La culpa de las revueltas

Antonio Ortuño

Este fragmento anómalo es parte del material que escribí a lo largo de los años que tardé en redondear El buscador de cabezas (Joaquín Mortiz, 2006), mi primera novela. Fue expulsado del manuscrito final, pese a su común origen, por simple economía: ninguno de los personajes de la novela aparece en él. Aun así, sostiene con el libro una misma tesitura estilística y una idea central: la violencia como horrible, pero frecuente, medio de relacionarse. Me parece que la brutalidad de lo que aquí se narra no se opaca —quizá es acentuada, en todo caso— por la estética caricaturesca.

A. O.

—¿De quién es la culpa de las revueltas? Pues de los revoltosos. Eso me parece cosa muy clara— afirmó con lógica irrebatible el pro- fesor Quintana, ante su salón de Matemáticas, días después del atentado contra la Torre de Comunicaciones.

Cuando los profesores y el comité de alumnos firmaron una petición para que se liberara a los arrestados en las represalias que había tomado el Gobierno —durante las que murieron cerca de setecientas personas y más de dos mil fueron a parar a prisión—, sólo Quintana y un grupo de trabajadores se rehusaron a hacerlo y, en cambio, firmaron un documento de apoyo a la Dirección de Seguridad —el secretario del director consideró que aquello no valía la pena de ser informado al jefe y resignó el papel a un archivero. La tarde de los hechos el profesor llegó caminando despaciosamente por los jardines de la facultad de Matemáticas. Era un hombre canoso y ventrudo, de piel rosada y dientes manchados por el tabaco. Depositó su gabardina en el perchero del aula y dejó el paraguas en el marco de la ventana. Luego de cerrar a tirones las cortinas y abandonar en el escritorio un par de voluminosos paquetes, accionó la luz eléctrica y cerró la puerta del salón. De vuelta al perchero, añadió el sombrerito gris a la gabardina. El montaje lo satisfizo.

Los estudiantes, un par de docenas, habían seguido sus movimientos girando los cuellos, como espectadores de un partido de tenis. El profesor retiró la silla del escritorio pero no la ocupó. Un estudiante con barbas y playera cuajada de consignas políticas tosió. Otros bostezaron.

—¿Maestro?— dijo una vocecilla.

El hombre se acomodó las gafas en la nariz.

—Señorita.

—Candy. Soy Candy. ¿Podríamos hacer la asamblea de alum- nos hoy? Sucede que ésta es la hora que elegimos, la de su clase. Bueno. Es que…

—¿Asamblea?— estalló Quintana. —Aquí nadie va a hacer asamblea.

Candy prefirió callar. El estudiante de barbas y otros más torcieron el gesto. Alguien tocó a la puerta sin excesiva convicción. La chapa no cedió. El profesor había cerrado con llave y la llave estaba en el bolsillo de su chaqueta.

—«No se abrirá la puerta a los alumnos que lleguen tarde»— citó Quintana, quien conocía de memoria artículos enteros del reglamento.

El barbón se puso de pie con insolencia, animado por los cuchi- cheos y señas de la clase.

—Maestro: el salón votó por hacer una asamblea y habrá asamblea.

—¿Sí? ¿Eso creen?— los ojos de Quintana bizqueaban detrás de las gafas. Llevó las manos a uno de los bultos que había de- positado en el escritorio y comenzó a rebuscar. El alumno, cuya credencial lo identificaría después como Pedro de la Rosa, de 22 años, levantó las manos en un amplio gesto de rechazo por lo que iba a pasar —aunque no sabía lo que, de hecho, iba a pasar.

—No nos recite el reglamento, maestro. Queremos organizarnos para protestar por los compañeros presos y no vamos a quedarnos en el salón.

—Afuera no hay nada. No hay nada— bufó Quintana.

Sacó el revólver del bolso con un movimiento cansino. Candy aulló al recibir el tiro. Cayó al suelo cubriéndose con las manos la cadera herida. El profesor apuntó a su cabeza, pero sólo logró acertar a otro de sus alumnos, un chico de gafas que se derrumbó de bruces, el pecho atravesado.

—No voy a leer el reglamento. Se acabó el reglamento.

Los alumnos corrieron al fondo del salón, aunque un par de ellos, llamados por el espíritu de la épica, le lanzaron al profesor sus reglas de cálculo a la cabeza. Otra bala, una que rasgó el ab- domen y salió por mitad de la espina, hizo retorcerse a Candy en el suelo. El chico de gafas comenzó a escupir sangre. El estudiante barbón, de pie todavía en el centro del salón, se puso a llorar.

Afuera la gente estaba agolpándose, intentaba echar la puerta abajo. Los disparos, uno y otro y otro, los habían congregado y ellos llamaban. Quintana apuntó a la puerta y disparó también. Tras las cortinas se escucharon gritos. Largos y agudos gritos.

Un teléfono móvil golpeó al profesor en la ceja, rasguñándole la cara. Apuntó sin mirar al intrépido tirador. El barbón, inocente del todo, fue herido. Candy, exánime en el piso, recibió las sal- picaduras de sangre de su compañero antes de que otro disparo la hiciera rebotar, como sacudida por una convulsión. En el escritorio había municiones de sobra. Una rubia se derrumbó con un quejido. Quintana avanzó hacia los chicos apeñuscados en el último rincón de la clase. En la puerta se escucharon varios golpes más. La chapa no cedía.

La Policía, por supuesto, se encontraba estacionada afuera de la escuela, en la lenta espera del fin de los disparos. El secretario había dado la orden de que nadie moviera un dedo mientras los muertos fueran estudiantes. Ya alguien se ocuparía de evitar que lincharan a Quintana.

La orden de intervenir tardaría media hora en llegar.

Uno de los agentes caminó a la esquina y compró un refresco. Alguien dejó de gritar.

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