La barrera del pudor (fragmento) / Pablo Simonetti

PRIMERA VISITA
Estoy en una casa cerca del mar, recuperándome de mi separación. Aquí hago lo que quiero, no veo prácticamente a nadie, salgo a caminar por los cerros y cuando regreso me entretengo en el jardín. Leo, duermo, duermo mucho, nueve horas al día por lo menos. Dormir es una de las cosas que me gusta hacer en la vida: despierto tranquila, libre de ansiedad. Sólo consigo hacerlo a mis anchas cuando estoy aquí, en esta casa sumida en la apacible niebla matutina o disimulada entre los cerros altos y boscosos cuando sale el sol. Atrás quedó la ciudad y sus días llenos de compromisos: recorrer las obras de un jardín por la mañana, terminar unos planos en la oficina, sufrir los agravios de un trámite municipal de duración incierta. Sin embargo, a pesar de haberme aislado, no consigo estar sola. Mi hermana viene de visita. Quiere saber la causa de mi separación. Hemos hablado por teléfono tres o cuatro veces desde que dejé a Ezequiel y me vine a Rungue a pasar el verano. Al parecer, no ha sido suficiente.
—Me mentiste —fue su acusación de ayer, cuando llamó.
—¿De qué estás hablando?
—Tienes un amante, Amelia, por eso te separaste.
Si se enterara de la verdad, la imagen que guarda de mí se desintegraría. No tiene la amplitud de ideas suficiente ni la calma necesaria, ni siquiera la intención ni la resistencia emocional para escuchar la historia tal y como fue. Pero es como una niña arrebatada por la curiosidad. Cuántas explicaciones harían falta para que comprendiera por qué las cosas llegaron al punto al que llegaron; descender en círculos hasta el lago congelado donde se sumergieron el afecto y la buena voluntad, mientras un aliento frío les cierra el paso de regreso a la superficie.
Desde que éramos niñas, a pesar de ser yo la menor, Josefina me hizo parte de su intimidad y fue tan ingenua como para pensar que yo le correspondía en la misma medida. Tal vez pensaba que la ausencia aparente de problemas en mi matrimonio era el reflejo de un amor consolidado. Porque si algo nos distinguía a Ezequiel y a mí como pareja era que no discutíamos y dábamos la impresión de llevarnos bien: dos sonrisas, una evidente complicidad, los verdores de una vida en común. Se ha sentido defraudada, y no porque el matrimonio de vitrina haya dejado de serlo, sino por constatar que ignoraba lo que ocurría entre nosotros. Josefina no es una persona de pocas luces ni tampoco frívola, pero sí un poco trivial y egocéntrica. Va por la vida sin darse mayor cuenta de lo que sucede a su alrededor hasta que le afecta de un modo personal. No sé qué tan personal pueda considerar mi separación. Quizás la mueve una idea retrógrada de la familia, una idea de fronteras. Seguramente no sabrá dónde situar a Ezequiel y, aun cuando conserva un espacio para mí en su pequeña patria, le gustaría dar con el sitio exacto en que me encuentro. Hemos quedado fuera de lugar y no cejará hasta establecer nuevas coordenadas que le permitan fijarnos al mapa de sus relaciones, puntos inalterables, sin posibilidades de distraerla.
—Josefina, escúchame bien, estoy saliendo con Roque García.
—No hablo de García, ése es un invento tuyo. Estoy hablando de Bernardo Otero. Se separó por ti, no me lo puedes negar…
—¿Y quién lo dice?
—Alguien muy cercano. Es imposible que esté mintiendo.
—¿Cercano a quién?
—A nosotras… Fue Trinidad, nuestra cuñada, nada menos. No va a inventar historias porque sí. Y a ella se lo contó la hermana de Ezequiel, tu marido.
En este punto perdí la calma. Más que el admonitorio «tu marido», la idea de que en mi familia y la de Ezequiel hablaran a mis espaldas me hizo caer de golpe en el gallinero del que había intentado huir.
—Mira, Josefina, te lo voy a decir una sola vez…
—Por qué te enojas, si no soy yo…
—¡Escúchame! Tienes dos alternativas: me crees a mí o crees lo que dicen los demás. Te puedo presentar a Roque, si quieres, podemos hablar de él, si te interesa, pero si insistes…
—¿Por qué la hermana de Ezequiel iba a inventar una historia como ésa?
