La danza de Gagarin / Juan Antonio Montiel

(Poesía y ciencia en William Carlos Williams)

Lo que sigue no es sino una serie de comentarios a un muy breve poema, por más que, a todas luces, apunte a un asunto decididamente mayor, incluso a una investigación en toda regla que —no me importa confesarlo— no tengo intenciones de proseguir. Baste saber que tal investigación posible tendría por objeto el papel de la ciencia en la obra de un poeta que, de no ser por unas cuantas traducciones y un pequeño prólogo —surgidos de la pluma de Octavio Paz y José Emilio Pacheco— sería aún más desconocido de lo que es en nuestro contexto. Me refiero a William Carlos Williams (1883-1963), el poeta-médico de Rutherford, Nueva Jersey.
    En contraste con la indiferencia de nuestro ámbito, Williams tiene un lugar asegurado en la historia de la poesía en los Estados Unidos. Al lado de poetas como Ezra Pound o T. S. Eliot —con quienes contrasta vivamente—, formó parte de la generación que trajo la modernidad a la poesía en inglés. Aquélla fue una empresa sobre la que los norteamericanos tuvieron una exclusividad casi absoluta; sin embargo, entre sus compañeros de generación, el más norteamericano de todos fue el propio Williams: a diferencia de otros, que recularon en Europa o que, en todo caso, hicieron gala de cosmopolitismo, el doctor Williams vivió y murió en Rutherford, una pequeña ciudad del este de los Estados Unidos —cuya población nunca ha superado las 20 mil personas—, donde sobrevivió ejerciendo la medicina.
    Sea como fuere, es un hecho que la radicalidad de las transformaciones que impuso a las letras el arribo de la poesía moderna —un cambio que, en palabras de Octavio Paz, «afectó por igual al verso y a la prosa, a la sensibilidad y a la sintaxis, a la imaginación y a la prosodia»— no podría entenderse sin tener en cuenta el peculiar auge de la ciencia y la tecnología a finales del siglo xix y principios del xx. Es de sobra conocido, por ejemplo, el vínculo entre el cubismo y los avances científicos que progresivamente impusieron la objetividad como principio de acción, incluso en la vida cotidiana. La poesía de Williams no sólo se alimentó del
cubismo (lo mismo que de otros movimientos artísticos de principios del siglo xx), sino que se entregó a una reformulación de lo propiamente norteamericano que, dadas las circunstancias, le imponía una peculiar relación con la ciencia, fundamentalmente en su vertiente tecnológica, eje sobre el que se hacía (y aún hoy en cierta medida se continúa haciendo) descansar la identidad última de los Estados Unidos. Si bien es cierto que la postura de Williams frente a este eje tecnológico no careció de ironía (en un ensayo sobre Duchamp, luego de hacerse eco de la admiración de éste por los avances de Norteamérica en ámbitos como el drenaje de las ciudades y la construcción de puentes, Williams añade en la lista de «avances» de la tecnología las camas gemelas), o cuando menos de una cierta ambigüedad, parece imposible entender la obra de William Carlos Williams sin tener en cuenta su permanente interrogación acerca del papel de la poesía en un mundo en el que, aún más que hoy, la ciencia y la tecnología se presentaban como saberes absolutamente dominantes, como el fundamento mismo de una modernidad en la que la poesía entendida tradicionalmente no tenía cabida.
    En un poema tan temprano como «The Wanderer», de 1914, puede encontrarse ya un verso en el que Williams se pregunta qué debe hacer el poeta para convertirse en «un espejo de la modernidad». Esta interrogación no hará sino repetirse a lo largo de toda su obra hasta verse convertida en el fundamento de una incesante investigación formal que culminaría con la instrumentación de lo que Williams dio en llamar el «pie variable», un concepto en el que, según diversos especialistas, resuenan las ideas de Einstein.
El caso es que, como he dicho ya, a poco de comenzar a repasar la obra de Williams, lo que debería ser una serie de breves comentarios a un poema aún más breve se convierte en un asunto que atañe, cuando menos, a la obra completa del poeta; un asunto impertinente, por una parte, dado el escaso eco de la obra de Williams en nuestra tradición, y por otra claramente inabarcable, cuando menos para mí.

