Juan Rulfo y Gabriel Garcí­a Márquez en la representación del sujeto amoroso / Marí­a A. Álvarez

Juan Rulfo y Gabriel García Márquez en la representación del sujeto amoroso  / María Auxiliadora Álvarez

Pese a la manida dicotomía del pesimismo de Juan Rulfo versus el optimismo de García Márquez, tanto el uno como el otro construyeron comunidades idílicas cuyo fin ulterior sería la destrucción. Sin embargo, las localidades físicas de estas comunidades proponen muy distintas características: remarcando la sequedad de la tierra o el horizonte de piedras, la sempiterna ausencia del agua en el paisaje rulfiano es una de sus particularidades más notables; en contraposición, las imágenes de lluvia, río o mar abundan en los escenarios de Gabriel García Márquez. Al parecer, el uso de las metáforas acuáticas en sentido positivo por García Márquez no es casual, como tampoco la inversión o supresión del símbolo por Juan Rulfo.
     Las revelaciones de la simbología del agua, sin descartar sus funciones invertidas, remiten en la Teogonía de Hesíodo a la gracia o la desgracia del deseo y del amor: «La tierra dio también a luz, pero sin el deseable amor… y más tarde, acoplándose con el Cielo (Urano), dio origen a Océano de profundos remolinos» (p. 56). Por otro lado, los principios de la Tabula Smaragdina de Hermes Trismegisto aluden, en el capítulo iv, «al “rocío celeste” vivificador, el cual simboliza el descenso de las energías (ideas y arquetipos) espirituales en el seno de la individualidad humana, a la que transmutan revelándole su identidad» (p. 6). Mas a pesar de la aparente dicotomía entre la presencia o ausencia de las imágenes del agua en los universos recreados por Juan Rulfo y García Márquez, el tratamiento del amor y del sujeto amoroso en ambas narrativas deja translucir el mismo trasfondo pesimista que llevaron a Comala y a Macondo a la destrucción.
     Si las obras de estos autores representan respectivamente dos tipos de modelos literarios diferentes: «los dos grandes modelos discursivos de la tradición literaria latinoamericana han sido el discurso de la abundancia y el discurso de la carencia» (Ortega, «Para una lectura…», p. 37), es posible que esta particularidad de adelgazamiento o dilatación en la observación incida también en la puesta en escena del sujeto en el paisaje. Según Hermes Trismegisto, las conexiones simbólicas entre las geografías psíquicas y las geografías físicas (y no al contrario) establecen equivalencias directas entre la conformación de los sujetos y la modalidad del contexto donde se insertan o han sido insertados.
     La relación entre el mundo mental y las imágenes o palabras que los pensamientos producen conecta el mundo pensado con el mundo re-creado, y tanto la supresión como la incorporación de elementos proponen una continuidad de la expresión del proceso mental: «cuando se suprimen los acontecimientos externos y la narración se dedica a los procesos mentales de los personajes, se le da una amplia latitud al autor en las materias de estos procesos introspectivos (O’Neill, p. 292). De modo inverso, cuando se incorporan escenarios y acontecimientos externos que conllevan la recurrencia de ciertos elementos, éstos remiten a la fijeza de la valoración simbólica. En el universo interpretativo, las imágenes y los arquetipos representan herramientas de selección utilizadas con el fin de que «el valor contenido en la imagen [alcance a poseer] una realidad objetiva» (Coddou, p. 70). Según estas apreciaciones, la árida paisajística de Juan Rulfo deviene de un observador de parajes introspectivos y lunares. No así García Márquez, cuya narrativa solar y extrovertida expande el desarrollo de las metáforas acuáticas.
     Sin embargo, y desde el punto de vista de las funciones invertidas de los símbolos, las aguas vivificantes pueden convertirse en elementos de connotaciones negativas. Mientras que Heráclito pensaría en el río como una metáfora, Hermes Trismegisto detallaría en la Teogonía la génesis del mundo y su significación: Nereo y las nereidas (sus cincuenta hijas), y también Hécate, Medusa y Poseidón se encontraban entre los hijos amorosos y benevolentes de Océano; mientras que la Noche y las harpies se hallaban entre los hijos oscuros y negativos del mar (p. 28). Creadora y destructora a la vez, el agua constituye simultáneamente fuente de vida y de muerte. El flujo del río representa la fertilidad y la renovación; su ausencia o estancamiento, el yermo y la esterilidad.
     De forma coincidente, en la Tabula Smaragdina la Tierra aparece engendrada por el esperma o la tintura del sol sobre la luna: «En la iconografía alquímica es frecuente representar el cuerpo inerme del alquimista yaciendo en una tumba —imagen del athanor— o en el suelo, el cual cobra vida —resucita— gracias a las gotas de lluvia que sobre él descienden» (cap. iv, p. 6). En el sentido de las significaciones psíquicas, la supresión o incorporación del símbolo del agua traduce la presencia o ausencia del «soplo vital» (prana en las alegorías tántricas) de la vida y del deseo. Y en su forma negativa, el símbolo se convierte en una fuerza progresiva de muerte moral:

El agua helada [inoperante] expresa el estancamiento en su más alto grado, la falta de calor del alma, la ausencia del sentimiento vivificante y creador que es el amor: el agua helada representa el completo estancamiento psíquico, el alma muerta (Cirlot, p. 59).

La imagen de la tierra seca se presenta como otra metáfora del alma muerta: «El alma aparece así como una tierra seca y sedienta orientada hacia el agua… (y) desea ser empapada por las lluvias» (p. 55). Al igual que todos los símbolos, el agua puede analizarse en planos simbólicos ambivalentes. De modo que la evocación o el desarrollo de las imágenes del agua, en uno u otro sentido de abundancia o escasez, informan sobre la presencia y vitalidad o el debilitamiento o ausencia de los afectos.
     Al analizar las relaciones amorosas insertas en las obras de Juan Rulfo y de Gabriel García Márquez es posible señalar un lineamiento «aparente» entre sus sistemas simbólicos de representación: en cuanto a la escenografía reverberante y la abierta afectividad de los personajes de García Márquez, el sistema concuerda en sentido positivo; en lo que respecta al escueto paisaje rulfiano y el laconismo de sus sujetos amorosos, el sistema también concuerda, mas en sentido negativo. Sin embargo, las concordancias respectivas y separatistas entre ambas narrativas se desvanecen bajo el mismo procedimiento conceptual subyacente: el de truncar a priori la constitución afectiva de los personajes. Ambos autores concurren sistemáticamente en recrear la disfuncionalidad emocional de un sujeto amoroso-incapaz de amar y en construir historias amorosas forzadas, teatrales, infelices o inverosímiles.
     Algunos estudiosos de Rulfo, como Blanco Aguinaga, han coincidido en descartar el tema del amor de la prosa rulfiana: «¿Quién es Rulfo? ¿Por qué escribe lo que escribe, tanta desolación, esa prosa tan severa y tan cargada de dolores, soledad y violencia?» (p. 66). Y también Joseph Sommers: «[Juan Rulfo] no puede hacer que la muerte tenga un significado, ni siquiera a través del amor» (p. 53). Mas hay un cierto tipo de violencia que no es sino la más profunda frustración del amor, y es justamente a través del doloroso proceso de su inaccesibilidad, o de su pérdida, que Juan Rulfo le da un significado a la desolación y a la muerte a través del amor.
     Juan Rulfo planteó la trágica dimensión de un amor muy herido en el sentimiento frustrado y violentísimo de Pedro Páramo por Susana San Juan. Pedro Páramo destruye el mundo en la ira de su amor. Sin embargo, en un pasaje resaltante de Pedro Páramo quedescribe el baño de mar de Susana San Juan, el símbolo del agua se presenta en sentido positivo:

El mar moja mis tobillos y se va; moja mis rodillas, mis muslos; rodea mi cintura con su brazo suave, da vuelta sobre mis senos; se abraza a mi cuello; aprieta mis hombros. Entonces me hundo en él, entera. Me entrego a él en su fuerte batir, en su suave poseer (p. 123).