—… entonces no tendríamos nada de qué hablar —continué, ignorando su protesta—. Tú hablarías de una vida y yo de otra.
—Es gente que te quiere.
—Extraña forma de quererme.
—No pienses mal de mí —se excusó, abandonando el tono acusatorio y refugiándose en uno más bien penitente—, sólo quiero que me cuentes la verdad. No puede ser que yo no sepa por qué te separaste.
—De lo que pasó puedo contarte lo que considere que debes saber. Pero no me pidas que te cuente todo ni tampoco que confirme lo que te han dicho.
Me rogó que nos viéramos para hablar con tranquilidad. Se quedará una noche: dos días de paz perdidos. No bastó el aislamiento. Vienen a pedirme explicaciones aquí. Y digo «vienen» porque no es sólo ella quien exige una explicación, sino mi familia, la de Ezequiel, nuestros amigos cercanos… Un «círculo» que fue importante para mí y que ahora me resuena hueco, torpe como adultos jugando a la ronda. En todo caso, la visita de Josefina puede serme de ayuda. Si regresa a Santiago con una historia para divulgar, me ahorrará una conversación con mi hermano mayor, su mujer y quienes se sientan con derecho a oír los motivos y las circunstancias de primera fuente.
Pobres ilusos.
Me agobia pensar en cómo hubieran reaccionado mis padres. Ella se habría inmiscuido sin miramientos para exigirme que volviese con Ezequiel. De no obedecerla se habría declarado como la principal afectada, deambulando por su casa como una orate o encerrándose en su cuarto a llorar hasta que alguien le anunciara el fin del desarreglo. Mi padre, en cambio, un dermatólogo de pocas palabras e indiferente a los problemas sentimentales de los demás, seguramente se habría preocupado de que yo estuviera bien desde un punto de vista médico, sin involucrarse en nada que lo pudiera comprometer. Pero los dos están muertos desde el 8 de marzo del 2001, hace ya casi siete años. Lo que en este sentido es un consuelo. El minibús que los llevaba desde Kingston a Ocho Ríos, en Jamaica, se desbarrancó en medio de una tormenta.
En apariencia, mi familia era como cualquier otra. Pero mi madre tenía dos caras: mostraba la mejor ante el público y vertía su egoísmo puertas adentro. Y pese a usar el mismo uniforme de invulnerabilidad y desenvoltura que el resto de los médicos, mi padre era un hombre al que su ciencia no ungió con ningún poder más allá de su consulta y la salita contigua donde llevaba a cabo los «procedimientos». Salvo en esa oficina, en el más desangelado de los edificios de la calle Guardia Vieja, no encontraba certezas ni aspiraciones. Así dispuesto el juego de sus caracteres, no tenían escapatoria a su infelicidad. Las ansias de mi madre se apagaban en la abulia de mi padre, y la estabilidad que él brindaba perdía todo su valor frente a un ser insaciable.
Me he preparado para recibir a Josefina. Fui a comprar a Maitencillo, un balneario populoso situado cinco kilómetros al norte de aquí. Llegué temprano a la caleta de pescadores, antes del asalto de los veraneantes, menos interesados en las compras que en la vida social, su pasatiempo favorito; por la misma razón nunca voy más tarde de las diez a la feria de los lunes en Puchuncaví. Al regreso, bajé al jardín a cortar flores para un arreglo y me aseguré de que la casa estuviera impecable. En la cama donde dormirá Josefina puse las sábanas rociadas con agua de cedrón y en el baño un ramito de fragantes clarines. El resto del tiempo lo ocupé en cocinar. Presentarme a sus ojos como una mujer que impone su orden y gusto al ambiente en que vive es una manera de afirmar que tengo control sobre mi existencia, que soy una mujer en sus plenos poderes, a quien ni siquiera la separación podrá cambiarle su vida tal como la entiende y la acostumbra llevar.