*

Mi interés por William Carlos Williams se remonta a los primeros años noventa, cuando el poeta Hugo Gola me regaló un ejemplar de la memorable revista Poesía y Poética que incluía un poema de Williams. Quince o dieciséis años después propuse a la editorial Lumen la traducción del último de los libros de Williams, Pictures from Brueghel (Cuadros de Brueghel, Lumen, 2006), a la que se sumaría más tarde una traducción de Journey to Love (Viaje al amor, Lumen, 2008). Cuando se me planteó escribir un texto que pusiera en relación la literatura y la tecnología, me vino inmediatamente a la cabeza un poema que se publicó en Pictures from Brueghel el mismo año de la muerte de Williams, pero que fue escrito, en realidad, en 1961. Helo aquí:

    Tacón y punta hasta el fin

    Gagarin declara, en éxtasis,
    que pudo haber
    continuado para siempre  

    flotó
    comió y cantó
    y mientras emergía de aquellos

    ciento ocho minutos fuera de
    la superficie de
    la Tierra estaba sonriendo

    Entonces volvió
    a ocupar su lugar
    entre el resto de nosotros

    de toda aquella división y
    sustracción una medida
    punta contra tacón

    tacón y punta sintió
    como si hubiera
    estado bailando

    En un principio me interesaba menos la contemporaneidad de
Williams con el hecho narrado en el poema que el que este hecho fuese, en particular, la «caminata espacial» del cosmonauta ruso Yuri Gagarin; un asunto que, desde cualquier punto de vista, remite a la relación entre poesía y ciencia (o bien, poesía y tecnología). Sin embargo, está claro que, desde su mismo comienzo, el poema hace evidente su vínculo con el lenguaje periodístico. En esta dirección apuntan, además, ciertas notas de Florence Herman, la esposa del poeta, que nos permiten reconstruir la escena previa a la escritura de «Tacón y punta hasta el fin» («Heel and Toe to the End»). En un ejemplar de Cuadros de Brueghel perteneciente a John C. Thirlwall, futuro editor de la correspondencia de Williams, Flossie —así era como el poeta llamaba a su esposa— anotó: «Después de leer el Times subió corriendo las escaleras y escribió esto». La edición del New York Times a la que se refiere Herman corresponde al 14 de abril de 1961, y en ésta constan frases que pasarían casi textualmente al poema; en primer lugar, las declaraciones de Gagarin: «Pude haber continuado allí para siempre» y el subtítulo que se leía debajo: «Gagarin, en éxtasis, dice que flotó, comió y cantó».
    El uso de esos «recortes» de periódico reviste un interés en sí mismo, por más que ese tipo de práctica se haya vuelto relativamente común —y por tanto invisible— en la poesía contemporánea. Entre otras cosas, implica la admisión de la mera información en un terreno que, relativamente poco antes, parecía enteramente copado por la lírica; y, enseguida, la aceptación de una perspectiva propia de la ciencia, el dato —privado de toda subjetividad—, en el ámbito de la poesía. Los profundos vínculos entre la información y la ciencia no resultan novedosos para nadie: la velocidad y profusión, la exigencia de neutralidad y objetividad propias de las noticias hacen pensar en la importancia de los datos para la mentalidad científica. La aparición de la prosa periodística en el poema, sin embargo, dota a éste de una capacidad de la que tradicionalmente parece carecer: la de servir explícitamente como medio de información, lo que supondría una anulación de la distancia entre la escritura científica y la del poema. Sin conceder nunca que los poemas hayan permanecido, hasta entonces, ajenos a la información, Williams reconoce las dificultades que tradicionalmente ha supuesto el acceso a la información pura contenida en un poema. En uno de sus últimos poemas, «Asfódelo, esa flor verdosa», de Viaje al amor, puede leerse:

                            Es difícil
    sacar noticias de un poema
            aun cuando hoy muchos mueren miserablemente
                        por carecer
    de lo que ahí se encuentra.