La esplendorosa imagen de reconciliación entre el agua y la vida se contrapone aquí a una hermética personalidad. Rodríguez Alcalá ha señalado la relación de la imagen del baño de mar con el sentimiento amoroso: «Susana San Juan tiene nostalgia de su esposo muerto, de sus caricias, del agua verde del mar» (p. 37).
     La descripción de otro amor truncado y sufrido hasta la demencia aparece también en uno de los relatos de El llano en llamas titulado«Macario», donde un huérfano cubre su abismal soledad con un hambre insaciable: «Yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca» (p. 80), hambre que lo induce a lactar y a comer insectos a una edad inverosímil para ambas cosas. A pesar de la excepción del pasaje novelístico, en la mayor parte de los cuentos de El llano en llamas el símbolo del agua prolifera en sus diversas acepciones negativas, representando, en mayor o menor grado, una amenaza o un acto cumplido de destrozo o muerte. La imagen del río resulta recurrente en dos sentidos distintos y parecidos: el río presente y la angustia, o el río ausente y la angustia. Nótese el caso de Tacha en «Es que somos muy pobres», desde cuyos ojos continúa corriendo el río luego de haber destruido el pueblo y todas sus esperanzas: «Por su cara corren chorretones de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella» (El llano en llamas, p. 59).
     Son sin embargo las imágenes del agua definitivamente ausente las más frecuentes en la serie de los relatos de El llano en llamas. Una sed inclemente y una desnuda sequedad recorren toda su geografía. En «No oyes ladrar los perros», el hijo moribundo le dice al padre: «Dame agua», y el padre le responde: «Aquí no hay agua. No hay más que piedras» (p. 39), y luego se lee: «abajo, piedras, piedras, y piedras, y mucha sed del agua ausente» (p. 41). Tampoco hay agua sino lamentación de su ausencia en «Nos han dado la tierra»: «No vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover… , no hay agua… ni siquiera para hacer un buche de agua» (p. 40). En «Luvina» el agua aparece muy raramente y se remite directamente al universo de las emociones: «Llueve tan poco, que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras… Luvina es un lugar muy triste… es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa» (p. 121).
     Por otro lado, el agua podrida o corrompida se encuentra también diseminada a través de los relatos de El llano en llamas. En «Talpa» leemos: «Teniendo aquel cuerpo… lleno por dentro de agua podrida» (p. 79). En «Es que somos muy pobres», el agua aparece «negra y dura con sabor a podrido» (p. 57), y el río se vuelve de pronto resbaloso como «aceite espeso y sucio» en «El hombre» (p. 63). También deben destacarse las recurrencias a términos como «sangre coagulada», «leche prohibida», «ponche chorriado», «nube amarrada», «gotas de vidrio», y «heladas»: «El año pasado llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche» («La cuesta de las comadres», El llano en llamas, p. 50). Es importante recordar que las aguas heladas en la Teogonía simbolizan a las almas muertas.
     La irregularidad de las relaciones de pareja a la vez filiales o fraternas (con la consecuente desaparición de la distribución tradicional de los roles afectivos) hace que estas relaciones siempre resulten dolorosas, o porque no hay sentimientos o reciprocidad o porque las relaciones son forzadas, ocultas o irrealizables. La relación entre Pedro Páramo y Susana San Juan, por ejemplo, es una relación en potencia que no se realiza. La relación entre el tío y la sobrina en el relato «En la madrugada», de El llano en llamas, es contranatura. El adulterio de «Talpa» está abrumado de culpa (p. 77). En «Macario» surge una extraña parodia de relación filial/sexual (p. 80). La pseudorrelación amorosa de «El llano en llamas» es forzada y asincopada. Por otro lado, las relaciones entre padres e hijos son relaciones muy débiles y por lo tanto violentas y dolorosas («Paso del Norte» y «No oyes ladrar los perros»); valga la misma acotación para la relación de Dolores Preciado con su hermana (Pedro Páramo,p. 105). De haber sido fecundados por o para otros transcursos de mayor esperanza, estos perfiles fracturados re-creados por Juan Rulfo tal vez habrían sido capaces de fecundar otras emociones y criterios sobre la vida y el amor.
