(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del ITESO, colaborador de la revista Magis.
La aventura alimentó al cine desde sus inicios por una buena razón: el provecho artístico y los apreciables dividendos que de ella obtenía la literatura. Al momento del nacimiento del cine (1895), Jules Verne era ya un clásico en Francia, así como lo era Mark Twain en Estados Unidos o Charles Dickens en Inglaterra. En buena medida su éxito se explica por la emoción que la habita: no en vano a menudo se ubica al cine de aventuras como un subgénero del thriller, el género que lleva en su definición la emoción y en el que también caben el suspense y el misterio. Y la emoción es acaso la ruta más fructífera que tienen las historias para aspirar a ser significativas.
La aventura siempre ha presentado más de un domicilio genérico y apreciables rasgos de hibridez. Ha establecido sólidos nexos con la fantasía o la ciencia ficción: verbigracia, El viaje a la luna (Voyage dans la lune, 1902) de Georges Méliès, que sigue el devenir de un grupo de científicos por la luna y se inspira levemente en Verne; con el wéstern, como ilustra Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903) de Edwin S. Porter, cuyo título es ya suficientemente elocuente; con el drama, como dejan ver un par de cortometrajes realizados en 1897 y 1898 que se inspiran en Oliver Twist: Death of Nancy Sykes y Mr. Bumble the Beadle; o con la comedia, como en La general (The General, 1926), una de las obras maestras de Buster Keaton, que sigue las peripecias de un maquinista por recuperar su locomotora, que ha sido robada por espías insidiosos.
Actualmente —y desde hace algunos lustros— es notoria la hibridación de la aventura con la fantasía y la comedia. Podemos constatarlo en buena medida en franquicias que han sido exitosas y que acumulan numerosas entregas. Es el caso de la serie de películas protagonizadas por Indiana Jones, que se inauguró en 1981 con Los cazadores del arca perdida (Raiders of the Lost Ark) y bajo el auspicio de artistas célebres que convierten en millones en la taquilla todo lo que tocan: Steven Spielberg —quien se hizo cargo de las cuatro primeras entregas— en la dirección y George Lucas en la escritura (crédito que comparte con Lawrence Kasdan y Philip Kaufman). La saga inaugura la acción en 1936 y sigue a Jones en sus afanes por encontrar el Arca de la Alianza —un cofre que, de acuerdo con los textos bíblicos, contiene las tablas de los mandamientos— antes que los nazis. La quinta y más reciente entrega presenta una renovación del personal detrás de la cámara y llega a las pantallas este año: Indiana Jones y el llamado del destino (Indiana Jones and the Dial of Destiny, 2023). En la silla del director está James Mangold, responsable entre otras, del western 3:10 misión peligrosa (3:10 to Yuma, 2007). Al personaje principal le sigue dando vida el octogenario Harrison Ford, quien ya requería ser «doblado» en las escenas de acción desde hace muchos ayeres.
En esta categoría también caben franquicias como Piratas del Caribe, que pone al día las aventuras de piratas y, entre 2003 y 2017, ha engendrado cinco largometrajes y recaudado más de seis mil millones de dólares, y La guerra de las galaxias (Star Wars), que entre 1977 y 2019 ha producido tres trilogías y un par de spin-offs —películas encabezadas por personajes que surgen de la franquicia matriz—, así como numerosas series animadas o de live action, cuyos ingresos van de los cuatrocientos millones que obtuvo Han Solo (2018) a los dos mil doscientos del Episodio VII (2015).
Mención aparte merecen en este paisaje las películas que provienen de las páginas de las historietas y que tienen como protagonistas a los llamados superhéroes. En ellas se conjuga la aventura con la fantasía y, en tiempos recientes, la comedia. Ésta última ha tenido tanta relevancia desde hace algunos años que bien cabría hablar de épica cómica. Ya es habitual que algunos súper alternen bufonerías con gestas extraordinarias. Compiten en este mercado dos «marcas» reconocidas: Marvel y DC Comics. En el primer caso se habla de un Universo Cinematográfico. Y si a principios del siglo la irrupción de estos personajes representó un aire fresco para el cine, hoy es una pachanga inabarcable y medianamente ociosa e insulsa. En este fenómeno tuvo particular valor la obra de Stan Lee, quien originalmente albergaba propósitos educativos y afanes esclarecedores con personajes como el hombre araña, los hombres X o Hulk. Y si tuvimos sustanciosas entregas como Hombres X (X-Men, 2000) de Bryan Singer —que hace un sensible llamado a convivir en la diversidad—, Hulk de Ang Lee (2003) —que explora los sinsabores entre la paternidad y la filiación—, o El hombre araña (Spider-Man, 2002) de Sam Raimi —que ilumina con afanes éticos las contrariedades del crecimiento—, hoy día se saca poco provecho artístico de lo que es una provocadora especulación pero ya es casi una payasada temática y una fuente taquillera que parece inagotable: los multiversos. En total y agrupadas en diferentes sagas, van más de treinta títulos realizados entre 2008 y 2023, y en preparación hay otra decena. Frente a esta empresa aparece DC y sus superhéroes emblemáticos, con Batman y Superman a la cabeza. Pero si la trilogía del primero que realizó Christopher Nolan es una verdadera maravilla, una exploración minuciosa y angustiosa de las diferentes aristas del miedo, el llamado «Universo extendido de DC», que convoca a otros personajes y acumula dieciséis títulos hasta 2023, es un divertimento tan vacío como el de la «tienda de enfrente».
Son tan huecas las entregas de la épica cómica, que Martin Scorsese no dudó en afirmar que las películas de Marvel son «parques de diversiones» antes que cine. Son fantasías que han perdido el piso y se lanzan por la ruta de la superchería y la magia, sin ofrecer mayores comentarios, reflexiones profundas o cuestionamientos atendibles sobre la realidad de a de veras. Su proliferación ha provocado que más de una generación voltee para otro lado, que eluda su circunstancia y se refugie en universos alternos. A mí me parece que hoy día este género de películas es lo que en tiempos de Cervantes eran los libros de caballerías. Y aunque lo veo poco probable, no pierdo la esperanza de que en algún momento aparezca un Quijote cinematográfico que enderece este cine tuerto