14 de febrero de 1929, Ciudad de México
La sede de la Cruz Roja es un sótano iluminado por luces amarillentas y enfermas. Rejas de hierro que enmarcan la noche. El delirio de las quemaduras en las paredes, del polvo sobre el suelo. Hay largas bancas de madera clara de pino, imágenes de la Virgen con los ojos ensangrentados. La Virgen está vestida con pomposos ropajes: amarillos, ocres, carmesíes; magníficos encajes. El hijo de Dios en sus brazos, cubierto de preciosos tapices, tiene los dedos fofos, el humor del niño aburrido.
Sus manos eran pueblos, la frente nubes. La lengua un caballo ciego en la pradera.
«Quizá por su físico de atleta, tal vez se salvará…», dice un cirujano. «Técnicamente la operación fue un éxito…». La bata blanca manchada de sangre. La sangre de Julio. El cirujano desaparece.
¿Tenía lentes? Quizá no. Quizá eran sólo sombras.
La helada corroe una ventana, empuja la telaraña de los cristales hasta adentro del vidrio. Afuera, en las calles de la Ciudad de México, desde el Zócalo hasta los jardines de Xochimilco, asuela un viento gélido que vuelve la noche aún más límpida. Millones de estrellas se quiebran, como cristales bajo golpes de mazo.
Tina tiene frío. Tiene miedo. El miedo y el frío la hacen temblar. No logra controlarse. Golpea manos y pies contra la pared, contra la tierra. Por desesperación, por rabia. La rabia flota en su cuerpo entre equilibrios contrarios. Es la única cosa que ve claramente aflorar en ella. En oleadas, en vuelos, a borbotones.
Los hombres van y vienen, con abrigos de lana, con largos y pulcros bigotes. Una mujer tiene una pluma en la cabeza, posada sobre los pesados cabellos negros, esplendentes como el lustre de los zapatos. El niño que tiene en brazos le quita la pluma del cabello, una pluma de gorrión. La mira asombrado.
Diego Rivera, apenas supo la noticia de la agresión a Mella, corrió a la Cruz Roja, se abrió paso entre los indios acuclillados en el piso, que esperaban la voluntad de Dios. Y ahora acaricia el brazo de Tina, intentando confortarla.
La manaza de Diego está todavía llena de color, de los colores que dejó a los pies del mural en el cual estaba trabajando. Trabaja día y noche. Pinta la saga del pueblo explotado desde siempre. Es sorprendente cómo esta mano, gigantesca, puede ser dulce y delicada.
Del cinturón asoma una pistola.
Tina tiene frío, tiene miedo, y el frío y el miedo hacen germinar un pensamiento. Un pensamiento injurioso. Que viva. Que Julio pueda vivir. Aunque la dejara, aunque la despreciara, aunque el amor de ambos debiera disolverse como la hoja fugaz del helecho. Las lágrimas se le solidifican en el cuello, tiene los ojos hinchados.
«Ánimo…», le dice Diego, «ánimo…».
Tina tira el cigarro al piso y le apoya la cabeza sobre el pecho. Se confunde en su abrazo.
«No se puede hacer otra cosa… esperemos…».
La puerta se abre, un cono de luz que parece herir. Sale otro cirujano y, por su rostro, Tina entiende inmediatamente qué está por decir.
Sus manos eran pueblos, la frente nubes. La lengua un caballo ciego en la pradera.
*
Tina había visto a Julio por primera vez durante una gran manifestación de solidaridad en apoyo de Sacco y Vanzetti, los dos anarquistas italianos condenados a muerte por el gobierno estadounidense a causa de un robo que no habían cometido. Centenares y centenares de personas acaloradas, que deletreaban eslóganes antiimperialistas y agitaban las cabezas como espigas entre las amapolas.
Julio era el único orador de la velada. El revolucionario, el campeón del proletariado, fugado de Cuba, perseguido por los sicarios del dictador Machado. Las compañeras se lo comían con los ojos. Habló tres horas sin detenerse con las más bellas palabras que jamás habían embravecido labios de hombre.
«No duerme la ferocidad. La ferocidad de los bigotes blancos no duerme jamás. Anda con guantes y garras y clava los corazones sobre el enrejado del poder. La ferocidad del poder mata, la electricidad del dinero abre las venas de los pobres, las aves de mal agüero con alas de dólar rondan sobre sus cabezas».
Su corazón era un pétalo de rosa.
Julio estaba en pie sobre una mesa, erguido. No tenía necesidad de un micrófono. Su pecho se llenaba de aire, y el aire salía como hálito de justicia. Era hermoso como el sol.
«Espero que sepa lo que dice…» silabeó Xavier, apretando el flanco de Tina. Xavier era su hombre. Un indio de la tribu de los tarahumaras, de los cañones del Norte: se había ganado la fama de ser brujo por su forma de mezclar los colores. Había abandonado la pintura por el comunismo.
