A Julio Verne se le recordará por sus novelas de viaje, imbuidas del conocimiento científico de su época. Nació el año 1828 en la Bretaña francesa, en la ciudad de Nantes, a orillas del río Loira y muy cerca del océano Atlántico. Fue hijo de un procurador adinerado que lo animó a leer sobre ciencia. Se cuenta que a los 12 años de edad intentó colarse como polizón en un barco que se dirigía a las Indias, con la intención de buscar un collar de coral para regalárselo a una de sus primas. Luego de ser descubierto, regresó a su casa, donde se le amonestó en forma severa. Su padre le hizo jurar que nunca más lo volvería a hacer. «Sólo viajaré en mis sueños», le dijo.
De alguna manera Verne cumplió su palabra, pues, si bien cuando se hizo adulto y era ya un escritor famoso realizó varios viajes, sus aventuras más conocidas fueron de índole estrictamente literaria. El progreso de la ciencia y la tecnología fue emblemático del siglo xix, dado que representaba el mayor avance del ser humano por dominar la naturaleza y conocerla a profundidad. Su materia literaria está basada en la necesidad de construir un mundo más habitable, así como en la voluntad de transmitir los valores de la ciencia a los jóvenes. Asimismo, como lo harían muchos escritores de ciencia ficción después que él, las novelas de Verne pretenden predecir cómo sería la humanidad en un futuro dominado por las «virtudes» tecnológicas, como él las llamaba.
Los oficios y los objetos de la realidad también le llamaban la atención. «He visto aparecer los cerillos, los cuellos duros en las camisas de las personas», dijo alguna vez a un periodista, «el papel para escribir cartas, los sellos de correos, el sistema métrico, los barcos de vapor, los ferrocarriles, los tranvías, el gas, la electricidad, el telégrafo, el teléfono, el fonógrafo». Ciertamente, Verne perteneció a una generación de escritores que nació bajo el espíritu del inventor Thomas Alva Edison.
Impresionado por el personaje literario Robinson Crusoe, a quien trataría de recrear una y otra vez en sus propias obras, Verne solía basarse en hechos reales que leía en la prensa para concebir la trama de sus novelas. Una expedición de carácter geográfico a las tierras ignotas de África, por ejemplo, le sirvió de pretexto para escribir Cinco semanas en globo. De igual manera, la noticia de que un geólogo norteamericano había estudiado el interior de la Tierra fueron motivo suficiente para encender su imaginación y escribir Viaje al centro de la Tierra.
Sin embargo, este interés por combinar el viaje y la ciencia en un texto literario no surgió de inmediato. Verne descubrió la vida literaria por su mentor, el escritor Alejandro Dumas, quien lo ayudó a abrirse paso en el París de la segunda mitad del siglo xix. En ese entonces combinaba sus actividades como agente de bolsa y escritor de operetas líricas que, con el auxilio de Dumas, logró montar en algunos teatros de París.
Fueron los relatos de Jacques Arago y Edgar Allan Poe los que causaron honda impresión en el hombre maduro, así como la aparición de la revista Au Tour du Monde, editada por Jacques Hachette. En 1851 Verne comenzó a publicar una serie de relatos breves en otra revista, Musée de Familles, en los que aparecían medios de transporte inéditos, basados en los avances científicos del momento. En 1862 se publicó su primera novela de aventuras conocida, Cinco semanas en globo. En aquel entonces conoció al editor Pierre-Jules Hetzel, quien le publicaría la serie Viajes extraordinarios y otros libros de éxito entre el público lector. Influido por las narraciones fantásticas de Edgar Allan Poe, incluyó en su Viaje al centro de la Tierra monstruos antediluvianos y planteó sus propias conjeturas acerca de la composición geológica de las profundidades terrestres a partir del estudio de los volcanes.
Otro de los temas que fascinaron a Verne fue la exploración de los cuerpos celestes. La lectura de diferentes estudios astronómicos le dio motivo para escribir el relato De la Tierra a la Luna. En él destaca el grado de verosimilitud con que aborda el asunto, a pesar de lo increíble que resultaba siquiera pensarlo en aquella época. El cohete es disparado por un gran cañón, lo que le permitiría atravesar la atmósfera terrestre; más sorprendente es el hecho de que Verne se refiriera con detalle a los materiales de su nave, muy similares a los que se emplearon durante las primeas expediciones astronáuticas.
