(Minatitlán, Veracruz, 1965). En 2021, el Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro publicó su poemario más reciente, Función de Mandelbrot.
Un tal Francisco de Cárdenas, preso por bigamia en las cárceles secretas de la Inquisición de México, declaró ante el tribunal que oyó decir que un hombre de Autlán era brujo. Tal es la sencilla anécdota que detona El brujo de Autlán, de Antonio Alatorre.
El paratexto, concepto acuñado por Gerard Genette para cifrar el espacio que rodea el texto (su contexto, aunque no con el sentido de circunstancias externas que la crítica tradicionalmente da al término), y cuyo conjunto comprende títulos, subtítulos, prólogos o dedicatorias —entre otras partes de una obra «fuera del texto»—, es crucial en esta dirección de lectura; de ahí que las reseñas que recibió la publicación, acatando las trazas del autor —en el prólogo la designa «un pedacito de microhistoria», además de que la dedica a Luis González y González, a quien alude como el «santo patrono mayor» de esa disciplina—, sopesaran el opúsculo como «microhistoria», ya fuera para juzgarlo con amabilidad no exenta de condescendencia,[1] o bien para precisar a qué afluente de esa corriente pertenecía.[2] Y aunque tal ponderación sigue fielmente las señales del camino, lo cierto es que durante el curso se diseminan otros indicios que insinúan el verdadero carácter de la obra; indicios acaso menos visibles, al modo de esas migajas con que se marcan las sendas por sitios veleidosos:
Así como hay en el mundo muchos personajes en busca de autor, así en un archivo hay documentos en busca no sólo de un historiador que los aproveche, sino también —sobre todo, diría yo— de simples lectores que los disfruten.[3]
En la segunda parte, el rastro se acentúa:
Quienes hayan leído las páginas anteriores no lo habrán hecho, pues, como especialistas en estudios históricos, sino como simples lectores, esos que leen por leer, pudiendo hacer alguna otra cosa. Todo ser humano es aficionado a los cuentos.[4]
Y añade:
Quienes hayan llegado hasta aquí —quizá no muchos, quizá uno solo— estarán de acuerdo conmigo en que han leído un cuento, una pequeña novela picaresca.[5]
Como suele ocurrir precisamente en los cuentos, la llave que abre los secretos de las recámaras cuelga a la vista sin que nadie repare en su presencia. De ahí que los eruditos reseñistas se decantaran por la primera senda, la de la microhistoria, sin reparar en que el propio autor indicaba con burlona reticencia la clave de lectura. Para la adecuada recepción hermenéutica, propongo seguir esas guijas textuales y leer El brujo de Autlán como un relato eminentemente literario, aunque no fictivo.
Los espejos de la digresión
La primera pista es la mención de que en los archivos hay documentos en busca de lectores que los disfruten. En modo alguno hallazgo de Alatorre, este norte ha orientado a diversos escritores para apoyar sus ficciones; ya fuera como ardid narratológico —la figura del editor, tan privilegiada durante la época romántica, en especial en la literatura gótica—, o bien como sustento veredictivo —que se puede comprobar— de sus historias, por ejemplo en obras bien conocidas de Stendhal o de Leonardo Sciascia. Entre nosotros, quien mejor usufructuó el rico acervo novohispano fue Artemio de Valle Arizpe, el más ilustre de los colonialistas, corriente que incluyó entre sus cultores a Francisco Monterde, Julio Jiménez Rueda y Genaro Estrada. Al respecto, la lúgubre estampa poblada de espectros y torturas medievales con que nos representamos la época virreinal mucho debe a la morbosa sensibilidad de don Artemio, permeada ya al imaginario colectivo.
Tópicamente, Alatorre pudo elegir contar la historia de Marcos de Monroy, el brujo de Autlán, como una intriga primordialmente fictiva, sazonando los hechos pintorescos para salivación de los paladares estragados por los condimentos del folletón. Por el contrario, en vez de borrar las trazas, los referentes textuales, para embelesar al lector zurciendo dichos hilos en una trama sedeña, despojada de referencias, acotaciones e interrupciones que manifiestan su prosaico origen, prefiere una suerte de ficción posmoderna que, si bien retoma los sucesos esenciales del relato para contarlos de manera entretenida e irónica, nunca se aparta de la reflexión, pues esa voz narrativa va indicando alteraciones, intercalaciones, signos del marco, con lo que se acentúa la distancia entre la narración y el lector.
