Al buen entendedor, una mentira

Juan Fernando Covarrubias

(Guadalajara, 1980). En 2014 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez.

La verdad es ésta: nadie miente del todo al mentir.

Pascal Quignard, Terraza en Roma

Una mentira es un acto genuino, una verdad selectiva.

Los reyes del juego (película mexicana)

Parafraseo a Italo Calvino: yo miento como consigo mentir.

La mentira es escudo. Hace pasar inadvertido al que la practica. Es intocable casi. Una verdad, por el contrario, nos hace susceptibles de sospecha, y nos expone a tal grado como si una multitud, con intención de linchamiento, nos aprehendiera y comenzara a desnudarnos para colgarnos en el centro de una plaza.

Mentir es un perfecto camuflaje: en el piso superior de la casa donde crecí vivía mi bisabuelo, cuidado por una señora vieja que no medía más de un metro cuarenta. De Aleja —era su nombre— decían en el barrio que por las noches salía a la calle y que, por su apariencia, había asustado a más de uno. No se comprobó nunca tal dicho, pero sumaban muchos los que afirmaban haberla visto. No del todo consciente de esa ira que la desataba y la metamorfoseaba en la oscuridad, dije mi primera mentira: tenía seis años cuando robé el dinero con el que compraría un litro de leche para ella y mi bisabuelo, pero cuando me acusó con mi madre —porque yo era el único que había subido aquella mañana—, lo negué todo: sus ojos, cuchillos a medio abrir, quisieron traspasarme. Temblando por ser descubierto, a punto de la lágrima, sostuve la mentira.

«La maldad… había marcado en aquel cuerpo un sello de deformidad y decadencia. […] al contemplar en el espejo a aquel ídolo desagradable, no observé en mí ninguna sensación de repugnancia, sino más bien un alborozo de bienvenida. Yo era también aquél». De este modo define el doctor Jekyll su transformación en míster Hyde, en la novela de Robert Louis Stevenson. El germen y el derrotero del maldito Hyde pueden trazarse como el itinerario de una verdad vuelta mentira, es decir, en el fondo se trata del doctor Jekyll encarnando su lado perverso y desconocido. Sus esfuerzos científicos —según él mismo lo declara— fueron a caer en el descubrimiento de que en la naturaleza del hombre conviven dos condiciones: la bondad y la maldad. Inclinado al bien por educación o costumbre, el hombre siempre oculta —o le avergüenza o le asusta— el mal: míster Hyde entonces hace lo que secretamente desea y maquina el doctor Jekyll. Porque el médico también lo confiesa: sin desearlo pasa de un extremo a otro por medio de la transformación carnavalesca y despreciable y encarna el mal como un gesto de felicidad desconocida hasta ese momento.

En el trayecto que se sigue para sostener una mentira, como me pasó con Aleja y como le sucede al doctor Jekyll, asoman complicaciones, desatinos y culpas, y entonces, secretamente, la concebimos como una forma de sobrevivencia. Y aun más, porque a menudo salta al camino más de algún contrincante dispuesto a intercambiar un par de golpes: siempre habrá quien proceda en honor a la verdad. En La decadencia en el arte de la mentira, Mark Twain apunta que «la mentira se perpetúa porque es una institución fundada sobre los cimientos más sólidos de la necesidad». ¿Y qué mayor necesidad —me pregunto ahora— que sostener ya no digamos un engaño que pueda parecer minúsculo, sino la credibilidad misma —o la pretendida inocencia en el médico de Stevenson— ante quienes disponen y apuntan los fusiles en el paredón o ante una mujer vieja que con todo su poder acusa a un niño de robo —no por su edad no culpable?

El artista del hambre kafkiano engaña al cuerpo. A su cuerpo. Y no necesita mucho para mantenerlo a raya. Metido en su jaula, noche y día, a la vista de los visitantes del circo, el hombre pasa por alto el hambre y su cuerpo, endeble, esquelético, leve como un soplido, resiente este engaño, esta porfiada negativa al alimento. Sabe que si cediera al apetito sería casi como sucumbir a la verdad. Venido a menos en su prestigio por obra de las nuevas atracciones que llegan a las pistas circenses, el artista del hambre es, en el fondo, un convencido mentiroso, un imaginador cuya pose desfalleciente es la punta de lanza de su número. El afán mentiroso es la esquizofrenia a punto de turrón.

Esta decadencia al ayunador le granjea, esporádico, uno que otro aplauso, y ese reconocimiento le sirve como pretexto para seguir(se) mintiendo. Le preocupa dar forma a su estado deprimente y poco venturoso: dedica la mayor parte de sus horas a enaltecer esa forma de mentira que es aguantarse el hambre, como si llegar a perder la vida merced a mantener ese delicado cuerpo cadavérico impidiera que, en efecto, por esa misma flacura pudiera morir en algún momento. Una paradoja que no se resuelve.

Esa hambre no saciada por voluntad propia constituye su más espectacular falsedad, que lo acompaña en su exhibición ante los espectadores, quienes, pasado un rato de contemplarlo en el suelo de la jaula, se aburren de su inmovilidad y acaban abandonándolo a su suerte, a su cada vez más creciente soledad. La soledad no es una mentira, pero en su caso, tampoco una verdad. El ayunador es un espécimen entre barrotes y ejemplo del más burdo embuste como espectáculo. «Si las circunstancias imponen la mentira», dice Twain, «ésta toma en tal caso todos los caracteres de la virtud». Este hombre, en todo caso, es un virtuoso. O, por lo menos, un virtuoso de esos que no apelan a la grandilocuencia ni a los juegos de pirotecnia, ese deslumbramiento de cepa; sino a lo recio, a la más pura entereza: a esas últimas fuerzas de las que se echa mano cuando el horizonte no es más que un tinglado de oscuridades. Su actuación no es engañosa, aunque tal vez sea engañoso el aplauso que le prodigan, la benevolencia que le ceden los espectadores por instantes, quienes incluso pagan por verlo. Aunque, pasado el tiempo, sin ningún miramiento lo dejen y vayan en busca de otra distracción.

El artista del hambre miente porque lo necesita. Y mentir ante el apuro nos concede segundos, minutos de inmunidad. Incluso en un franco enfrentamiento casual o cuando se busca responder a un cuestionamiento que pone en duda nuestro actuar —tan seguros que estamos de que lo que hacemos no tiene fisuras ni llegado el momento de la prueba podrá resquebrajarse—. En el cuento El otro, Jorge Luis Borges anticipó: «No podemos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo». El no engaño borgeano parte de esta premisa: Borges viejo se encuentra con Borges joven y entablan una conversación: el viejo no puede mentirle al joven respecto a lo que habrá de vivir porque el joven, llegado el momento, sabrá que algo no cuadra, y el joven tampoco puede aludir a una falsedad en cuanto a lo que le pasa o piensa hasta ese momento, porque Borges viejo ya pasó por esa edad antes, ya vivió lo que el joven vive y va a vivir. Y en esta particular situación no hay atajos que valgan o que encubran. Como se ve, se trata de un diálogo condenado a la verdad. Tan débil ésta y tan expuestos que nos deja. Michel de Montaigne ilustra esto con claridad en sus Ensayos, en el apartado De los mentirosos: «el reverso de la verdad reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido».

En La polémica de los pájaros, Guillermo Fadanelli escribió que le cuesta trabajo entablar un diálogo con una persona culta, y que prefiere, por el contrario, hacerlo con el fontanero (cuyo oficio o la persona en sí, dicho sea de paso, no exenta el que sea culto). De donde se sigue que la pose artificiosa no sirve para mentir. A Aquiles, con el talón lastimado, caminando de lado, yéndose en picada aunque todavía sin tocar el suelo, se le ve proclive a mentir: su derrota no le viene por la herida en el talón, sino por no saber falsear su comportamiento en la batalla. Su valor lo traiciona.

Si falseamos lo que decimos, resulta más sencillo hablar en todo tipo de reuniones o sobrellevar un tú a tú en la calle con un amigo poco visto en los últimos años e incluso con un desconocido, porque en principio se sale airoso de ese encuentro que estaba destinado a entrar en un túnel de silencio y desgana (el silencio, ya se sabe, es callar, es decir, no tener una mentira a la mano para decir). O de traición a la amistad, que, por donde se le vea, sería peor.

Existen pocas cosas que sean tan incendiarias como una mentira bien dicha, de esas que se sostienen hasta el último aliento. Y tiene un carácter incendiario porque detona la imaginación a un grado insospechado. La maquinaria que se echa a andar al mentir no tiene comparación con ningún otro mecanismo sobre la Tierra, ya sea un proceso natural o un invento del hombre. Pienso, por ejemplo, en el tendero del almacén de Los adioses, esa novela de Juan Carlos Onetti, quien desde el mostrador de su tienda tiene la potestad de conjeturar, declarar y desatar el engranaje de lo que se dice, pero también de lo no dicho: a partir de sus pláticas con los parroquianos es que va construyendo la historia del hombre desahuciado que va a morir a ese pueblo y las dos mujeres que lo visitan: ¿esposa y amante? Es un sabelotodo mentiroso, inventivo, que mira aquel ir y venir «como si el hombre y la muchacha, y también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había determinado». Jugador empedernido, la mano que jugaba el tendero incluía la carta de la certeza: «En general, me bastaba verlos, y no recuerdo haberme equivocado», dice de todos los enfermos que llegan al lugar.

Ya hace muchos años, a punto de iniciar el combate, Oscar Wilde le quitó los guantes a los timoratos: «Si un hombre es lo bastante pobre en imaginación para aportar pruebas en apoyo de una mentira, hará mejor en decir la verdad» (La decadencia de la mentira).

Ser un individuo parco en palabras y maneras se acomoda con facilidad a quien tiene por costumbre decir la verdad, porque la mentira requiere de lucimientos, de poses llevadas hasta el desfallecimiento, de frases pomposas, de echar mano continuamente del costal de las metáforas para convencer a un auditorio de que el color aquel es verde, y no amarillo como todos lo perciben —o se afanan en percibirlo—. «Hay, es verdad», dice Twain, «quienes pretenden no haber mentido. Pero esas personas viven engañadas por una ilusión. [Porque] Todo el mundo miente».

Elucubrar no es tarea para el pusilánime, ni para el timorato. Y no es que elucubrar depare una reputación considerable, pero por lo menos a quien miente no se le ningunea. En su Libro primero sobre la sátira, compendiado en La sátira latina, Quinto Horacio Flaco impreca: «¿Hay algo que impida decir la verdad riendo?». Veamos el reverso de esta sentencia: ¿hay algo que impida decir una mentira con rostro serio? No sólo no hay impedimento, sino que el rostro adusto, casi en un gesto petrificado, es una vía alterna para alardear con lo que se dice y engañar al auditorio. Un argumento acerca del mundo —reflexiona Fadanelli en Elogio de la vagancia— no se acepta, se imagina. La elucubración, con la envergadura de sus alas abiertas, es una sombra que nos persigue los talones, que no nos deja ni a sol ni sombra y que, ya hechos suyos, es capaz de cambiar el temperamento de cualquiera —el temperamento entendido como las inclinaciones más íntimas y mejor recordadas—. No hay mejor paraguas en tiempos aciagos que una ventaja producto de la mentira. Más aún si provoca la risa, infiere la burla, alienta la carcajada descompuesta —toda carcajada tal vez lo sea—. «No hay comicidad fuera de lo propiamente humano», escribe Henri Bergson en La risa. Ensayo sobre el significado de la comicidad.

El elucubrador es un espectro de míster Hyde, una extensión, un doble: la transformación del doctor Jekyll en sus más grandes terrores e inclinaciones facciosas en la persona de Hyde tiene lugar por vía de lo que no se cuenta, lo que está oculto, como esas historias que buscan distraer con la referencia anodina de los hechos, pero, al mismo tiempo, ocultan un devenir tremendo. Y lo que no se cuenta pero es visible está contenido en el espejo: la lección borgeana que Stevenson anticipa a cabalidad en su médico y su contraparte maldita. Cuando míster Hyde se descubre como tal en ese reflejo, a sabiendas de que en el fondo es el respetable y apreciado doctor Jekyll, la alquimia alcanza una de sus cimas: el científico sabe que ha rozado las antípodas, porque aquel hombrecillo que lleva sus ropas holgadas encarna «la completa insensibilidad moral y la inclinación insensata a la maldad», que supone tan equívocas y lejanas para él. Es posible, lo descubre entonces el doctor Jekyll, ver el reverso del hombre sin salir de sí mismo.

En algún momento de su ensayo, Wilde reflexiona que la mentira no es más que el relato de bellas cosas falsas: míster Hyde, de quien todos aquellos que lograron verlo por unos momentos coinciden en que su semblante era deforme, aunque ninguno atinaba a situar o a definir los rasgos de tal deformidad, constituye en la vida del médico Jekyll su relato falso de belleza. O, para algunos, de fealdad. Esta confusión de las líneas de su rostro no es una cuestión que pueda calificarse de superficial, más aún, el asunto hunde sus raíces en el extravío: a estas alturas sabemos que la palabra no es el único vehículo para la mentira, también lo es, y con una pasmosa certeza, el cuerpo: ese molde de colores pálidos al que pertenecemos y del que no podemos desprendernos por más que lo deseemos.

La predisposición a la mentira pasa incluso por asumir una cierta posición con ese cuerpo, y no precisamente atañe a hacer un mal. Hubo un tiempo en que la mentira fue la medida del hombre: el acto de diseccionar ese cuerpo constituía el último viaje hacia el entendimiento entre el mentiroso y el terco honesto. Lo demás era invisible a la mirada y no susceptible de descubrimiento.

Hoy sabemos que los gestos, lo que se calla, lo que se hace con afán de distraer, el cuerpo todo, son el vehículo mejor legitimado para la mentira. El artista del hambre kafkiano lleva al límite esta tesis, pero no se queda en un mero planteamiento, lo comprueba desde su mínima apreciación. «[…] si la mentira es una virtud y una arte bella, y si no puede llegarse a la perfección en la virtud y en el arte sin la educación, ¿no se sigue que el hogar, la escuela pública, la prensa y la tribuna deben impartir la enseñanza de la mentira?», propone Twain a los connotados miembros de la Sociedad de Historia y Arqueología de la Universidad de Harvard. El personaje de Kafka, del mismo modo en que cultiva la virtud de la templanza ante el apetito, da de comer a su propia mentira: en el no tragar alimento va implicado asimismo un gesto mentiroso, el de distraer a su cuerpo para que sobrelleve los días sin menoscabo de su condición huesuda, apocalíptica.

Miente quien hace oídos sordos, se queda callado cuando alguien hace una pregunta que busca discernir un conflicto o, por lo menos, una polémica. En El castillo, todos aquellos que hacen dudar, o que no dicen todo lo que saben al agrimensor, mienten con todos sus dientes: decir a medias, sembrar la incertidumbre, generar el extravío, divagar en torno a verdades o declaraciones rondan el perímetro de la mentira y, al fin, por una rendija, ingresan a su centro. Los ayudantes, el posadero, el mensajero y sus hermanas, Gerstäcker, el maestro, el alcalde, la posadera: todos le escamotean al agrimensor lo que pasa en el castillo, las disposiciones respecto a su trabajo de agrimensor y, en general, todo lo que rodea su vida: su extraña llegada al pueblo, su contrato como profesional, su incipiente relación con Frieda y su situación como forastero, de donde proviene la mayoría de su extravío y desazón.

«Sería mil veces preferible no mentir que mentir con poco juicio», vaticina Twain. «Una mentira torpe, carente de valor científico es, a veces, tan desastrosa como una verdad». Los dóciles al engaño acaban, al darse cuenta de la trampa, deseando parecerse a aquel bicho en que encarnó una mañana Gregorio Samsa. Quieren volverse inmunes y monstruosos, cualidades que por lo menos les den la posibilidad de aturdir a quien les miente en su propia cara: una buena mañana salen a la calle dispuestos a ver convertidas sus aspiraciones de paladines de la verdad en un motivo por el que celebrar llegada la noche. Al final, lo que cada uno busca a su modo y con las armas a su alcance es darle forma a su muerte, porque la vida ya la tiene a la medida que la desea: la mentira.

Al darse cuenta de que uno es el burlado, es decir, al que le quieren vender como verdad una mentira, la primera sensación es de incertidumbre, de que se camina por grandes espacios que carecen de muros, de líneas, de puertas, de cualquier artificio que lo sujete a uno al plano más inmediato. Míster Hyde aparece en las noches londinenses con el sigilo de un fantasma: se desliza, inquieta, alardea y acaba asesinando. En la conciencia del doctor Jekyll pesa este proceder desquiciado, que amenaza con volverse tiránico, con dejarlo a la intemperie y a la veranda del desprecio público. Ante esa mentira enmascarada como verdad se abandona a la desazón y al desasosiego: el mero rostro de Hyde le significa una amenaza: hace tambalear su seguridad psíquica, su equilibrio mental y su devenir cotidiano en su laboratorio. Y más allá de esto, horada mortalmente sus adentros, hasta entonces ecuánimes y absolutos. El hilo de Ariadna aquí carece de ovillo: el principio del Minotauro era decir lo menos posible. Es cuando comienza a hablar que se descubre cómo vencerlo.