«Es demasiado individualista…», continuó con sus modales tranquilos, que lo hacían asemejarse al rosetón de una iglesia; «nosotros los comunistas no somos caballos que galopan, o trenes que bufan vertiginosamente… nosotros somos monjes que construyen casas de piedra…».
A la salida de la reunión, mientras la muchedumbre se dispersaba por las calles de la Ciudad de México, vuelta bermeja por los últimos rayos de sol, Tina vio, contra las nubes oscuras y rojas del crepúsculo, una bandada de pájaros listos para emigrar. No los reconoció, ni supo darles su nombre propio, eran sólo puntitos móviles de hollín en el cielo, pero sintió una inmensa ternura. Cada día, encima de las cabezas de los hombres, millones de pájaros se movían, cantaban, buscaban mejores lugares para anidar sus huevos.
Señaló con el dedo, tímidamente, aquel milagro de plumas y de vida a Xavier.
«Mira los pájaros, en el cielo quemado… ¿no te parece que entonan un himno… que cantan “Santo, santo, santo…”?».
Pero Xavier no la escuchaba.
*
Unos meses después se encontró con Julio en la redacción de El Machete, el órgano oficial del Partido Comunista Mexicano.
Se había quedado después de la hora de salida para traducir con Diego un artículo de la prensa italiana. De la ventana emergía un mundo de saludos y pasos apresurados, la dulce pulpa erótica de las casas. Diego escribía a máquina lo que Tina traducía en un español difícil.
El mundo proletario no puede buscar la unión si no es mediante la seria previsión de los posibles derroteros de una situación…
«Ustedes los italianos son muy aburridos…», dijo Diego, dejando de teclear.
«Somos teóricos, pero teorizamos con el corazón…».
La discusión fue interrumpida por el inesperado ingreso de un espléndido hombre de 26 años. Irrumpió en el cuarto como un arco iris, los ojos de seda pura, bordado oscuro y esplendente.
«¡Ah!, disculpen, estaban trabajando», dijo con un dulce acento cubano, que daba una nota soleada a las vocales.
«Sí, pero no importa…», farfulló Diego. «Compañera Modotti, éste es el compañero Mella…».
Los presentó como si fuera una obligación, una más entre las miles de aquella agitada vida. Pero Diego observó bien sus miradas y entendió que ésa, aunque una entre mil, era, sin embargo, la obligación justa.
Tina no podía hablar. Callada, aniquilada. La cercanía de aquel cuerpo había vuelto fuente plateada su boca, fuego su interior, plomo tórrido su respiración. Sintió sus pezones erguirse, el vientre soltarse. La carne gritar.
Fuego su interior.
Tina alzó la mano derecha, como titubeando. Y lo mismo hizo Julio, la mano derecha, como titubeando.
Julio dijo: «Les ruego, continúen…». Y desapareció vertiginosamente por la puerta, dejando en la imaginación de la mujer una estela de pétalos rojos.
Regresó poco después para preguntar algo, de lo cual no se acordaba bien. «Bueno, ustedes…, no sé… yo…». También Tina tenía unas preguntas que hacerle, pero no lograba llevarlas a los labios.
Julio desapareció de nuevo y de nuevo regresó, sin nunca saber qué decir, y Tina tampoco sabía. Ambos callaban y se miraban. Diego estaba asombrado de que aquel hombre, famoso por su fuerza, virilidad y seguridad en sí mismo, se comportara de manera tan infantil. De que aquella mujer famosa por tener muchos amantes no pudiera hacer acopio de la más ínfima coquetería.
Invitó a Julio al café Cantono, que estaba a la vuelta de la esquina, pero Mella declinó la oferta.
Tenía cosas que hacer, dijo.
Aunque no recordaba qué cosas.
*
«¿Quién no conoce la fama de Julio?». Diego, sentado a la mesita del café, se pitorreaba de Tina. «Sabes que lo llaman el Adonis del comunismo, el David de Miguel Ángel contra el terrible Goliat cubano. Ha iniciado una lucha sin cuartel contra Machado, a riesgo de su vida, desdeñoso como un caballo al galope… ¿Y por qué? No por sí mismo, sino por la justicia, por la paz, por la dignidad de su pueblo… Y además es tan hermoso, ¿verdad, Tina?».
Tina callaba, había ordenado un mezcal para recuperar vigor, pero la sal y el limón le molestaban y el sabor dulzón del licor le daba náuseas. Quería tener a Julio a su lado, quería estrecharlo, quería que respiraran juntos el amargor de los laureles. Alma y materia unidas, perfecto equilibrio, hostia.
Dulce como los ojos de los niños, dulce como las conchas de noche.
El cartel de una corrida. Seis toros pintados, tres toreros, una tarde de sangre. Vasos, vasitos, café, espejos, viejas fotos con flores y querubines, sillas desbalanceadas, el aire limpio de un día de trabajo terminado.
