Quién hubiera pensado, antaño,
que un día nos avergonzaríamos de las palabras,
que por nombrar las cosas que son
podríamos sentirnos culpables,
que por decir, incluso
«niñito»,
uno podría sentirse culpable.
Yves Bonnefoy
i
¿Cuál,
de todos estos lápices elegirías para la alegría,
para el triunfo de unas vocecitas sobre otras que no
conocés y que no hacen más que llamarte y
llevarte hacia esa casa de sombra
colmada de juguetes?
Sin embargo, bastaría un instante para que
la inteligencia de los besos impidiera hablarnos
—¡pero no hablamos
todavía!
una emoción violenta, mínima
pero fugaz, hace que otra memoria súbita
se vuelva duradera.
Yo escuchaba tu voz,
pero no alcanzaba las palabras que decías;
lo que querían decir —no que no te atendiera
sino en otro balbuceo— adentro de otra burbuja
que se henchía de otro límite,
de otra memoria, de otro instante,
¿cuál? ¿de eso estamos
hechos?
Había otro ritmo que ínfimo auguraba
una repetición que nos desconocía. Y allí
estuve, en esa vía. Diciendo sin decir,
hablando sin hablar
¿iba?
Con ese balbuceo yo creo, insisto,
ser real. Yo creo adelantarme a tu ternura y
no sé nada de tu amor que se adelanta al mío.
Entre esas casi palabras si no sílabas
todos los abecedarios fracasan y fracasarían
cabeceando en nosotros cuando te decimos
cualquier frase que alude al sueño
de este mundo todavía.
¿Cuántas nociones elegimos para confundirte,
para atraerte,
para embaucarte? Sin saber que somos nosotros
los embaucados.
¿Quién conocía los mapas insolubles de Plotino,
las manos regordetas con pocitos en el mármol, la voz
de una niñita de la cantoría?; pero no queríamos
nombrarte, niños fajados en los tondos de los Inocentes
nos llamaban…
Gritaste,
¡como
una cantante!
Porque de no decir, cantabas,
imitabas ¿a qué? ¿a quién? ¿a cuánto?
Y otra vez, con la partícula de un grito de un mandato sereno
iniciás tu paseo con pasitos que van…
hacia ninguna parte,
hacia el olvido del ¿qué busco?
¿qué hago? ¿a quién llamo? ¿a quién respondo?
¿qué?
¿Cuánto «falta» para que un juguete «no hable»?
Un presente
reclama otro tiempo para que tu presencia no sea más
que «esplendor».
ii
Te llamé «abejita» porque llevabas de un lugar a otro
el polen de unas flores invisibles, el silencio
de unas sombras brillantes que te miraban.
Y hasta un pájaro, el del libro de los Upanishads,
se asomaba para verte, para sentir tu paso muy
dentro del fruto que él jamás probaría.
Nombro cada uno de tus juguetes. Los bautizo
sin miedo. Me llevan a despertarte,
a conocerte, a sonreír de alegría ante la imitación
del movimiento. ¿Quién vuelve de ahí?
Después de todo será recuerdo
todo el rumor que queda cuando te vas,
polvillo de luces sin nombre y rachas
de una oscuridad veloz entre
órbitas tan mínimas como fugitivas.
Pero ¿puedo acercarme?
…caja de zapatos de niña
adonde guardás un sapo de terciopelo.
Y ese muñeco que se sienta y
bebe de un vaso parecido a un chopp.
¿Cuánta cerveza tiene esa luz?
¿Y estas dos latas de polvo de hornear unidas con
un hilo sisal que era nuestro teléfono? ¿Y esa vaca que al
girarle la cola daba leche? ¿Y esas ranas de lata a cuerda
que saltan junto a las gallinas que picotean un círculo
de madera verde con granos amarillos?
¿Y los pibecitos Jugal que se besan incansablemente?
¿Y el burro azul que se hamaca en silencio,
despacito…
…tu preferido?
Sin nombrarte ¿podré decir cuál otro? ¿Para que
alguno de nosotros quepa en esa dimensión? ¿O para que
seamos expulsados todos menos yo, como cuando
tu sonrisita me incluye?
iii
Un artesano soy y sin embargo,
no sé evocar la precisión en que han de encajarse
cada una de tus pequeñas piezas. ¿Y no es
como dice el sabio, que si no hubiese juguetes
nos criaríamos repitiendo encuentros
con gente de verdad?
…y eran tus deditos
lo que veíamos. Una pulserita de plástico
con tu nombre y la hora
de tu nacimiento —como si la dicha
nos agendara.
Cuánta sorpresa o cuánto deber
porque no quisimos ser
abuelos de la nada —saltamos
en el desconcierto, cantando, agitando un
trapo, una tela de ceniza,
y el silencioso sonajero
de la vida que colma.