Entre 1971 y 1972, la editorial Joaquín Mortiz, con su fundador Joaquín Díez-Canedo al frente, publicó, en unas hermosas ediciones rojas, la colección que dio en llamar Obras de J.J. Arreola, en la cual vieron la luz (en versiones definitivas e insuperables, y hoy imposibles de conseguir) los libros emblemáticos del autor jalisciense: Confabulario, Varia invención, Bestiario y La feria, y el hasta entonces inédito Palindroma. En el plan de las Obras, Confabulario y Palindroma aparecieron en junio de 1971; Varia invención y La feria en noviembre de ese mismo año, y Bestiario hasta julio de 1972.
En esta colección se reeditaron varias veces, pero de acuerdo con el plan editorial, se anunciaron, también, en las solapas y en la cuarta página de cada uno de los títulos, cuatro libros que jamás se publicaron y que, como es obvio, nunca se escribieron: Arte de letras menores, Memoria y olvido, Hombre, mujer y mundo y Poemas y dibujos.
En la bibliografía adicional de Arreola vinieron después La palabra educación (1973), texto ordenado y dispuesto por Jorge Arturo Ojeda, a partir de la «prosa oral» del autor; Y ahora, la mujer… (1975), texto ordenado y dispuesto para su publicación igualmente por Ojeda, con las mismas características del anterior, y, finalmente, Inventario (1976), una recopilación de breves artículos que Arreola publicó originalmente en una columna diaria («De Sol a Sol»), en el diario El Sol de México, entre 1975 y 1976, por iniciativa del entonces director del diario, Benjamín Wong Castañeda, a quien Arreola dedica el libro.
Acerca de los libros anunciados y nunca publicados, poco se sabe. Lo que Arreola refiere, en El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, libro que Orso Arreola publicó en 1998 con motivo de los ochenta años de su padre, es de qué manera sus obras pasaron del Fondo de Cultura Económica a Joaquín Mortiz: «Cuando Arnaldo Orfila Reynal tuvo que dejar la dirección del Fondo en manos de Salvador Azuela, por las presiones políticas y económicas que ejerció de manera directa el presidente Gustavo Díaz Ordaz, varios de sus colaboradores, entre ellos Joaquín Díez-Canedo, presentaron su renuncia. Más tarde este último formó su editorial Joaquín Mortiz. Poco tiempo después, por solidaridad, tramité y obtuve legalmente la liberación de mis derechos de autor del Fondo y pasé mis libros a la nueva editorial de mi amigo Joaquín… Me costó mucho trabajo hacer todo esto, pero en la parte legal conté con la ayuda brillante y decidida de mi amigo Arturo González Cosío, quien logró, con la intervención final de Agustín Yáñez, que yo retirara mis libros del Fondo. Lo increíble de toda esta historia es que Agustín tuvo que tratar mi asunto en acuerdo con Díaz Ordaz, a quien le comentó mi decisión de retirarme del Fondo, ante lo cual Díaz Ordaz no hizo otra cosa que proferir insultos y majaderías en contra de mi persona».
De los cuatro libros de Arreola anunciados por Joaquín Mortiz, y que nunca se publicaron, mi expectativa mayor se centró siempre en Poemas y dibujos. En El último juglar, el autor de La feria se refiere constantemente a la poesía y a los poetas, a su devoción por la palabra poética como esencia del idioma y al hecho de que poesía sea igual a verdad. «Toda mi vida he recitado poesía en voz alta», decía, y justamente Poesía en Voz Alta se llamó el programa emblemático que impulsó en la Casa del Lago de la unam en 1956. Pero siempre me pregunté cómo pudo ser aquel libro, Poemas y dibujos, y, en cierta forma, muchos años después, dos cosas me lo revelaron, si no con exactitud, sí con alguna aproximación.
La primera de ellas es que, en 1996, la Secretaría de Cultura de Jalisco publicó, con un proemio de Artemio González García, el breve libro de poesía (apenas sesenta páginas) Antiguas primicias, en el que el oxímoron ya anuncia de qué trata: poemas de adolescencia y juventud, textos de circunstancias, especialmente décimas y sonetos, la mayoría escritos entre los diecisiete y los treinta años, y algunos (muy pocos) después de los cuarenta. La segunda revelación está precisamente en El último juglar, en cuyas páginas Orso Arreola incluyó algunas tintas y acuarelas de su padre, entre las que destacan dos autorretratos (1969 y 1971) y un Homenaje a Charles Baudelaire (1973).
Parece claro que el inexistente libro Poemas y dibujos debía ser, para Arreola, el remate de sus Obras, un remate que, en 1971, aún no tenía, pero que pensaba conseguir en tanto avanzaba con Arte de letras menores, Memoria y olvido y Hombre, mujer y mundo que, como ya dijimos, también se quedaron en proyectos. Y no es difícil comprender por qué estos libros sólo existieron en el deseo y en la fértil imaginación de su autor, si éste de antemano hizo la siguiente «confesión melancólica»: «No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka».