Paul Auster escribe en La invención de la soledad: «En cuanto se sentía obligado [mi padre] a contar una parte de sí mismo, salía del escollo contando una mentira. […] las mentiras le salían de forma automática y mentía por mentir». El mentiroso ha de ir resolviendo conflictos y nudos a medida que la falsedad que sostiene se vaya ramificando en una conversación: metido en su papel, con toda la seriedad de la que puede ser capaz. Si llegara a rozar apenas la desesperación, el mentiroso puede perder piso. Este avistamiento del final de su diatriba tiene una sustancial semejanza con aquel tipo, metido en sí mismo, que trepado en el último piso de un alto edificio se muestra dispuesto a conocer el vacío. Entre la mentira a punto de quedar al descubierto tras la caída del telón y el abismo del vacío, hay un milímetro de congruencia al que el mentiroso no apela ni en casos de extrema necesidad. Prefiere, en todo caso, apurar el veneno y no dar lugar al destanteo, que podría resultar fatal en su aspiración original. Un mentiroso desesperado es como un novelista que se entrampa con su historia: está cierto de que un argumento mal contado no encuentra otra salida que optar por las cañerías.

Macedonio Fernández, en Cuadernos de todo y nada, se pregunta: «¿qué es un humorista? El único oficio que respeta el legítimo tiempo de los ociosos». Podríamos aventurar, siguiendo a Macedonio, que el mentiroso es otro tanto: un tipo que requiere del tiempo —traducido en disponibilidad y apertura— de sus interlocutores para recetarles unas cuantas frases mentirosas durante cualquier conversación, banal o sesuda. El mentiroso es un loco porque no sólo se regodea en esos castillos que presenta, orgulloso y presuntuoso, a quien lo escucha, sino porque la cerrazón de su mundo más cierto es, en realidad, los oscuros deseos de aquellos que procuran la verdad a todas horas. El tipo que apela a la verdad por sobre todas las cosas, a diferencia del mentiroso, es alguien que pronto pierde piso por el desgaste a que es sometido en su terquedad de dejar en claro todo. Dice Cicerón que es de locos persistir en el error. El mentiroso no envejece, se mantiene lozano, cada día con más vigor y buen pulso, porque nunca vuelve a empezar; su camino, siempre, está en movimiento.

Hacia las últimas páginas de El castillo, esa inacabada novela de Franz Kafka, la posadera y K. sostienen un acalorado diálogo sobre los vestidos de la mujer. K. apunta que no corresponden a su condición, que están pasados de moda y que ella no es lo que aparenta, al menos su vestimenta eso denuncia. Como una artista del hambre y la simulación: en el derroche —impropio para ella y su marido— y la apariencia —propia de su ser metiche y vengativo— la mujer sobrevive a plenitud. «Sólo veo que eres una posadera pero llevas vestidos que no corresponden a una patrona y que, por lo que sé, tampoco lleva nadie en el pueblo». Ella replica: «¿Dónde has aprendido algo sobre vestidos?». Ante la negativa de K. a responder, la posadera remata: «Tú no dices la verdad. ¿Por qué no dices la verdad?». La posadera está convencida de que K., aun cuando no responde al proceder típico de todos en el pueblo y niega estar versado en alta costura, dice que K. le va a «resultar indispensable, porque la verdad es que siento debilidad por los vestidos bonitos». Una y otro apelan al engaño. Una y otro están ciertos de que al buen entendedor se le ha de dar a comer una mentira.

Un alfabeto convencional del oprobio borgeano es lo que atesora el mentiroso, aunque le lleve toda una vida llenar sus páginas. La verdad es susceptible de sospecha. La verdad es sospechosa. A final de cuentas, supongo que, parafraseando a Auster en La invención de la soledad, es imposible entrar en la mentira del otro. No obstante que mi memoria ya acusa sendas goteras, no hago caso a esta apreciación de Montaigne: «quien no se sienta fuerte de memoria debe apartarse de la mentira». Por ello, debo confesar que me rehúso totalmente a apegarme a la verdad.

Charles Lamb, en su alegato de Las confesiones de un borracho, dice que a un sobrio le es tan sencillo decidir levantar el vaso de alcohol o no, tanto como no robar o decir mentiras. No, no es tan sencillo, señor Lamb, abstenerse de largar, ante un auditorio o para sí mismo, un número no calculado de mentiras, retraerse a su influjo y hechizo porque en el engarce de falsos argumentos se entrevé el paraíso.

Aunque no quería ser víctima de las andanzas nocturnas de Aleja, debido precisamente a la actitud falsaria de que no había robado yo las monedas me estaba granjeando su odio eterno. No lo pensé así en aquel momento y llevé mi embuste hasta el último día en que vivió con nosotros, un año después de la muerte de mi bisabuelo. Antes de que partiera conté todo porque me sentí intocable y convencido de que «siempre mentimos, digamos lo que digamos», anota Pascal Quignard en Terraza en Roma. «Y que mentimos todavía más cuanta más insistencia ponemos en sostener la verdad».

Al fin que vivir es saber creerse las mentiras, como dice Pavese en El oficio de vivir.

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