El instante / Malú Urriola

Porque un instante que me ha abandonado, hace más de un par de décadas, la hallé en el país del horror, abierta como flor del aire y la hice mi hogar bajo los pies, mi puente sobre el abismo, mi parnaso sin sentido, mi luz, mi lorquiana luna, mi hernandiana pasión, mi amante, mi roca de Léucade, mi brazo doblado a la vida, mi escupir al cielo, mi ojo nómada, mi pena, mi risa, mis brindis, mis ladridos a los astros nadando en el vacío, mis vueltas en círculos, mi morderme la cola, mi arrepentimiento, mi culpa, mi acierto, mi lápiz de arena, mi paraíso recobrado, mi cementerio, mis pulgas, mis tres esquinas, mi sombra, mi valle, mi camino, mis dedales de oro, mi silencio sauce, mi danza de álamos, mis zapatos sin tacos, mi grillo cojo, mi mariposa manca, mis pedregosos años, mi catarata, mis olas, mi espuma, mi bote náufrago, mi pez alado, mi escama, mi corazón, mi estrella de nueve puntas, mi pacífico océano, mi canto de ballena, mi cruz del Sur, mis tres Marías, mi siglo de guerras y hambre, mi ansia de pluma en el viento, mi sol poniéndose en el hombro de una anciana, mi duda, mi sorda y disléxica experiencia, mi rana en el árbol, mi tropezón, mi imperdible, mi cucharita de café de Prevert, mis campanas de Apollinaire, mi muleta con ruedas, mi tos, mi cigarro, mi carrusel, mi agujero sin cabeza, mi estampida, mis libros, mis piedras, mis cosas inservibles, mi ironía, mi hacerme a mí misma con cada palabra, mi privilegio, mi elección sobre tantas para recoger unas pocas, mi determinación, mi gozo, mi dicha.
      
     Puesto que hallé a la poesía no me dediqué a atender más señor que mis versos, ni me doblegué a una vida cacofónica, ni acumulé quejas de terno gris, ni apremios de ambulancias, ni dejé de saltar cercos, ni los años me han impedido seguir abrazando árboles, ni las paredes del saber me han dificultado mirar el cielo, ni me obnubiló lo visual, ni la sonoridad, ni la composición, ni fui valiente y no escribí, ni fui cobarde y dejé de hacerlo, ni culpé a nadie de mi suerte, ni me creí genius ni profeta simbolista, ni concerté más cita que con la fugacidad, ni escribí lo que no quise, ni me apoltroné en la comodidad del temor, ni me frenó la mudez, ni los minutos de gloria de una elite más triste que mil mudos, ni las apariencias se adueñaron de mí, ni gané ni perdí nada que pueda llevarme a la tumba, ni renuncié ni fui ascendida, ni partí ni he regresado, ni marqué mis pertenencias pues nada me ha pertenecido, con la salvedad de algunos instantes que he vivido o he leído, ni temí a la interrogación retórica, ni al camino cuando se bifurca, ni al Tártaro, ni al Hades, ni a la congoja, ni al tedio, ni senté a la belleza en mis rodillas para injuriarla, ni he olvidado mi naturaleza por más hermosa que fuese la jaula.
      
     Si escribo lo hago para transitar por el instante, retener su partida un poco más, afinando la oreja del ojo en ese breve periplo de presencia, pues cada palabra que se escribe y se piensa, en el futuro retornará al pasado y viceversa. Si escribo es porque los instantes me aguardan de la misma manera en que yo los aguardo a ellos, que habitan cerca, al borde de nombrarse. Tratar —no digo que lo consiguiera alguna vez— de descifrar el misterio que es para mí la ancha vida (tal como quien escribe y mi especie debemos serlo para ella) ha sido el objeto de mi deseo. Al momento del hallazgo, en que la poesía emana frente a los ojos panópticos y ciegos, y se logra vislumbrar su efímera presencia, le he concedido la total importancia de mi existir. En esos instantes me hallo ante la comprensión más menos incierta y errónea, por cierto, de lo que podría siquiera llegar a «ser» la poesía y lo que ella hace con una vida cuando se acerca estremecida en carne de instante.
      
     Las personas atesoran y desean muchas cosas y trabajan para ello. No soy quién para afirmar si son cosas fútiles o no, pero sé que mi deseo es quizá más ambicioso, atesoro palabras, sonidos, texturas, pelícanos con el hocico colmado de pájaros, ideas pequeñas, instantes, que caben perfectamente entre seis tablas y este cuerpo.
      No tengo nada de qué quejarme, ni de la vida, ni de la poesía. Por el contrario, la poesía ha sido mi fortuna. Cuando he metido la «cola en la ciénaga» ha sido por la insensatez de esa juventud que cuesta dejar ir, y si me he recobrado fue porque ambas —vida y poesía— que para mí son una sola, me han brindado su mano verde, «verde viento y verde rama».
    
     El romance que he tenido con la vida y la poesía y ellas conmigo, me ha convencido de sus bondades, su agreste y fina belleza.
      
     No puedo desmembrar vida y poesía, pues las reconocí juntas al aprender a leer y sé que forman parte de algo inabordable que reafirma mi pequeñez e insignificancia.
      
     Lo importante es el camino que me hace recorrer el libro que esté escribiendo. Las puertas que abre. Las que cierra o desestima. Los mundos en los que me sumerjo. Escribir es una de las más hermosas aventuras que he elegido vivir. Escribir, leer poesía y experimentar el irónico juego de la vida son mi pasión. Soy una intrusa de las relaciones que mantiene la vida con su multiplicidad de partes insondables y diminutas y trato, tal vez vanamente, de descifrar aquello que extrañaré y me extrañará cuando la patuleca muerte venga por estos huesos.
      
     Como en todo en mi vida, tengo tiempos de pasión y entrega ciega. Otros de ciega lucidez y retiro.
      
     La mismidad de la pregunta de por qué escribo aún carece en mí de respuesta y sería el fin del recorrido si la hallara. Mi trabajo está puesto precisamente en tantear, sondear, bucear en la percontari del asunto de la poiesis.
      
     Sólo he comprendido con las trancadas que dan los años, que para vivir y escribir poesía hay que tener huesos que no teman hacerse polvo. Soy un animal de la poesía, que persiste en el encomio de entrenar los músculos para una experiencia fugaz. Y, como Chuang Tzu, nunca sabré si sueño que escribo o son las palabras quienes me sueñan un instante.

 

 

 

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