Esta casa la construimos con la herencia que recibí de mis padres. La hice a mi gusto, con el beneplácito de Ezequiel, y sin encomendarle el proyecto a mi suegro, lo que me costó más de una discusión y un desplante. Contratamos a un arquitecto joven con quien yo había trabajado. Él estuvo de acuerdo en que el volumen debía estar en armonía con el cerro, formar parte de él. Por eso la casa se une a la pendiente y se despliega hacia abajo, hasta la quebrada que pasa a su izquierda. La espesa ceja de árboles nativos que la puebla fue la razón para comprar este sitio y no otro. El corredor de propiedades se sorprendió de venderlo. A otros compradores no les interesaba porque tenía demasiada pendiente y «poco espacio útil». Espacio hay de sobra en cinco mil metros cuadrados. Querrían, supongo, un gran rectángulo de pasto, perfectamente horizontal, para que sus hijos pudieran correr sin peligro y realizar la fantasía de orden y bienestar de una familia bien avenida. La casa mira hacia los cerros del norte siempre verdes y está compuesta por tres cubos de madera, unidos por una escalera interior que baja a sus espaldas. En el cubo más alto se halla el living-comedor-cocina, desde donde se ve el mar hacia la izquierda, mucho más allá de la quebrada; en el piso intermedio hay dos habitaciones para las visitas, además de un baño y una pequeña sala de estar; y en el de más abajo, mi dormitorio con un cuarto de baño luminoso. Desde mi cama, a través de un gran ventanal, es posible apreciar el bosque de molles, peumos, boldos y lilenes. Y también unos corontillos enormes. El lugar era un jardín cuando lo vi por primera vez y no fueron tantos los trabajos que tuve que hacer para completarlo. Junto al cubo principal, hacia la derecha, aplané unos cincuenta metros cuadrados e hice una piscina de cemento sin pintar, como un pozo de dos por dos metros, y planté pasto alrededor, una bermuda enana de poco riego. En la pendiente abrí senderos que se internan en la quebrada y la cruzan por medio de puentes de madera, de apariencia liviana, impregnados —al igual que la casa— de un aceite negruzco, conocido como carbolíneo. El resto fue hacer podas de formación y tender el riego para los arbustos que ya crecían en el lugar, asociándolos con otros que traje desde un vivero especializado en plantas nativas y especies afines. Si lo pienso bien, no ha sido poco trabajo. Hace cuatro años que se terminó de construir la casa y no ha habido temporada en que no tuviéramos algo nuevo que hacer. Un pequeño muro de piedra, otro sendero, una plantación bajo los árboles de la quebrada. El último invierno pusimos triques, una planta de sombra de hojas lanceoladas, que florece en una vara de flores color malva y pistilos azafranados, típica de las quebradas profundas de la zona. Este año quiero levantar una pérgola. Si no contara con la ayuda de César, el jardín se me habría escapado de las manos. Lo conocí como picapedrero, cuando vino a construir los muros. No sabía nada de jardines, pero al cabo de un año de trabajar para mí tenía mejor ojo que yo para identificar una peste y mejor mano para hacer un trasplante.
La responsable de mi afición a las plantas fue mi abuela materna, la nonna Rosetta Magri, una mujer sin interés por las cosas mundanas, al punto de que siempre atendía a las interpelaciones de mi madre con expresión ausente, cualquiera fuese el tema o la circunstancia. Vivió sus últimos años con nosotros. Cada vez que se presentaba la oportunidad, me tomaba de la mano y salíamos a recorrer el jardín. Era una mujer alta, robusta, con el pelo blanco y escarmenado. Cuando me negaba a acompañarla, mi madre intervenía en su favor, de modo que ninguna de las dos pudiera distraerla de la tarea que en ese momento concentraba sus esfuerzos. Nuestra casa estaba ubicada en uno de los frentes hacia donde crecía Santiago, en Piedra Roja, una calle del barrio Los Dominicos, y una gran variedad de pájaros visitaba el jardín: zorzales, tordos y loicas, entre los que más me gustaban. A las casas de mis compañeras de colegio, confinadas por la trama de la ciudad, no llegaban más que gorriones y uno que otro zorzal. La nonna me hacía repetir los nombres de todo lo que sus ojos aún podían ver y me instruía acerca de las plantas y sus necesidades. Con el permiso de mi madre se había apropiado de un sector sombrío, y en él, bajo un par de viejos quillayes, había puesto azaleas. La enorgullecían especialmente una molli de color naranja y otra de la misma clase, por su profusión de pequeñas flores amarillas. Los miércoles, cuando venía el jardinero, se pasaba el día afuera para comentar y guiar las labores. En mi cuarto, de regreso del colegio, alcanzaba a escuchar un murmullo intermediado por largos silencios y me preguntaba qué placer podía encontrar en esa rutina. Sólo después de su muerte se avivó mi interés por la naturaleza, y llegué a comprender a mi abuela. Me hice cargo del jardín de azaleas a los dieciséis años, me lancé a recorrer los cerros agrestes que aún era posible alcanzar cruzando la calle, y con ese único estímulo una parte fundamental de mi vida quedó determinada.