Diego insistía: «Julio coge con un montón de mujercitas… Le he conocido al menos cinco, todas muy lindas, burguesas, del pueblo, solteras y casadas, no hace distinciones, el muchacho… Imagínate, con esos rizos negros y esos ojos encendidos. Fíjate que tiene esposa y un hijo en La Habana. Pero él no es fiel, ¡faltaría más…!, si yo fuera mujer se me antojaría, debe de ser impetuoso bajo las sábanas…». Y agregó, malignamente: «Qué pena que tenga siete años menos que tú y que tú estés todavía ligada por un amor virtuoso a Xavier, aunque él te haya dejado sola por irse a Moscú».
Pero Tina se sentía todo aquella noche: se sentía puta, virgen, campesina, traidora, río, tierra que brota, tierra que sepulta, cielo, pájaro; se sentía todo excepto vieja y enamorada de Xavier. Sentía todo en ella excepto el peso del sufrimiento y la muerte, de los miedos por el futuro, del arte que se hacía árido. Sentía todo excepto la mínima contradicción por la belleza del todo.
Y cuando Julio compareció una vez más a la mesa y miró a Tina sin decir nada, Diego entendió que había llegado el momento de desaparecer. Se despidió de ellos con una gran sonrisa, ese amor tan pleno le había dado alegría y gloria de vivir.
*
Hicieron el amor enseguida, esa misma noche. Pocos segundos después de que Diego se había ido. Hicieron el amor en la redacción de El Machete, junto a la rotativa, junto a la máquina de escribir. La redacción estaba a 50 metros del bar, pero aquellos 50 metros parecían kilómetros. Parecían un abismo que se engullía el sol, una hoja que lentamente se secaba. Aventaron las plumas, aventaron la tinta, se acomodaron sobre la mesa, después en el suelo, luego en el aire, en el viento, en la tormenta de la noche siempre más grande, siempre más grande.
Julio era todo hermoso, era todo rígido, plástico.
El vientre era músculos entrecruzados, naves metálicas en el mar.
El pecho fuerza, águila henchida, emanación asesina.
Los brazos sabias tortugas, la infinita vastedad del tiempo.
La ingle lanza, rotura, sangre, el alma superior de las rosas.
*
En la sala de espera, los amigos rodean a Tina. Olor de cervezas dejadas en los bares, olor de sudor rancio, encerrado en el mismo saco en días siempre iguales, olor de colores, de pieles mal curtidas. Densos jugos amargos en la boca, una corriente de aire sobre las pantorrillas desnudas, un terciopelo de hielo que tiene los márgenes azules del ciclón. Está ahí Manuel Bravo para abrazarla, el fotógrafo prófugo; está Rosendo Gómez, el exiliado cubano; está Ribello Oriali, el italiano, agente del Comintern. El estado mayor del Partido Comunista se cierra en torno a Tina: es su nueva familia, ahora que le mataron a Julio. Ahora que las emociones no la esperan más en la calle y en el cielo, ahora que nada más unirá la oscuridad.
Ninguna luz le enceguecerá los ojos. Ninguna lengua le quemará la boca, ninguna voz de leche la saciará.
Rosendo lame la envoltura de un cigarro. Lo enciende, sopla distraídamente el fuego, aspira, dos veces, tres veces. El humo parece regresarlo a la vida; su palidez, sin embargo, no conoce pausas.
Son las dos de la mañana.
Llega también Lupe Marín, la ex esposa de Diego, a consolar a Tina. Una vez le dijo puta, cuando creía que quería quitarle el marido, dejó de saludarla, pero ahora corrió a verla, para decirle palabras de respeto, palabras de amor.
«Tina, mi pequeña Tina…».
Tina llora, no tiene vergüenza de llorar. Por primera vez no siente vergüenza alguna.
Quiero llorar diciendo mi nombre, quiero ser yo la que lloro, no cualquier espíritu, no cualquier excusa. Soy yo, y lloro, y estoy orgullosa de llorar.
El enésimo niño aúlla, bajo las luces de gas. Otro hombre murió quién sabe dónde. Afuera debe de haber un cielo poblado por estrellas gélidas barridas por el viento, y cada persona que sale de casa lleva consigo su propia soledad.
Diego la sostiene. «De ahora en adelante tienes que ser fuerte…».
Ribello se quita el abrigo y cubre a Tina con él, la piel de la mujer está helada. El sudor frío le penetra hasta los huesos. Ribello dice: «Recuerda que eres comunista…».
Julio está muerto. Muerto.
Ningún rubor en los frutos de la nueva primavera, los troncos de los árboles agonizarán sin savia.
«¿Me lo puedo llevar, doctor?», pregunta Tina al médico que le dio la noticia. Se asombra de que la voz le salga realmente de la boca y de que no haya dolor en las palabras. Existe sólo la tierra. La tierra oscura. La tierra con sus puertas de siempre.
«Lo siento, señora, pero es contra la ley…».
«Dios mío, al menos déjenme verlo…».
«Debe esperar que lo lleven al Hospital Juárez para la autopsia, después podrá solicitar el cuerpo…».
«Yo soy su esposa, e insisto en verlo ahorita, inmediatamente…».
Tina: la falsa esposa de miles de hombres.