La causa dura diez años; el periodo se segmenta en cinco etapas. En la primera (1699) nos enteramos, a través de las imputaciones del bígamo Cárdenas, quien detona todo el proceso, de que Marcos conocía cosas ocultas —como la fecha del arribo de la flota a Veracruz—, recurría a la invocación mágica «fuego, mar y tierra, ayúdame como puedes», curaba enfermedades —o al menos presumía de ello— y propiciaba adulterios. La segunda etapa (1700-1701) se concentra en la declaración de la adúltera, Ana de Contreras, quien folgó con el chismoso Cárdenas, y en los testimonios de tres españoles que ratifican los afanes de Marcos como curandero. La tercera etapa (1701-1705) comprende las declaraciones de trece mujeres, quienes corroboran, si no la veracidad de la brujería de Marcos, al menos sí sus alardes, sus fanfarronadas y sus insinuaciones procaces. La calificación de los inquisidores de las confesiones previas constituye la cuarta etapa (1705-1708), mientras que en la quinta y última (1708-1709) se confirman éstas y se trasmite la orden de aprehensión —que
no se consumó, pues el pícaro había muerto el 22 de julio de 1706—. Efectuado el sumario de la composición, cabe añadir que cada parte implica un relato primario: el del narrador identificado como el autor, que, para comprobar sus afirmaciones, transcribe extractos de las fuentes siguiendo el método crítico, lo que representa, en rigor, un segundo discurso. Hay pues, en principio, dos relatos: uno indirecto, otro directo. Y para complicar aun más la gradación, en el relato primario se efectúan acotaciones entre paréntesis mediante las que el narrador efectúa observaciones diversas que compendian desde la técnica del interrogatorio inquisitorial hasta los comentarios socarrones a las maniobras de Marcos:
(Es natural que Marcos le haya pedido a Micaela secreto absoluto en cuanto a su método de curar hinchazones de garganta).[6]
Aludí al paratexto como un concepto útil para enfrentar este texto arisco. Más allá de los detalles significativos del prólogo y la dedicatoria, la importancia de esa noción teórica convertida en recurso narrativo reside en que El brujo de Autlán no es únicamente el relato tejido por Alatorre, como se tiende a considerarlo, sino igualmente el «Breve comentario» que constituye la segunda parte, y el «Apéndice documental», que cierra. La obra está rodeada, entonces, de paratextos, que además exigen su ponderación como partes integrantes de la textualidad, no ajenas. Ratificando esta condición, las notas a pie de página, otro elemento paratextual, se convierten en relevantes. Con este recurso, el narrador primario, reconocible, según dijimos, como «el autor», va sazonando la exposición con glosas tan variopintas como los hábitos lingüísticos de los testigos, los orígenes o étimos de una palabra, las distancias de trayecto entre los pueblos mencionados, resaltando detalles que de otro modo no percibiríamos —así, el hecho de que una esclava sepa firmar cuando la mayoría de declarantes, mujeres libres, no lo sabe—. Tan importante es esta función paratextual que la recepción del volumen asequible se detiene precisamente en las aportaciones a los estudios sociales, sea en torno a las mezclas raciales —o castas— que señala al paso, en ocasiones enmendando la plana o la entrada de los diccionarios —por ejemplo al referir la definición de «coyote» y contrastarla con su ilustración en los populares cuadros de las castas—; los usos lingüísticos —apuntes tanto sobre las variedades dialectales del castellano como de las lenguas indígenas que se hablaban—; las indicaciones geográficas y los apuntes de las ideologías y los imaginarios constitutivos. Es decir, mientras a nivel textual sucede una narración, la de Marcos de Monroy, encantador de imaginarios, por los márgenes discurre otra corriente, la de las intercalaciones, acotaciones, correcciones; en resumen, la otra historia que se lee entre líneas. Siguiendo el hilo de la metáfora textil devenida textual, el zurcido no busca la invisibilidad; por el contrario, expone las costuras y, sobre todo, enseña el dobladillo al calce de la página pierna. Recurso de la valenciana.
Advertir los diversos estratos de la composición nos permite reconocer sus estrategias posmodernas. Excluyendo la ascendencia veredictiva —la causa se encuentra en el Archivo General de la Nación y el expediente puede consultarse—, el texto es afín a piezas emblemáticas de la posmodernidad literaria de Hispanoamérica. La imbricación de voces recuerda las técnicas favoritas de acercamiento y conciencia de los niveles con que Sergio Pitol configuró sus obras más señeras; particularmente, la complejidad de las focalizaciones recuerda a Asimetría. La función de las notas, por su parte, evoca a un Jorge Luis Borges o un Ricardo Piglia. No se me escapa, por supuesto, que esas apostillas son propias de la profesión primordial de Alatorre, filólogo, y también de la secundaria, el magisterio. Explicar mediante calas discursivas caracteriza a comentaristas y expositores, lo cual no impide que estas desviaciones terminen por afectar la naturaleza retórica del discurso, complicando la continuidad. Y ése es, me parece, el propósito de las continuas intromisiones y glosas: trastornar la andadura del relato, aderezar lo que de otra manera quedaría en una exposición llana, acaso más atractiva para lectores dóciles, pero ciertamente menos relevante. Asistimos a una suerte de dramática del discurso donde, señalando las presencias invisibles —las trazas lingüísticas, los hábitos y las costumbres, las omisiones en la transcripción, y la exhibición, por el contrario, de lo que es tópico, como las fórmulas anquilosadas del informe—, se reconfiguran e imbrican otros textos, siempre presentes en la génesis literaria, pero a menudo obliterados, disimulados, ocultos. El comentarista se convierte en un personaje, una figura discursiva más, y es gracias a ello que advertimos los conflictos, las exclusiones, las incoherencias, no únicamente en las declaraciones, sino también en el registro, como las omisiones del copista, o la errónea escritura del nombre de la mujer de Marcos en la foja 3; o incluso sobre su inscripción física: se indica que los datos de cierto párrafo del documento 34 «están desparramados en una serie de apostillas escritas en los espacios libres de la petición del fiscal».[7] Para una cabal comprensión, cabría efectuar una clasificación de las anotaciones y acotaciones; muchas son propias de la filología —definición de términos, orígenes del vocablo, arqueología de su uso, observaciones léxicas, apuntes acerca de la evolución del español y su dicción a finales del siglo xvii, corrección de descuidos en nombres y fechas consignados en los documentos—; otras son reparos contextuales, distintivos de los estudios sociales —datos históricos, etnográficos, geográficos, etcétera—, mientras que algunas son cotillas, más que apostillas: chisme puro, vamos, como inferir los celos de un marido, los adulterios de las vecinas de Autlán, la represión femenina y su insatisfacción sexual, los trucos seductores de Marcos. Estas incidencias son las que permiten a Alatorre conjeturar otro relato, que es el que retoma en su «Breve comentario», que más que un análisis de la causa es el revés del anterior; reformulación a partir de lo expuesto.