El mayor anhelo que tuve a lo largo de la separación fue venir a pasar el verano aquí, a Rungue, frente a estos cerros que se levantan tras el caserío que le da nombre al lugar. Transcurrieron unos seis meses desde que nos planteamos seriamente la posibilidad de terminar hasta el último día que pasamos juntos. Veía acercarse el final y, de una forma más o menos deliberada, rechacé proyectos y aceleré los que estaban en marcha para tener libre desde mediados de diciembre hasta principios de marzo. Sin que lo hayamos discutido, es probable que Ezequiel se quede con el departamento de Santiago. El edificio está en malas condiciones, sobre una calle céntrica, con la fachada negra de hollín a causa de los émbolos de tráfico que pasan a sus pies sin cesar. Pero tiene habitaciones amplias, techos altos, y da a esa especie de jardín vertical que se alza ante los ojos: el arbolado flanco del cerro Santa Lucía. Tal como aquí la quebrada, esa vista fue la razón para la compra, además del precio, irrisorio si se tomaba en cuenta la amplitud de los espacios. Nos mudamos en octubre de 1998, cuando nuestros problemas aún no se hacían críticos, y nos sentíamos orgullosos de convertirnos en codeudores de un crédito hipotecario, una especie de segundo matrimonio. No tener un lugar en la ciudad será un problema, pero no le guardo ningún apego al departamento. La peor época —el final— la pasamos ahí, ignorándonos, temiéndonos, compadeciéndonos. Tal vez me quede a vivir en Rungue. No sería difícil. Hay suficiente trabajo con las casas que se construyen en la zona. Me significaría un estancamiento profesional —por estos lados no se proyectan grandes edificios ni parques—, pero podría ir a Santiago por el día o, si es necesario, pasar una noche en la casa de Josefina o, mejor aún, donde Roque, si las cosas marchan bien. Hasta podría arrendar un departamento pequeño. El viaje no toma más de una hora y media por la autopista y da tiempo para pensar.
Imagino a Ezequiel en su escritorio. Premunido de un cigarrillo y de un whisky, pulsa las teclas de su computador mientras escribe su próxima crítica. Pero son las doce del mediodía. Seguro que está sentado en el sillón junto a los ventanales, con el libro que someterá a su juicio semanal entre las manos. Durante la lectura fuma un cigarrillo cada media hora, toma notas, escucha música clásica y de vez en cuando levanta la vista hacia el cerro. Mientras escribe, en cambio, bebe una copa para envalentonarse, como también debe hacerlo para desinhibirse y mantener una conversación en sociedad. No es un borrachín ni mucho menos, pero fuera de la casa, sin un trago o un pito de marihuana, es difícil sacarle más de dos palabras seguidas. Asiente, niega, acepta, rechaza. Un hombre callado, con un aire dulce y retraído que le cruza el semblante. Tartamudea incluso para expresar lo poco que se ve obligado a decir. Pero con una copa de por medio, el ángel tímido se transforma en un diablo gozador. Se escucha su risa, se vuelve locuaz, se disparan sus comentarios atolondrados, clava las cejas en el ceño y sus ojos se llenan de un fervor irónico y juguetón.
