(Ciudad de México, 1963). Su libro más reciente es La Isla (Ediciones Monte Carmelo, 2022).
a Marcelo Castillero del Saz
1.
En mi casa de infancia, el mundo de los libros se concentraba en una habitación donde los únicos muebles eran el escritorio de mi padre y libreros en todas las paredes. No supe en qué momento me hice adicta a estar ahí. No leía, solo miraba los títulos de esos objetos raros, que en realidad no tenían nada que ver con el resto de la casa. Repasaba una y otra vez esas palabras en el lomo de volúmenes de colores, con tipografías distintas. Más que historias, los títulos me conectaban con cierta cadencia, y al repetirla me regocijaba. Algo había en su repetición, algo como cantar, ir percibiendo la manera de roce entre una letra y otra, el ritmo de ciertas sílabas juntas o separadas.
Sentada en la silla grande y elegante de ese escritorio, me percibía a mí misma como alguien importante. Ahí me sentía a salvo, me refugiaba del trajín de los demás, de los deberes que me tocaban. Y además esa habitación daba al jardín, otro de mis espacios favoritos. Sentada en el pasto o cuando me mecía en los columpios, continuaba repitiendo los títulos cuya resonancia se propagaba hacia el viento que se cruzaba conmigo en las alturas.
Las noches blancas, Los hermanos Karamazov, La metamorfosis, El castillo, Ante la vida, México a vuelo de pájaro, Los diálogos de Platón, La ciudad de Dios, Fenomenología del relajo, El ser y el tiempo, La Odisea, La rama dorada, Así hablaba Zaratustra, Historia trágica de la literatura, La luna nueva, Libertad bajo palabra, Tratado de las ninfas, Zozobra, La Divina Comedia, La muerte de Iván Ilich.
2.
Títulos y títulos. Torrente de letras, sonidos agudos y graves, saltos en mi voz. De tanto entonarlos, descubrí que esos tonos distintos de las palabras significaban una duración diferente: se trataba de un juego con el tiempo. Cada que mencionaba un nombre, crecía una división entre los sonidos, algunos eran más largos y tenía que respirar hondo para decirlos: tener más aire. Esa duración se relacionaba con el tiempo, que extendía el sonido. Extensión que podríamos llamar compás (tomándolo prestado de la música), cuyo origen está en la acentuación de las palabras. Y así, entre compases cortos y largos nacía el ritmo al que yo me abandonaba todas las tardes. Períodos rítmicos tipo yámbicos, trocaicos, dáctilos, anfíbracos o anapestos, según el número de sílabas y el lugar donde recaía el acento, al principio, en medio o al final de la cláusula. Se iban enlazando como líneas o lianas: un ritmo hacía brotar una sintaxis y ambos producían el sentido de esa frase.
3.
Un día me atreví a tomar un libro y abrirlo: Las noches blancas de Dostoyevski.
«Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos que preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo. Hablando de gente atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi buena conducta durante todo ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una extraña melancolía. Me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo, que todos me rehuían. Claro que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son esos todos? Porque hace ya ocho años que vivo en Petersburgo y no he podido trabar conocimiento con nadie» (Editorial Porrúa, p. 9).
Definitivamente había excedido los límites. La primera línea del libro ya no era una frase con su ritmo y su compás, era un mundo. Permanecí semanas bajo esta atmósfera, hasta que decidí leer la novela completa. Tenía diez años y aquella vida solitaria del protagonista, transcurrida en noches de espera en un puente, fue permeando mi imaginación. ¿Qué sucedía si no comprendía bien a bien lo que decía el texto? Ni las palabras ni tampoco el tema del amor y desamor, de la nostalgia. Pero algo se instalaba en mi piel, en mis sentidos, que luego se corporeizaba en imágenes nuevas, en emociones que crecían, en seres que se develaban y se imponían en mis sueños.
4.
Perturbada y con la cabeza en otro mundo, o más bien, en otros mundos, decidí confesar mi travesura. Tenía miedo, esperaba un castigo. Sabía que había violado cierta intimidad pues mi padre pasaba en ese lugar largas horas; a veces les prestaba el escritorio a mis hermanos mayores para que estudiaran en libros que parecían fundamentales. Como a mí no me invitaban nunca a sentarme, me esperaba lo peor. Mi padre sonrió y después me abrazó. Sentí en ese abrazo una alegría diferente a la que siempre me transmitía con sus frecuentes apapachos. Esta vez había algo más, mi papá estaba orgulloso y desde entonces fue el guía de mis lecturas. Aunque debo aclarar que, además de leer, seguía repasando los títulos de los libros. Lo mejor es que ahora mi padre sí me invitaba a leer en su escritorio. Desde ahí, ante esa luz cálida de atardecer —luz íntima de vela— los libros se distinguían como recortados unos de otros y, aunque estaban juntos, parecía que los separaban grandes distancias. Era el universo que cada uno guardaba. Y la fuerza de mi propia visión, estimulada por el abrazo paterno de aprobación. Algo mágico ocurrió, desde ese día mi papá me recitaba poemas en el camino a la escuela. Y desde ese momento comenzó una mayor comunicación y una total complicidad entre los dos, que duró hasta su reciente partida.
5.
Entonces nació Silenia. Creatura crecida en la intersección de la marginalidad y el juego. Sin querer surgir se fue nutriendo en la actividad de leer y de imaginar. Silenia quería alcanzar rincones que a mí no se me ocurría visitar, rincones en mi percepción y en el nombrar esas percepciones. Hurgaba en pensamientos que me sorprendían, nunca los había tenido hasta que comencé a internarme en los versos e historias de los libros de la biblioteca de mi padre. Mis hallazgos y mis sentires los conversaba con él, pero no así la existencia de Silenia, pues yo misma no sabía quién era o cómo es que andaba entre mis neuronas y mi sangre.
6.
El transcurso de mis lecturas (de Las noches blancas me pasé a Tolstoi, luego a Tagore, de Cien años de soledad a Pedro Páramo, después a Faulkner y Virginia Woolf; de Porfirio Barba Jacob a Paul Celan, de Alejandra Pizarnik a Fernando Pessoa, etc.) me fue llevando a internarme en los lenguajes y vericuetos lingüísticos, hasta llegar al empoderamiento de mis propias imágenes, de las que brotaba un lenguaje muy personal, pues siempre que leía comenzaba a crear personajes, eran frases que nacían de la nada y no me abandonaban, se enraizaban en mis vísceras, hasta que las corporeizaba en el papel.
7.
Durante las lecturas entraba a mundos desconocidos por mí, de manera que mi ser quedaba en silencio. Sin embargo, esas voces, esa palabra desgarrada, arrancada por primera vez de un lenguaje que se inauguraba cuando yo posaba ahí mis ojos; esa palabra volcada en mi silencio se volvía cadencia, parecida a aquellos compases que percibía al leer los títulos de los libros de la biblioteca de mi padre.
Ahora esos compases vueltos música se cargaban de sentido porque contenían algo originario. Escribir me conducía a lugares que yo visitaba por primera vez y que nacían sólo en mí. Mi oído me emplazaba a fundar imágenes que escapaban a cualquier realidad que yo conociera. Silenia surgió de un canto abisal, pero contenido, cuidadoso de no caer en los abismos, un canto que se amoldaba a una forma para permanecer. Nacía Silenia y todo su universo.
Mucho tiempo después, le mostré a mi papá lo que escribía, y exclamó: Eso es literatura; mejor dicho, poesía.