, en la que estaríamos condenados a repetirnos sin descanso siempre en el punto de partida; muy por el contrario, el eterno retorno es la condición, dice Deleuze, de la libertad universal. Si la historia, personal o de los pueblos, fuese una flecha, una línea que ha empezado y terminará en un punto equidistante del presente, una línea con un principio y un fin únicos, no podríamos escapar del sinsentido. La repetición es la condición de la diferencia, porque cada vez que nosotros, jóvenes o viejos, corremos a encontrarnos con nuestro pasado por venir, tenemos la ocasión de ser una vez más. Esto es lo que afirman, asombrados ellos mismos, los sabios modernos. Kierkegaard llega a decir que la repetición es algo que debe procurarse, como en un experimento, como un arte de vivir, como una erótica. Busca hospedarse en la misma habitación cuando sale de viaje, busca la misma mesa en el mismo restaurante, asiste a los mismos espectáculos, en las mismas butacas. Entonces, Kierkegaard habla de una «repetición errónea». Una repetición que no es repetición. Una repetición de la que sólo resulta lo mismo. Extraordinariamente, Kierkegaard concluye que cuando algo se repite y resulta lo mismo de siempre, algo ha salido mal, pues la repetición es recordar el futuro. Kierkegaard resuelve el hecho de que los momentos clave de la existencia son repeticiones, conservando el misterio de que el destino está escrito arrojándolo hacia el futuro, donde es imposible de alcanzar, hasta que ya ha sucedido. Y aun la pequeña escena en el tren guarda una palabra que no deja de escapárseme —la literatura psicoanalítica no ayuda porque en términos de clínica se resume a una posición del sujeto frente a su deseo, y en términos trascendentales sólo se confirma que la historia es el poder—; acaso no la termino de entender porque me resisto a escuchar lo que en ella se sugiere, es decir, que no lo sabré hasta que el fantasma de mi pasado ya me haya alcanzado, y cuando llegue mi momento yo también estaré dispuesto a aplastar a mi juventud.
     Al despertar la mañana siguiente en el tren, el viejo ya se había ido. Nos acercábamos a Barcelona y el joven empezó a hablar, me habló con desprecio de los vestigios del franquismo que podían verse con claridad por la ventana, donde el paisaje urbano parecía correr en dirección opuesta a nosotros. Le pregunté si vivía en Barcelona y me dijo que no, le pregunté si tenía familia ahí y me respondió que sí, pero que no viajaba para visitar a su familia, que había hecho el viaje para visitar a sus amigos. Hablamos por un buen rato hasta que descendimos, nos despedimos, seguros de que no volveríamos a vernos.

() Repetition and Philosophical Crumbs, de Søren Kierkegaard, traducción de M.G. Piety (Oxford University Press, Estados Unidos, 2009). La traducción es mía.
 
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