    Las primeras líneas de «Tacón y punta…», sin embargo, pertenecen al ámbito de la pura información. Y esta condición informativa no es válida solamente para los contemporáneos del poeta, sino para todo aquel que desconozca las declaraciones de Gagarin (o incluso para el improbable lector que nunca haya oído hablar del cosmonauta). Inmediatamente después de esos versos, y sin que se haga evidente ninguna transición —que no sea la disposición en forma de versos— entre el lenguaje «poético» y la «prosa» periodística, se colocan las reflexiones del poeta, que apuntan a la posibilidad de la aparición, por intermedio de la caminata espacial, de cierta «medida» que resulta, por una parte, arcaica (tanto como puede serlo el acto de medir usando los pies), por otra, lúdica, o incluso infantil (yo mismo me acostumbré a llamar «gallo-gallina» a esa manera de medir el espacio, empleada en una variedad de juegos, y cuyo equivalente se llama, en inglés, precisamente «heel-to-toe»), y finalmente estética (el baile, en el que punta y tacón golpean alternativamente el suelo). Williams parece celebrar, de este modo, tres aspectos de la caminata espacial, ninguno de los cuales parece tener, cuando menos en un primer momento, relación alguna con la tecnología moderna.
    Lo anterior justifica que un lectura preliminar de «Tacón y punta…» apunte al predominio de la ironía en la perspectiva de Williams sobre un hecho que era ya indiscutiblemente histórico en el momento mismo de acontecer: el mayor avance científico contemporáneo se resolvería, según este punto de vista, en una danza más o menos banal, cuando no en una posibilidad tecnológica superada o fútil. Sin invalidar necesariamente el contenido irónico —o incluso humorístico— del poema de Williams, es posible, sin embargo, vincular las observaciones del poeta sobre la caminata espacial a diversas reflexiones que, como he dicho antes, atraviesan prácticamente toda su obra. Tan sólo en sus últimos libros podemos encontrar distintas referencias que vinculan la danza con la poesía, lo que implicaría, en todo caso —a menos que el poeta denunciara la banalidad de la propia poesía, cosa que de ninguna manera hace—, que la supuesta danza de Gagarin podría no ser necesariamente banal.
    La más notable de estas referencias se encuentra en el largo poema «The Desert Music» («La música del desierto»), que, curiosamente, narra un viaje a Ciudad Juárez. Las primeras palabras del poema son, justamente, «La danza comienza…», frase que postula una identificación entre la danza y el poema que no hará sino desarrollarse a lo largo del texto. Si la «música del desierto» debe entenderse como la realidad que late bajo la superficie del poema y que obliga al poeta a escribir, incluso contra sí mismo («Una música», escribe Williams, «rompe la calma, y nos saluda / desde muy lejos. / Despierta a la danza»), la danza es el poema mismo que ha de ceñirse a esta realidad, no para intentar copiar, representar o interpretar, sino para identificarse con ella en una mímesis entendida como evocación de la creatividad de la naturaleza (tema que el poeta ya había abordado en un poemario de 1923, Spring and All):

    No copiar, postrados, la naturaleza:
                    ¡danzar! Danzar
    dos por dos con ella …

    Esta sola referencia nos permitiría reinterpretar la danza de Gagarin, desde la perspectiva de Williams, como un acto poético, lo que, en sí mismo, vendría a implicar una peculiar relación de consecuencia entre la ciencia y la poesía. Pero aún haría falta explicar la relación de esta danza con la medida y, más particularmente, con una medida usada en el pasado. Williams trata ambas cuestiones en otro poema extenso, el mencionado «Asfódelo…». La referencia al pasado, implicada en la «medida» de la danza, aparece en este poema claramente vinculada a la comprensión del presente, incluso como un presupuesto de esta comprensión. Lo anterior sería una obviedad si Williams no explicitara que el pasado al que hay que apelar en la comprensión no sólo no es un pasado reciente, sino, con frecuencia, un pasado anterior a lo que nos hemos acostumbrado a denominar «nuestra era»; en todo caso, siempre anterior a la Ilustración:

    Si buscamos comprender nuestro tiempo,
                no hallaremos la clave
                            en los siglos
    dieciocho y diecinueve,
                sino en épocas anteriores,
                            más salvajes y oscuras…

    El «salvajismo» y la «oscuridad» que Williams atribuye aquí al pasado no resumen, sin embargo, su perspectiva sobre el papel de la historia en la comprensión del presente. En el mismo «Asfódelo…», el poeta dedica otro apartado al elogio «de los hombres que dejaron su impronta, / alumbrados por antorchas, / … / en los muros / de prehistóricas / cuevas de los Pirineos». Lo que parece una contradicción se resuelve, en mi opinión, apelando a la importancia que para la obra de Williams reviste el concepto de medida. Un pasaje particularmente esclarecedor en este sentido puede encontrarse en otro lugar de «Asfódelo…», donde, después de describir el viaje de Darwin en el Beagle como «un viaje de descubrimiento, donde los haya», que «abrió nuestros ojos / a los jardines del mundo», Williams se ocupa, entre otras cosas, del viaje de Colón a la futura América:

                                        … pensemos en aquel otro
    viaje prometedor
                que por culpa de la avaricia,
                            alimentando odio
    con miedo,
                terminó en desastre;
                            un viaje
    que a mí mismo profundamente me concierne
                el de la Pinta
                            la Niña
    y la Santa María.
                ¡De qué forma abrió los ojos del mundo!
                            ¡Era una flor
    para la que abril
                 había caído del cielo!
                            ¡Qué amargo
    desengaño!
                 Porque ha habido
                            mentes más
    despiertas que las de los descubridores,
                que en su danza marcaron
                            una nueva medida,
    ¡un nuevo compás!
                pronto perdido.
                            La medida en sí
    se ha perdido
                 y eso lo sufrimos todos.
                            Nos aproximamos en silencio
    a la muerte.

    Esta nueva alusión a la danza, y en particular a cierta danza que, como la que se atribuye a Gagarin, daría paso a una «nueva medida», permite comprender, al cabo, la función que Williams atribuye al conocimiento del pasado en lo que atañe a la comprensión del presente: la observación del pasado permite establecer la medida exacta en oposición a la desmesura —la de la avaricia, por ejemplo—; el «desastre» de todo descubrimiento está determinado, incluido en el caso de los descubrimientos poéticos, por el olvido —la pérdida— de la medida. De este modo, es la medida, una cualidad a un tiempo matemática —tecnológica— y poética, lo que nos permite mantenernos al margen del salvajismo y la oscuridad de otras épocas; una danza, al fin y al cabo, y no sólo los drenajes y los puentes —y las camas gemelas.
    La respuesta a la pregunta planteada por Williams en «The Wanderer», sobre qué corresponde hacer al poeta que busca ser «espejo de la modernidad», pasa, de este modo, por la investigación de la medida específicamente poética. Ésta es, al final, la única que abre la posibilidad de «Danzar / dos por dos» con la naturaleza, del mismo modo que una medida matemática está llamada a armonizar las relaciones de la ciencia, convertida en tecnología, con el mundo. La ausencia de cualquiera de estas medidas, matemática o poética, anticipa el desastre, incluso la muerte.
    El gesto de Gagarin es poético porque es matemático; porque está fundado en la matemática, es decir, en la medida. La tarea del poeta moderno es, de este modo, para Williams, matemática: la investigación de la medida poética nunca mejor dicho: la investigación del pie poético.

*

Williams escribió ampliamente, y respondió un buen número de entrevistas, sobre el asunto de la medida en la poesía, que él buscó resolver echando mano de un «pie variable», cuestión fundamentalmente técnica que es imposible explicar a fondo aquí. Un buen resumen de estas ideas puede encontrarse, sin embargo, en el «testimonio» que el poeta de Rutherford entregó a otro poeta, Cid Corman, para que éste lo publicara, en 1954, en la revista Origin. Pido al lector que me permita terminar con algunos fragmentos de ese texto (la versión en español es de Ricardo Cázares, y apareció en el número 23 de la revista El Poeta y su Trabajo):

El verso —sería mejor no hablar de poesía para no confundirnos— el verso siempre ha estado asociado en la mente de los hombres con la métrica, es decir, con las matemáticas… Actualmente el verso ha perdido toda métrica… No logran entender que ya no es posible hacer poemas siguiendo la medida euclidiana, por muy «hermosos» que ésta los haga. Los cimientos mismos de nuestras creencias han cambiado. Ya no vivimos de esa manera; en el fondo, nada ha sido ordenado en nuestras vidas de acuerdo a esa medida… La invención es la madre del arte. Debemos inventar nuevas formas que tomen el lugar de aquellas que se han desgastado… No hay verso que pueda ser libre, debe ser gobernado por algún tipo de medida, mas no la vieja medida… La relatividad nos da la pauta. Así que, nuevamente, las matemáticas vienen al rescate de las artes. La métrica, esa palabra ancestral en la poesía, algo que hemos olvidado en su significado literal de «lo medido», se pone en contacto otra vez con lo poético… Sin medida estamos perdidos.

 

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