Podría argumentarse que esta declaración (no haber tenido tiempo de ejercer la literatura) era tan sólo una ironía o, en todo caso, una hipérbole muy del estilo arreoleano. Sin embargo, hay que recordar que Arreola dejó de escribir en 1971: Palindroma, que apareció en ese año, fue su último libro, y los anteriores aparecieron en el siguiente orden: Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1958) y La feria (1963). En veinte años escribió una obra prodigiosa y después guardó la pluma para siempre, salvo por contadas páginas y no precisamente de narrativa. Por ejemplo, su libro exegético sobre Ramón López Velarde y La suave Patria.
Memoria y olvido, como es obvio, era el título de sus memorias, de una autobiografía de la que sólo se conservan las cuatro páginas intituladas «De memoria y olvido» con las que se presenta, a manera de proemio, en la edición definitiva de Confabulario, justamente en 1971. Ahí está el arranque de la maestría verbal en oralidad y escritura: «Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años…». Pero ahí está también, y esto no suele señalarse, el autor que da por cerrada su obra, aunque haya inventado cuatro títulos más que ya no escribiría: otra forma magistral de despedirse: borgesianamente.
Advirtió: «Al emprender esta edición definitiva, Joaquín Díez-Canedo y yo nos hemos puesto de acuerdo para devolverle a cada uno de mis libros su más clara individualidad. Por azares diversos, Varia invención, Confabulario y Bestiario se contaminaron entre sí, a partir de 1949. (La feria es un caso aparte). Ahora cada uno de esos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio. Este Confabulario se queda con los cuentos maduros y aquello que más se le parece. A Varia invención irán los textos primitivos, ya para siempre verdes. El Bestiario tendrá Prosodia de complemento, porque se trata de textos breves en ambos casos: prosa poética y poesía prosaica. (No me asustan los términos). ¿Y a quién finalmente le importa si a partir del quinto volumen de estas obras, completas o no, todo va a llamarse Confabulario total o Memoria y olvido? Sólo me gustaría apuntar que, confabulados o no, el autor y sus lectores probables sean la misma cosa. Suma y resta entre recuerdo y olvidos, multiplicados por cada uno».
Nada dijo entonces Arreola de Palindroma, porque justamente éste fue el único libro inédito que entregó a Joaquín Mortiz. Era un libro sin historia, a diferencia de Varia invención, Confabulario, Bestiario y La feria, que ya tenían pasado y lectores. Nada dijo, tampoco, sobre los demás libros que aparecerían «a partir del quinto volumen», porque no había nada que decir acerca de unas obras que ni siquiera existían. Lo cierto es que la poesía de Arreola ya estaba escrita y se encontraba en La feria y en sus demás libros, amparada en la certeza que podemos leer en El último juglar: «Yo siento desde niño lo que es el soplo de la poesía, de ese viento que ordena las palabras».
Por eso, cuando en 2001 publiqué la antología Dos siglos de poesía mexicana: Del xix al fin del milenio (Océano), al incluir a Juan José Arreola elegí dos de sus poemas en prosa que me parecen insuperables: «Homenaje a Otto Weininger» y «Gravitación», de sus «Cantos de mal dolor» de la edición definitiva de Bestiario, y, para mostrar su incursión en el verso y, particularmente, en las formas métricas clásicas y rimadas, el soneto «A don Julián Calvo, enviándole mis cuentos», una composición de 1949 que, como es lógico, acompañó un ejemplar de su primer libro: Varia invención.
Tengo la certeza de que el poeta Juan José Arreola fue infinitamente superior en la prosa poética que en el verso, y él lo sabía. En el texto de presentación de sus Antiguas primicias escribió: «La publicación de estos versos no tiene disculpa, pero sí explicación. Acompañados de notas oportunas debían constituir un Ars poetica. Nada menos, y formar parte de mis memorias. Confesional por naturaleza a partir de San Agustín, no quiero irme de este mundo sin decir quién soy, aunque a nadie le importe. Salvo a mí mismo, porque no he podido ser el hombre que quise, que tal vez soñé y todavía quiere ser, para no saludarlo con tristeza en el último momento de mi vida. […] Todos los hombres somos capaces, en algún momento de nuestra vida, de escribir un buen poema, y esto ya lo dijo, previsiblemente, Borges. Perdón, porque caigo aquí en una de mis redes-trampas predilectas: cada uno de nosotros somos todos: los que quisieron escribir un poema, aunque no fueran Shakespeare o Quevedo».