En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», cuya magnitud de irradiación apenas comenzamos a ponderar en este siglo, el narrador, Jorge Luis Borges, pergeña una suerte de informe de Tlön; universo cuya presencia —o intromisión— sólo percibimos por las interpolaciones con que ha ido poblando el nuestro. Respecto a los libros refiere: «Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto». El contralibro de El brujo de Autlán es la parte segunda, «Breve comentario», que además de extender el ámbito textual enmarca la narración y acentúa su paratextualidad. No es casual que el relator atribuya la permanencia y la atención del lector al gusto, más que al interés «científico», propio del receptor especializado —o especialista—:
Quienes hayan llegado hasta aquí […] estarán de acuerdo conmigo en que han leído un cuento, una pequeña novela picaresca.[8]
Curiosa conclusión que contradice las señales microhistóricas del prólogo, ahora el autor resalta el aspecto literario y afilia la narración a la tradición picaresca, arguyendo incluso motivos similares y comparando a Marcos de Monroy con ilustres personajes del género, si bien precisa en la corporeidad del paisano la diferencia con los pícaros de ficción.
Es aquí donde se revela la faceta tlönica del comentario: el autor va indicando cómo leer la obra pero asimismo la analiza, y mediante ese examen hila otra historia. Por ello concluirá señalando, ya no como estratos sino como vías de lectura, como caminos posibles contenidos en potencia dentro del texto, las varias novelas en pugna, cuyo mérito principal, de no mediar la intercalación y la glosa, estribaría meramente en el registro de costumbres y en el desenlace, propio de un cuento de resolución clásica con un final inesperado: diez años de recabar testimonios, armar la causa y todo para que el acusado haya muerto un año antes de la formulación. De este modo, Marcos emerge del olvido de una causa menor de la época de la Inquisición para erguirse como un personaje fascinante, abuelo del realismo mágico, que se configura mediante la palabra y los efectos; mago no de Viena, sino de Autlán, a quien el autor que identificamos como Antonio Alatorre ha dado voz para permitirle concluir su libro:
La forma autobiográfica, requisito de la novela picaresca, es construcción de los novelistas (Mateo Alemán, Quevedo y los demás), pero Marcos se construye a sí mismo. Los 64 folios del proceso son su libro, el fruto de su fantasía.[9]
[1] Véase, al respecto, la reseña de Carmen Val Julián, de la École Polytechnique de París, quien concluye su juicio de esta forma: «Más allá de la anécdota local, este breve texto, ahora de fácil consulta, posee en efecto datos valiosos para una interpretación cultural más amplia…». (Carmen Val Julián, «El brujo de Autlán, de Antonio Alatorre», Historia Mexicana, vol. liii, núm. 1, julio-septiembre de 2003, El Colegio de México, p. 231.
[2] Así, Carmen Castañeda García en su recensión publicada en Historia Mexicana: «Lo que encontramos no es una microhistoria como la entiende don Luis, sino como la proponen los historiadores italianos Carlo Ginzburg o Giovanni Levi». (Carmen Castañeda, «El brujo de Autlán, de Antonio Alatorre», Historia Mexicana, vol. liii, núm. 4, abril-junio, 2004, El Colegio de México, p. 1021.
[3] Antonio Alatorre, El brujo de Autlán, Aldus, México, 2001, p. 10.
[4] Ibid., pp. 95-96.
[5] Idem.
[6] Alatorre, op. cit., p. 18.
[7] Ibid., p. 66.
[8] Ibid., p. 96.
[9] Idem.