Como un diablo lo conocí yo, en la casa de su padre. Meses antes, a comienzos de 1992, recién cumplidos mis veinticuatro años, me había inscrito en el posgrado de paisajismo de la Universidad Católica. Gabriel Barros, quien gozaba de un notable prestigio académico, sería mi profesor de arquitectura del paisaje. Sus obras eran escasas, pero celebradas por su rigor conceptual. Al principio me fue difícil seguir sus lecciones revestidas de lenguaje arquitectónico. Yo había estudiado agronomía en la misma universidad, a instancias de mis padres. Ella consideraba el paisajismo como un hobby e insistió en que antes estudiara una carrera seria. Y él, como buen médico, creía que tener una base científica era indispensable. Miguel, un compañero proveniente de arquitectura, se percató de mi desorientación y me ofreció ayuda. Él me contó que Barros era conocido por no transar en la sala de clases ni tampoco al proyectar una obra. Inculcaba a sus alumnos la necesidad de hacer «una oferta» y no dejarse influir por los caprichos ignorantes de los clientes. Esta fama de inflexible lo había arrinconado en las aulas del campus El Comendador y poco salía ya de ahí cuando me tocó verlo plantarse frente a nosotros. Transmitía su fanatismo por la arquitectura en cada frase, en cada línea que trazaba. No le tomó mucho tiempo memorizar el nombre de los veinte alumnos, ni tampoco intuir nuestras habilidades y limitaciones. Solía decirme: «Usted, Amelia Tonet —nos trataba a todos de usted—, sabe de plantas y tiene sensibilidad, pero no tiene la menor idea de dibujar. Nada le va a dar el sentido de la proporción y la profundidad como el dibujo a mano. Hágase de una croquera. Verá por primera vez las tres dimensiones». El trato era formal, pero a la vez cercano y cariñoso. Barros se preocupaba de nuestro trabajo como si fuera propio, tenía siempre abierta la puerta de su oficina, conversaba con nosotros después de clases en el casino o en los patios arbolados del campus colonial, nos preguntaba por nuestra vida, hasta se interesaba por los amoríos entre los alumnos del curso. Su histrionismo servía de ayuda. Tenía un dicho apropiado para cada ocasión, imitaba un acento con sólo escucharlo una vez, y si una idea ofendía sus oídos, alteraba el rostro como un mimo.
Cuando terminó el semestre nos invitó a todos a una fiesta. Me extrañó encontrarme con un edificio sin gracia, de los años ochenta, construido en la estrecha calle Las Violetas, en Providencia. Su departamento ocupaba el último piso y la vista se abría al vasto plano de luces que se propagaba hacia el sur de la ciudad. En el salón principal pude ver algunos muebles de diseñadores ilustres, como la tumbona de Mies van der Rohe —una especie de dios tutelar para Barros— y una pareja de sillones Kandinsky de Charles Breuer. Era triste que un arquitecto de renombre no habitara una casa diseñada por él mismo y que su cielo raso no estuviera a más de dos metros cuarenta de altura. Seguro que el salario de profesor no alcanzaba para la que hubiera pretendido construirse en el futuro. Pero Miguel me sacó de ese sentimiento compasivo. Barros se había construido una casa alabada por sus colegas y al poco tiempo la había vendido a una inmobiliaria. Un edificio había tomado su lugar. De ella sólo quedaban algunas fotos en la biblioteca de la universidad. Le ofrecieron un espejismo de dinero y él lo necesitaba. Porque le gustaba vivir bien. La mesa del comedor convertida en un bar rebosante, las flores en cada habitación, el mozo de pajarita sirviendo en bandejas de plata, o los cuadros de firmas conocidas que pendían de las paredes, no dejaban espacio a la duda sobre sus gustos refinados.
Ezequiel se hallaba de pie, apoyado en el marco de una chimenea en desuso. Sostenía un vaso de whisky mientras hablaba con una mujer. Gesticulaba con su mano libre, jugaba con los dedos, reía, sobre todo reía, y enfatizaba sus dichos acercando el rostro hacia ella. Más que su elocuencia, me atrajo su aspecto. Era delgado, alto, el rostro circunscrito por crespos romanos. Ésa era la impresión que causaba: un joven noble de la antigua Roma al que le habían cambiado el atavío. En vez de toga llevaba unos jeans y una polera que sugerían un cuerpo tenso, una profusión de fibras y tendones: su delgadez no parecía la de un alfeñique, sino la de un atleta bien entrenado. Me sorprende ahora esta visión un tanto grandiosa y hasta cursi de ese muchacho que vislumbra el personaje que quiere llegar a ser y actúa según la idea que se ha formado de él. Se trata de una impostación, de un ensayo. Tal vez por eso el arquetipo del noble romano, un joven prematuramente consciente de sus futuros triunfos y privilegios, pero ignorante de los esfuerzos que tendrá que hacer para alcanzarlos. Un joven a medio camino entre la ambición y la fatuidad. Y aun cuando Ezequiel, a sus veinticinco años, podía ser considerado un hombre, la primera imagen que me hice de él, y que más adelante confirmé, parecía vibrar con una urgencia impaciente. Había cierta ebullición en su comportamiento, inquietud en sus miembros, apuro en sus palabras; en fin, un sugerente indicio de que los principios de su personalidad no habían convergido hacia un relativo equilibrio.
Me mantuve junto a mis compañeros, temerosos aún de mezclarnos con el resto de la gente. Nuestra conversación no despegaba de los comentarios circunstanciales. La mayoría de los invitados eran alumnos y exalumnos de Barros, y se oía discutir de arquitectura o se celebraba algún chisme de la escuela. Me extrañó no ver a nadie de su edad —él debía de andar cerca de los sesenta—, ni tampoco había rastros de una mujer que hiciera el papel de dueña de casa. Se acercó a nosotros y nos dijo que parecíamos un rebaño de ovejas asustadas. No quería tímidos en su casa. Los que se sintieran amedrentados, que se tomaran un buen trago. «Vamos, dispérsense, let’s mingle». Algunos se movieron en dirección al bar y, mientras yo buscaba un nuevo refugio con la mirada, sentí posarse una mano en mi hombro. «Ven, quiero mostrarte algo», dijo Barros después de comprobar que nadie más escucharía su excluyente invitación. El trato informal me tomó por sorpresa, pero lo atribuí al espíritu de la fiesta y al hecho de que estuviéramos en su casa. Lo seguí hasta una habitación más allá del cuarto principal. En ese escritorio me encontré con la misma mesa de dibujo que existe hasta hoy, con su lámpara de brazo articulado asomada como una cabeza intrusa sobre un pliego de papel diamante. Gabriel tenía su vista puesta en una pared con repisas, donde se exhibía una docena de maquetas. Supuse que eran las casas que había proyectado. Pero en vez de volverme hacia ellas y manifestar mi admiración, me quedé mirándolo a él. No me cupo duda de que el hombre que había visto hacía un momento apoyado en el marco de la chimenea era su hijo. Bajo la carne reblandecida por los años se podía apreciar un barrunto de las facciones de Ezequiel, una distorsión de las líneas armónicas y definidas que había observado un rato antes. Crueldad de un «Gran Arquitecto» que debió esperar una generación para dar con las proporciones adecuadas. Las cejas de Gabriel eran hirsutas, la mandíbula débil, la nariz un peñón de poros cavernosos. El espeso pelo gris y su piel cerúlea no resultaban de ayuda en la despiadada comparación. Sin embargo, padre e hijo tenían los mismos ojos vivaces, agresivos, categóricos. El brillo de la mirada surgía desde cuencas de piel oscura, un escenario propicio para sus juegos. Con el tiempo observaría que los ojos de Ezequiel también podían volverse inofensivos, benevolentes, hasta temerosos, lo que no ocurría en el caso del padre. Y no era que Gabriel Barros estuviera pagando el precio de los años. Por las fotos familiares que me tocó ver más adelante, ese hombre nunca fue atractivo. Una especie de rusticidad dominaba sus facciones, al punto de que si no hubiera sido inteligente y desenvuelto, habría pasado por un tipo con un leve retardo mental.