«Pecados poéticos, cometidos desde la infancia inocente hasta la primera juventud irresponsablemente lírica y erótica». Así denomina Arreola sus tentativas y sus hallazgos, que también los tiene en el verso, pero que no le alcanzan para superar su prosa. En algunos de sus sonetos y en varias décimas se advierte la influencia inmediata de la lectura fervorosa que hizo de Pellicer, quien, por cierto, le dedicó un par de sonetos definiéndolo así: «Tú, que dices las cosas desde el vaso / donde se bebe el día entre diamantes». En El último juglar refiere cómo y cuándo conoció a Pellicer y de qué modo el gran poeta tabasqueño le entregó sus manuscritos de Práctica de vuelo para que los ordenara y los pusiera en limpio. Pellicer fue una figura tutelar para Arreola. Como el gran lector que fue, Arreola supo descubrirnos algunos de esos momentos insuperables de la poesía de Pellicer, que puso como epígrafes en sus libros. Por ejemplo, el «…mudo espío / mientras alguien voraz a mí me observa», en el pórtico de Confabulario, y el «…moverán prodigiosos miligramos», que no sólo hace las veces del epígrafe del memorable cuento, sino que también le da título («El prodigioso miligramo»), que es parte igualmente de Confabulario.
En la sección «Prosodia» de la edición definitiva de Bestiario, Arreola nos dejó también algunos poemas en prosa de excelente factura, como «Elegía», «Loco de amor», «El soñado», «La canción de Peronelle» y «Apuntes de un rencoroso». Yo prefiero siempre el «Homenaje a Otto Weininger» de los «Cantos de mal dolor». Pero, también, tengo enorme debilidad, gran inclinación, por un soneto arreoleano de estirpe quevediana, que en 1971 publicó en su columna de El Sol de México y que, de alguna manera, nos entrega la imagen más íntima, metafísica y angustiada de este gran creador de sueños e invenciones:
Combatido por vientos y mareas,
sitiado por humanas tempestades,
sólo distingo sombras de verdades
en el confuso mar de mis ideas.
Tú por quien soy me salves y me veas
devuelto a Tus angélicas ciudades.
Alcánzame en la sombra claridades
y ocúltame al afán vanas preseas.
Soy como el pez de los abismos, ciego.
A mí no llega el esplendor de un faro.
Perdido voy en busca de mí mismo.
En la noche final del desamparo
sólo me queda voz para este ruego:
¿Dirás por fin mi voz desde el abismo?
Este soneto lo acompañó su autor con el siguiente mensaje: «Perdónenme todos ustedes; a veces siento ganas de rezar. Y en el momento crítico, echo mano a jaculatorias infantiles: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal…”. Ahora he sacado, no sé por qué, este viejo soneto mío. Lo escribo de memoria, por primera vez, en una hoja de papel». En Antiguas primicias el soneto está fechado en 1949, pero la versión que ahí se incluye es inferior a la que reproduzco de las páginas de Inventario.
Quizá nunca como en La feria Arreola fue más poeta. Todo el libro, toda esta novela atípica, inclasificable, es un largo poema coral del pueblo de Zapotlán. Pero, también, nunca como en La feria y en sus otros cuatro libros, fue tan prodigioso narrador de prodigiosos miligramos. Sus cuentos son extraordinarios y por ello se comprende que hayan tenido no sólo la aprobación, sino la admiración de Borges.
Lo cierto es que la poesía siempre acompañó a Juan José Arreola. La leyó y la veneró. Amó el idioma como pocos y, como pocos, fue fiel en ese amor. En sus «Aproximaciones», última sección de Bestiario, tradujo libremente en prosa a Jules Renard, O. V. de Lubicz Milosz, Pierre-Jean Jouve, Henri Michaux, Francis Thompson y, muy especialmente, a Paul Claudel. En verso, trasladó al español poemas de Lanza del Vasto y Gérard de Nerval. De este último le obsesionó el inmortal soneto «El desconsolado» (ese que empieza así: «Soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado / príncipe de Aquitania en su torre baldía. / Mi sola estrella ha muerto, mi laúd constelado / el negro sol ostenta de la melancolía»), que una y otra vez corrigió.
En uno de sus últimos sonetos metafísicos («Sein und Zeit»), dedicado a Octavio Paz, y escrito en noviembre 1977, concluyó: «Yo soy la eternidad que se recrea / al hacer en mi ser otro segundo». La poesía no lo abandonó porque él tampoco la dejó: su prosa es poética siempre, y lo que él llama su «poesía prosaica» posee una gran intensidad. «Veo en el estro poético la manifestación más auténtica del espíritu creador y la razón de que haya otro lenguaje», dijo en una entrevista.
Su obra pudo ser más vasta, pero si no escribió aquellos libros que imaginó y deseó escribir no fue por pereza, sino por fascinación de la existencia, como él mismo aseguró: «Procuro no escribir ni leer, preso de fascinación ante la misma vida». Y sentenció: «He escrito poco porque me limito a extender la mano para cortar frutos más o menos redondos. Sólo en casos muy contados he hostigado una idea».