Además, según su relato, el lanzamiento del cohete se realizaría desde una base situada en el estado norteamericano de Florida, cosa que sucede hoy en día. La tripulación consta de tres astronautas, como sucedió en la primera expedición de la nasa que viajó al satélite, y el seguimiento se hace desde la Tierra con un potente telescopio. Al regresar, la nave cae al mar en el océano Pacífico. Esto es lo que se hacía hasta antes de la fabricación de los transbordadores espaciales. Su éxito llevó a Verne a escribir una segunda parte, bajo el título de Viaje alrededor de la Luna, donde un grupo de expedicionarios explora la superficie de dicho satélite.
El futurismo también le interesó mucho. En una novela peculiar, rechazada por el editor Hetzel, Verne nos ofrece un panorama de París en el año 1960, donde las calles se alumbran con electricidad y los medios de transporte, que circulan por aire y debajo de la tierra, usan como combustible aire comprimido. Optimista en cuanto al futuro, convencido de las bondades de la ciencia y la tecnología, años más tarde escribió otro relato insólito para su época, ambientado en la ciudad francesa de Amiens, donde vivió varios años. En éste nos planeta la existencia de trenes ultrarrápidos que cuentan con pasarelas de vagón en vagón, cosa inusual en esos días, y nos presenta una sociedad donde ya no hacen falta los abogados, pues no existen pleitos entre las personas, y la educación se limita a enseñar ciencia y matemáticas.
Hay quienes creen que Verne no viajó como lo hizo en sus libros. En realidad, hizo varios viajes por barco a las islas británicas y Escandinavia, entre 1858 y 1862. Más tarde, en 1867, efectuó un viaje trasatlántico a bordo del Leviathan, entonces el buque de pasajeros más grande del mundo, que cubría la ruta desde el puerto inglés de Southampton a Nueva York, en los Estados Unidos. Esta experiencia quedó plasmada en un relato intitulado Una ciudad flotante.
A su regreso a Europa visitó la Exposición Universal de París de 1867. Las novedades que ahí se mostraron lo inspiraron para escribir una de sus novelas más conocidas, Veinte mil leguas de viaje submarino. Como su nombre lo indica, es un viaje por las profundidades marinas a bordo de un submarino llamado
Nautilus que se dirige a las regiones polares y el cual funciona con placas eléctricas; además, los tripulantes utilizan extraños trajes de buzo. Poco después se enteró de que un científico estaba calculando el tiempo que tomaría dar la vuelta al mundo. El desafío de circundar el globo terráqueo en el menor tiempo posible simbolizaba su propósito de fusionar la trama tradicional de la novela de aventuras con las ventajas del progreso tecnológico.
Sin renunciar al influjo literario de Daniel Defoe, Alejandro Dumas y Walter Scott, Verne construyó personajes con los que el público pudo identificarse plenamente. Arrojados como Miguel Strogoff, bondadosos como Phileas Fogg, incluso podría decirse heroicos, como el capitán Nemo, Verne trata de reunir en ellos la ética que regía la vida de la clase media europea con un mundo que estaba por llegar, el mundo de la alta tecnología.
Quizá fue esta fe ciega en la ciencia y la tecnología lo que le ganó el desprecio de muchos intelectuales, quienes lo consideraron un autor de mero entretenimiento y sin ninguna oportunidad para ser considerado como un gran autor de la corriente principal en la literatura. Así, nunca pudo ingresar en la Academia Francesa, aunque en 1870 le fue concedida la Legión de Honor de su país y, dos años más tarde, ingresó en la Academia de Amiens.
Los últimos años de su vida no fueron los mejores. A su mala salud se sumó un atentado llevado a cabo en 1886 por un sobrino suyo, enfermo mental, que lo dejó cojo y lo obligó a vender el barco con el que navegaba por placer. Hoy una montaña de la Luna lleva su nombre.