Recuerdo que sostuvimos una larga conversación sobre las maquetas. Estaban hechas con láminas de madera y respondían a su estilo de techos planos y anchos aleros. Las había construido él mismo, cada una con sus manos, contra la costumbre de la mayor parte de los arquitectos, que suelen encargárselas a estudiantes en práctica o a dibujantes. En un primer momento pensé que me había llevado ahí para mostrarme sus obras y recalcar sus enseñanzas. Aseguró que había aprendido más de cada una de esas casas mientras hacía la maqueta que durante el dibujo de los planos. Y casi me ordenó que construyera modelos de los jardines que me tocara diseñar. Debía constituirme en el objeto imaginado, aunque fuera a una escala pequeña. No estuve de acuerdo. No se podía tratar a los árboles y las plantas como cualquier otro material, su asociación era dinámica en el espacio y en el tiempo… De pronto me tomó del codo y me dijo que yo era la más «despierta» del curso. La cercanía física, la mirada rapaz y las palabras mordidas lo delataron. Me separé de él con la excusa de estudiar de cerca una maqueta y seguí hablándole de mi preferencia por los jardines sueltos antes que los rigurosos, ingleses versus franceses; quería darle tiempo de recapacitar. Pero había escogido la maqueta equivocada. Sentí su cuerpo encorvarse sobre el mío, mientras susurraba en mi oído: «Es la maqueta de mi casa».
Fue entonces cuando entró Ezequiel. Se burló de la costumbre de su padre de mostrarles la casa a sus alumnas preferidas. Tiendo a pensar que durante unos segundos se libró un duelo entre machos por el favor de una hembra, ironías como dentelladas que he olvidado. Y aunque su tono de voz demostraba cierta inseguridad —como si lo desafiara por primera vez—, Ezequiel parecía resuelto a no dejarse apabullar por su padre. Llegó a decir que no sólo traía a las mejores alumnas, remarcando el doble sentido, sino que también a los mejores alumnos. Creí haber entendido mal: un hijo no podía faltarle el respeto a su padre de ese modo, y éste no podía recibir esa insinuación con ostensible complacencia, sonriendo, mirando a su hijo por encima de unos lentes figurados, como si no pudiera creer lo que veía a través de los cristales de la realidad. Al final, Gabriel abandonó su trato cercano y su cuerpo volvió a erguirse, investido de orgullo magisterial. Parecía recurrir a un renovado histrionismo, como quien echa mano a un disfraz, y el que fuera un animal de presa pasó a ser la mansa representación de un hombre digno. Renunciaba a mí, entregado a la contemplación de su hijo.
Me sentía confundida, y la voz de Ezequiel, con su dominio de la entonación, fue un tranquilizante eficaz una vez que estuvimos a solas. Cruzamos preguntas convencionales y me ofreció un pito de marihuana con toda naturalidad. Al igual que la mayoría de mis compañeros, yo fumaba cada vez que podía, incluso para trabajar. Así que acepté de buena gana. Nos sentamos en un estrecho sofá, con nuestros cuerpos rozándose. Tenía para mí la atención del hombre que me había gustado apenas verlo. El entusiasmo y la confianza con que me hablaba me hicieron olvidar el pudor que la arremetida de su padre había despertado. Cuando la atracción mutua se reveló, me invitó a conocer su cuarto. ¿Tenía para enseñarme algo tan especial como las maquetas de su padre? Y él se rió con esa risa impulsiva, incluyente, un sortilegio para espantar las aprensiones; se declaraba feliz de que me mostrara maliciosa. La simple virtud de poder reír con entusiasmo y honestidad, con un sentido absoluto —como el olfato o el oído— para escoger el momento y el grado, puede ser lo que más extrañe de Ezequiel, más que sus ojos indefensos de las mañanas, más que su cuerpo firme. A decir verdad, su cuerpo ya no me importa, ni tampoco sus «genialidades». Pero su risa…
Cruzamos el departamento y salimos al hall de los ascensores. Del bolsillo sacó unas llaves y se dispuso a abrir la puerta del departamento enfrentado al de su padre.
«Ah, perdón, no te había contado. Mi madre y yo vivimos aquí».
Ni una sombra de embarazo cruzó su expresión.
«¿En otro departamento?».
«Ellos lo prefieren así».
«Pero tu mamá no está en la fiesta…». «No, está dormida hace rato, con dos rohipnoles cuidándole el sueño. Así mi padre puede cazar tranquilo».
Esa noche no nos metimos a la cama, pero la siguiente sí. Fue un polvo rápido, demasiado rápido, en las narices de su «santa madre», como la llamaba él, que dormía en el cuarto contiguo noqueada por los somníferos.

 

 

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