     Por otro lado, en la obra de Gabriel García Márquez, la imagen del agua se presenta con abundancia y mayormente en sentido positivo. Y aunque cuenta también al sesgo con otras modalidades y múltiples excepciones, su frecuencia inherente interpreta la vitalidad de los sentimientos y las emociones. Cien años de soledad describe un caudaloso río bajando entre «enormes piedras pulidas y blancas como huevos prehistóricos» (p. 5), y el río Grande de la Magdalena representa la imagen principal de El amor en los tiempos del cólera, como metáfora esencial de los antiguos amantes por fin reunidos.
     En la totalidad de los relatos de Doce cuentos peregrinos aparecen también imágenes del agua u otros líquidos significantes como vino, sangre y nieve, definiendo escenarios, acciones y emociones. El lago de Ginebra, por ejemplo, rememora «el olor de nuestro mar» («Buen viaje, Señor Presidente», p. 39), y otro mar adicional «que tenía el mismo olor del puerto de Riohacha» aparece en «Diecisiete ingleses envenenados» (p. 159). El agua «es la voz natural de Roma» («La santa», p. 66), pero un «tremendo golpe de mar» causa un desastre en «Me alquilo para soñar» (p. 93). En «María dos Prazeres» surge una «lluvia que salva de la tumba a la protagonista» (p. 138), y el relato «Sólo vine a hablar por teléfono» empieza con «Una tarde de lluvias primaverales» (p. 105) y concluye «con una manguera de agua helada» (p. 121). En «El verano feliz de la señora Forbes», la acción se desarrolla al borde de un acantilado «con una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta» (p. 189). Los títulos de «La luz es como el agua» (p. 212) y «El rastro de tu sangre sobre la nieve» (p. 223) contienen la integridad de la trama, y unas «sábanas empapadas de sangre todavía caliente» se encargan de finalizar la narración en «Espantos de agosto» (p. 133). 
     En cuanto a las historias de amor de Gabriel García Márquez en supuesta contraposición a las intrincadas parejas anormales o fallidas de Juan Rulfo, éstas no son sólo «aparentemente» plausibles sino que también se encuentran «aparentemente» desarrolladas. Desde el amor un poco incestuoso que funda la estirpe de Úrsula Iguarán y los Buendía, pasando por los otros amores menores de Cien años de soledad, será más bien el aspecto erótico del amor el que emerja con más frecuencia de la narrativa de García Márquez, tal como puede verse en «María dos Prazeres» (Doce cuentos peregrinos, p. 135), en «Sólo vine a hablar por teléfono» (p. 105) y en «El rastro de tu sangre…»(p. 219). Quizá todas estas relaciones resulten débiles no porque sean sexuales sino porque las mujeres no son verosímiles. ¿Será esta mujer irreal en la narrativa de García Márquez el símbolo de un mito que encubre un vacío? ¿Serán los sujetos amorosos femeninos de Gabriel García Márquez tan desamorados como los de Juan Rulfo pero adornados de exuberantes trajes? ¿Es que la idea del amor representa en la narrativa de García Márquez la máscara de una parodia sobre el rostro indigente de una utopía?Como rememoración dela famosa Lolita, de Nabokov, Memorias de mis putas tristes parece responder imaginariamente a los paroxismos de la senectud.
     Las causalidades etéreas de los sujetos femeninos de García Márquez y de Juan Rulfo han sido circunscritas como independientes por Jacques Joset:

Se sabe que a García Márquez no le hizo falta leer a Rulfo para utilizar el motivo, por lo demás tan antiguo quizá como la literatura occidental, de la hermosa mujer etérea … Es muy posible que, al inventar a la más etérea de todas, la que se esfumó de este mundo, Remedios, la Bella, el autor de Cien años de soledad haya recordado la fórmula tan simple y adecuada a su caso mediante la cual Pedro Páramo identificara a Susana San Juan (p. 58).

Pero no es solamente la salida hacia otro mundo lo que posibilita la etereidad (o el paso a la inexistencia) del sujeto femenino, también funciona la utilización de cualquier arquetipo que lo despersonalice, como la demencia en «Sólo vine a hablar por teléfono» (Doce cuentos peregrinos, p. 103); la prostitución en «María dos Prazeres» (p. 134); la mujer idealizada del amor cortés que ya señalamos en El amor en los tiempos del cólera; la mujer dormida en «El avión de la bella durmiente» (p. 82); la mujer muerta en «El verano feliz de la señora Forbes» (p. 186); la mujer santa en Del amor y otros demonios y en «La santa» (Doce cuentos peregrinos, p. 64); o el exotismo de la mulata o la mujer negra (Bárbara Lynch y Leona Cassiani) en El amor en los tiempos de cólera. También cabe mencionar el arquetipo de la mujer ausente o insignificante en el mundo del dictador y del patriarca, tal como se nos muestra en El otoño del patriarca y en El general en su laberinto.
     En fin, demasiadas veces aparece una mujer sin nombre o innombrada en la narrativa de García Márquez como para pensar que se deba a la casualidad. ¿Podría representar una vocación mítica esta imposibilidad de concretar la idea de una mujer verosímil? ¿Una vocación mítica produce un resultado utópico? El Bolívar dibujado por García Márquez en El general en su laberinto ha sido descrito por Julio Ortega como un «Bolívar moribundo “de cuerpo estragado”… que oscila entre el mito y la utopía, sin lugar prefijado, como una interrogación abierta» («El lector», p. 67). Así, tal vez, sus mujeres, ausentes, dementes, santas, dormidas o muertas se (in)movilizan como «ideas en progreso» y desdibujan en su azarosa trayectoria al sujeto que las (re)crea. Tal como Narciso, quien halla y pierde la visión de sí mismo cada vez, el acto de operar convierte al mitificador en mitificado.
     En el sentido de sus funciones y revelaciones, la instrumentación de la simbología del agua se inserta de distinta manera en estos dos discursos literarios fundacionales para revelar su significante contraparte en el campo de las figuraciones afectivas. El universo de Juan Rulfo se halla compuesto de tan magros signos que algunos de ellos, como el correspondiente al sujeto amoroso, podrían efectivamente haber sido dispensados; por otro lado, el macrocosmos de García Márquez, ataviado de esplendidez verbal y exuberante imaginación, se forjó de por sí asequible al mito. Sin embargo, la recurrencia de la problemática del amor entronca los dos extremos en la misma inexorabilidad: el vacío que ha dejado al sujeto amoroso sin representación vital en la obra de Juan Rulfo, ha constituido un espacio impregnado de mito en la obra de García Márquez l

 

 

 

Obras citadas

—Carlos Blanco Aguinaga, «Realidad y estilo de jr», en Revista Mexicana de Literatura, 1955, pp. 80-89.
—Marcelo Coddou, «Fundamentos para la obra de Juan Rulfo», en Homenaje a Juan Rulfo, Anaya, Madrid, 1974, pp. 101-125.
—Juan-Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos tradicionales, Etayé, Barcelona, 1958.
—Comentarios a la Tabla Esmeraldina de Hortelano, edición facsimilar, trad. de Francisco Ariza, Ediciones Jorbet, París, 1989.
—Teodoro Fernández, «Entre el mito y la historia: las últimas obras de Gabriel García Márquez», en Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1995.
—Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1989.
La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada; siete cuentos, Seix Barral, Barcelona, 1972.
El amor en los tiempos del cólera, Penguin Books, Nueva York, 1985.
El general en su laberinto, La Oveja Negra, Bogotá, 1989.
Del amor y otros demonios, La Oveja Negra, Bogotá, 1993.
Doce cuentos peregrinos, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1992.
El otoño del patriarca, Plaza & Janés, Esplugas de Llobregat, 1975.
Memorias de mis putas tristes, Alfred A. Knopf, Nueva York, 2004.
—Hesíodo, Teogonía, trad. de Norman O. Brown, The Bobbs-Merrill Company, Indiana, 1981.
—Jacques Joset, «Otra vez Juan Rulfo y Gabriel García Márquez», en Quinientos años de soledad. Actas del Congreso Gabriel García Márquez, Editor Túa Blesa / Banco Zaragozano, Zaragoza, 1997, pp. 55-64.
—Samuel O’Neill, «Pedro Páramo», en Homenaje a Juan Rulfo, Anaya, Madrid, 1974. 
—Julio Ortega, «El lector en su laberinto», en Hispanic Review, vol. 60, núm. 2, 1992, pp. 165-179.
«Para una lectura del texto latinoamericano: Colón, Garcilaso y el discurso de la abundancia», en Revista de Crítica Literaria Latinomericana,núm. 28, Lima, 1988.
—Hugo Rodríguez Alcalá, El arte de Juan Rulfo, Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1965.
 —Juan Rulfo, Pedro Páramo, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.
El llano en llamas, Cátedra, Madrid, 1993.
—Joseph Sommers, «A través de la ventana de la sepultura», en Homenaje a Juan Rulfo, Anaya, Madrid, 1974.

1 Según Hortelano, la analogía simbólica entre el mundo exterior y el interior consiste en el influjo del mundo psíquico sobre el mundo físico. Los Comentarios a la Tabla Esmeraldina de Hortelano se encuentran incluidos en la Bibliothèque des Philosophes Chimiques, recopilada por Salmon en el siglo xviii. Hemos utilizado la traducción de Francisco Ariza de la edición facsímil publicada en francés por Ediciones Jorbet, París, en 1989.

Comparte este texto: