Luisa Valenzuela / Escritura en movimiento

    
     i
    
     ¿Quién desde la cama me habilita, me deja ser quien soy, desde la nada?
     Soy un pez iridiscente que nada en esa nada.
     La cama como lago profundo; como nada, la cama.
    
     Por fin despierto en el lago que es la cama, con escamas despierto.
     Soy un pez,
     ya lo dije,
                 y despierto de ansias;
     de ausencias no despierto, me tienen sin cuidado las ausencias.
     Yo río con aquel que me habilita  —me habita— desde el fondo del lago que es la cama,
                  la nada.
     Y nado por el río y río, y no me hundo por profundo
                 que sea.
    
     ii
    
     No tengo por qué decirle nada a nadie, pero el decir es mi forma de ser, me constituye, me construye y quizá aquel que me habilita, más que habilitarme o habitarme, me dicta estas cosas que escribo porque otra acción sería no ser, sería no estar en parte alguna. Sólo estar en la palabra: la laguna. Un mar hecho de verbo, verbigracia.
    
     iii
    
     La exploración de la propia forma como forma de ser en este mundo,
                  y perderse en dicha exploración y no tener salida, sólo dicha.
     La falta de salida como encuentro, lo oscuro de la noche y otra mayor oscuridad, aterradora.
     No sabemos qué es la noche hasta no haberle visto la peor de sus caras,
     esa cara de mina de carbón como cortina que una vez transpuesta
     no nos permitirá volver sobre los propios pasos.
     Cortina de carbón más oscura que lo más oscuro y negro, más oscura que el grafito, que la pizarra, el bleque; superficie para nada escribible, esa cortina, separación de mundos y la
     disolución total del otro lado.
     Decirle no a la disolución, lo único que del otro lado nos aguarda.
     No poder escribir más. Y falta todo.
    
     iv
    
     No haber sabido qué es la verdadera noche hasta ese momento.
     No saber qué es el tiempo hasta no estar perdida en el no-tiempo, el destiempo.
     No haber jamás experimentado el verdadero cansancio, el demoledor cansancio, el imposible, hasta no haber perdido el último miligramo de energía.
     No saber qué son los nervios, el ataque de nervios como una guerra interna, un bombardeo,
     y el temblor tan palpable y la desesperación, la angustia.
     No saber nada de eso, en verdad, creyendo haberlo experimentado todo:
     La noche, el cansancio, los nervios, el amor.
     El amor, ¡oh el amor!
     Está en todas partes, no olvidarlo, y se olvida tan fácil.
     Y el olvido. El olvido olvidado, aquello que creímos borrar para siempre y está en alguna parte replegado y dispuesto a saltar, como al acecho.
     De hecho es así la cosa y no puede escribirse pero entonces:
     ¿Para qué seguir en esta vida?
    
    
    
     Cuerpo
    
     No despertar al perro que duerme significa no despertar en absoluto, así de simple, no
     permitirse el lujo de acceder a ese conocimiento que se dice prohibido ¿y quién lo dice?
     Prohibido.
     Como si el conocimiento acatara la ley, tuviera ley.
     Como si los perros dormidos no descendieran del lobo y aullaran en las noches de luna o sin luna para despertar a las incautas, valientes, las más empedernidas almas.
    
     Alma es aquello que llevamos adherido al cuerpo.
     Nuestro cuerpo: el alma lo constituye y habilita.
     Lo entendí a las patadas pero supe entenderlo.
     Por eso mismo la pregunta:
     ¿Y el cuerpo, qué? ¿Dónde ponerlo? Porque lo que es acá nos incomoda.
     Pobre cuerpo doliente sin memoria del dolor, desreconocido. Intocable
     (y fue tan tocado en días, casi dos meses de desmemoria y desamparo)
     para después:
     ¡No se acerquen!, como un grito.
     Ni mencionarme el cuerpo se podía, nunca usar esa palabra descorporizada,
     la palabra cuerpo.
     Y los nervios vibrando en armónico con la palabra cuerpo.
     Chirriantes ellos, los nervios, como si alguien hubiese rascado la pizarra con las uñas. Ese mismísimo alguien que supo proferir la muy profana palabra, la palabra cuerpo.
    
     Me perdí de mi propio cuerpo y la energía dispersa,
     despatarrada por el aire de mi entorno y yo tan fuera de esa que fui yo,
     mi cuerpo.
    
    
     Recuperación del tacto
     (canciones para un pasajero)
     [fragmentos]
    
     Si la morada del ser es el lenguaje y yo digo que se escribe con el cuerpo,
     al irme del lenguaje me fui de mi cuerpo o quizá fue a la inversa y nunca podré saberlo.
     Ahora te estoy muy agradecida y algún día me animaré a decírtelo.
     Me devolviste a mi cuerpo, a mi casa, al placer del tacto sobre el cuerpo.
     La aceptación de la caricia.
     El canto.
    
     Yo tengo para vos un hechizo, un cuchillo, una punta afilada
     que no corta la estación del tiempo se queda acá nomás del lado del latido.
     Entre ambos tenemos dos dedos que se tocan, unas pocas palabras, el roce tan suave, esquivo y a la vez penetrante.
     Aun así no penetra, se detiene en el tiempo y deja suspendido el roce, los dos dedos, las palmas de las manos: un único palpitar que el tacto nos contagia.
     Vos sos para mí un traslado del no querer al querer ir queriendo.
     Así no más.
     El filo del cuchillo,
     mis dedos en tu cuello,
     la ausencia del cuchillo, tu presencia.
    
     Peligros son peligros:
     tu llegada y partida y aquello que queda suspendido entre dos aguas.
     Son aguas. Es el río, el mar que nunca estuvo y sin embargo cierta vez lo trajiste a mi vera,
     a mi regazo. Y yo acogí ese mar como quien una ofrenda.
     El murmullo del mar, convocado, invocado, ronroneado por vos hasta ponérmelo allí a trescientos metros en picada a mis pies en el vasto desierto.
     Era una terraza sobre el farallón en medio del Sahel aquella noche.
     Y hoy
     vuelve el mar que no fue, fue tu murmullo y hoy
     tu sonido de mar y mi miedo de amar. El mismo que se me fue olvidando a causa de lentitud, de desconcierto, de infranqueables murallas ya franqueadas.
     Habrán de erguirse otras murallas aquí a nuestra vera si faltara ese arrullo,
     paloma de la voz, vuelo gaviota.
     Y las olas en alto.
    
    
     El futuro es aquí es ahora y es donde siempre estuvo para darme una mano.
     Soy mi propio futuro el pasado me aturde soy lo que soy porque estoy dispersa en todas partes o en ninguna.
     Ya se ha dicho mil veces ¿para qué repetirlo?
    
     Para ir a su encuentro me engalané con vestidos de seda cuando él esperaba lo rugoso lo áspero, esperaba un encuentro de esos a mano armada que nos obligan a ser quienes ni sospechar se puede que seamos y sin embargo somos.
     Estas cosas las comprendo ahora cuando ya es tarde,
     cuando él ya se ha ido.
    
     Las leyes del desparpajo retumban en lo que no quiero ser y sin embargo soy y hasta me gusta.
     Otro me saca a bailar yo le digo que no con todo el cuerpo y eso que mi cerebro propone lo contrario.
     En el baile quisiera sacudirme aun cuando me niegue al abrazo de quienes no me tocan
     es decir no me corresponden.
    
     La correspondencia es algo que está más allá de mi ser, de lo tangible de mí, mi carnadura.
    
     Está aquí en tu música, el recuerdo, el latido ¿de quién? ¿Quién inició el latido con alma de guitarra, 
     resonancias armónicas?
    
     Sos indeleble como el lápiz de labios que probé esta tarde. Me dejó una tonta marca
     rosada y cálida, sí, pero tonta igual por fuera de lugar,
     por desplazada.
     Una mancha en mi mano, no en mi boca, una marca que no sale con agua ni jabón ni otras sustancias.
     Mañana podré ir a la tienda a comprar el tal lápiz.
     Eso sí elegiré un color más acorde con mi piel.
     En cambio tu color y hasta tu piel: perfectos.
     Sólo que mañana no te encuentro.
    
     Me refugio en la candidez de los milagros. Le canto a los objetos inanimados y a los mundos inferiores.
     ¿Inferiores a qué? ¿A quién? ¿Y cómo? pregunto desde abajo.
    
     Estas magras canciones parecerían ser inocentes, virginales. Virginal podría ser el instrumento que usarías para ponerles música porque lo que es nosotros…
     Virginal —como un clavecín pequeño de tenues sonoridades duraderas, ondas concéntricas que perduran en el aire vibrando mucho después de haber pulsado la cuerda.
     Como gong tibetano, como sones que atraviesan el cuerpo y circulan por la sangre. 
     Manos entrelazadas, palpitaciones iguales 
     a la respiración de una al otro,
     onda que perdura mucho más allá del desenlace de las manos.
     Armónicos del virginal, de la guitarra,
     inaudibles inexpresables olas que mientras estamos juntos nos recorren para avivar el fuego de aquello que habremos de soñar al separarnos.
    
     La bala se dispara y queda suspendida en el tiempo,
     equivalente casi a si quedara detenida en el aire, en el espacio. Pero en el espacio no, detenida en el espacio (siendo la gravedad tan implacable) caería a tierra.
     El tiempo en cambio carece de toda gravedad, de consistencia, y entonces aquel intenso instante que vivimos permanecerá por siempre detenido aquí donde mejor nos cabe:
     en el tiempo de ser que es sólo nuestro.
    
     No quiero romper el hechizo aunque el hechizo esté hecho de pompas de jabón de lo no dicho, del silencio entre miles de palabras.
     We are each other’s impossible love, bien lo sabés y me dirás
     There’s never ever anything so soothing.

    

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