La colorimetría del malestar

Renata Pérez Hernández

(Guadalajara, 1997). Artista escénica-visual y creadora. Actualmente tiene la beca del PECDA con el proyecto Cuerpo existencial.

Azul
 
Se esconden en sigilo. Flotando por la neblina aparecen y se disipan al sonar del alba. Nacen del temor a la muerte y deambulan entre los cuellos de las personas, colgando como accesorios invisibles. Pesan y se tambalean, van de un cuello al otro, sin discriminar. De forma arbitraria. Se deslizan uniformemente entre las vestiduras. Hasta encontrarse con el aire una vez más. 

Surcan los cielos en búsqueda de su nuevo hogar, el nuevo espacio de tormento. 

Se confunden con muchos males que se padecen. Dolores de cabeza, cansancio muscular, alergia al polvo. Uno nunca sabe cómo tomarán forma cuando entran en contacto con tu piel, cuando se deslizan por tu cuerpo. 

De tamaño variable y olor cambiante, se mueven ágilmente fuera de nuestra vista. Nos acompañan a cualquier ocasión y hacen acto de presencia entre sutiles cambios de humor. Tamborilean con nuestros pensamientos hasta quedarse uno con los ojos cerrados, se filtran por los poros y se sumergen en nuestra miseria. 

Hay algunos que cesan de ser nómadas al ser seducidos por un alma en particular. Aquella que les alimentará de múltiples vibraciones cambiantes, excitantes y conmovedoras. Aquélla con la que más resuenan. Con la que pueden mantener una misma forma por horas, y transformarse de forma sinérgica al moverse el sol de posición. 

Esos cuerpos acostumbrados a estos seres saben que algo les acompaña. Sin poder nombrarlo lo reconocen. Hay quien lo acepta y lo adapta, hay quien lo ignora a pesar de escucharlo deambular entre sus esquinas. 

Nombraré aquel espectro que percibo desde antaño. 

Es el color azul entremezclado con el negro. 

Es el que encuentra asilo entre mi pecho, ronda por mi cuello y duerme en mi cerebro. 



Amarillo

He querido sobrevivir toda mi vida. 

Entre podría ser y pudiese ser, merodeo trastabillando... ahogándome en la respiración. 

El aire se espesa y comienza a penetrar en la piel dejando mensajes de alerta por doquier. Una comezón invisible que se teletransporta de mis brazos a la punta de mis pies para después aparecer en mi cráneo y rodar, enredarse e inmiscuirse hasta toparse con mis lagrimales, secos y ardientes. 

Amaso y desfiguro el acomodo y el espacio entre mis dedos, encontrando esquinas de distracción dentro de mi ca(rca)sa-cuerpo. 

Mi sensibilidad se torna porosa, sin fronteras a la afectación; la contaminación sensorial se diluye entre mis venas: adrenalina encapsulada que no tardará en gritar para la huida hacia adentro; que huya, huya lejos, muy lejos del peligro inminente e ilusorio de la espera eterna del quizás.

La hiperrealidad del sonido internalizado aturde mi paz mientras los demás comen en silencio. Un silencio que grita y me indica en dónde hay espacio, en dónde hay aire y en dónde se descomponen lenta y viscosamente aquellos trozos de pan.

¿Qué recorrerá la piel de quien sobrevive sin saberlo? 

Sin saberlo a consciencia, ante esa consciencia amarga y amarillenta de quien sabe que el reloj no perdona tardanzas ni confusiones. Del tic tac, tac tac tac que taladra las sienes y juega con el tiempo.

¿Qué suena? ¿Qué dijo? ¿Qué quiso decir y omitió? ¿Qué dijo cuando quería realmente decir otra cosa? ¿Realmente esa otra cosa va en lugar de la cosa que fue? ¿Qué suena? ¿Cuándo va a acabar esa cosa que suena? ¿Cuándo comenzó a sonar esta otra cosa que interrumpe a la cosa que estaba esperando que se acabara? ¿Por qué no cesa? ¿Por qué estoy respirando así? ¿Respiraba antes de otra forma?

Silencio, agitación.

Tiempo pausado.

Tiempo que corre 

Tiempo que no me olvido

realmente nunca para.
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