1. Las mujeres: ¡y pensar que Dios, al principio, se había olvidado de crearlas!
Pero para poder transmitir una idea real del ambiente en el que predicaba Jesús, tenemos que precisar mejor la importancia que en el coro de sus fieles tenían las féminas. Las mujeres, junto con los desheredados, sufrían, en aquel tiempo, de profundo menoscabo, de una mortificante marginación.
Por otra parte, desde la invención de la propiedad en adelante, la sociedad vencedora de los machos ha hecho lo imposible por segregar el mundo femenino hasta los escalones más bajos, mantenerlo en un estado de sujeción, cancelando esa forma de convivencia originaria que situaba a ambos dentro de la elipse cósmica en la que la mujer constituía el núcleo vital. Originariamente no era así. En efecto, en hebreo y en árabe, la palabra misericordia comparte la misma raíz que la palabra útero, es decir, la fuente de la vida nueva. Por lo cual la mujer es la creadora; y en las escrituras primordiales es el primer ser en venir al mundo. Es más, incluso en las religiones matriarcales Dios es una mujer. Encontramos trazas evidentes de esto en la figura de la diosa griega Gea o en la Kali hindú, creadoras perennemente derrocadas por divinidades masculinas y pendencieras. Igualmente, en la tradición de Oriente Medio más antigua, la de los sumerios (La epopeya de Gilgamesh), encontramos ya los mitos fundamentales que posteriormente confluirán en el Génesis bíblico, y encontramos a la diosa madre Mah, la que determina los destinos.
Vestigio de este perdido respeto hacia la mujer lo encontramos, incluso, en la costumbre de considerar judíos a aquellos nacidos de madre judía, prescindiendo del origen étnico del padre. Y se seguía este principio incluso en caso de que la madre hubiese sufrido un ultraje sexual. Los judíos, pueblo acostumbrado a ser dominado y vejado, reconocen que si una mujer judía sufre una violación por parte de hombre perteneciente a una raza hostil, el hijo que la mujer engendra seguirá siendo judío, ya que ha nacido del útero de una madre judía.
Respecto a los diversos movimientos sociales que, en aquel tiempo, surgían y se sofocaban de inmediato en los dominios romanos, la novedad estaba constituida por la presencia, entre los discípulos de Jesús, de un extraordinario número de mujeres devotas de él.
¿Pero, cómo vivían, qué situación social tenían las mujeres en aquella época?
Comencemos por recordar que la obligación del uso del velo para las mujeres cristianas durante toda la Edad Media y todavía hasta hace algún tiempo en las sociedades rurales proviene directamente de la cultura hebraica, que considera indigna a una mujer que se presenta en público con la cabeza al descubierto, «ya que el cabello al viento es vehículo de provocación sexual» (despertaban deseo en los hombres).
¡La clásica lascivia del cabello suelto!
Las mujeres judías debían evitar mantener relaciones sexuales después del parto durante cuarenta días si el recién nacido era hombre; el doble si era mujer (mayormente impura).
Es emblemática la jaculatoria de un famoso rabino del siglo ii, d. C., que exclama: «¡Bendito Dios, porque no me hiciste nacer gentil, villano y, sobre todo, mujer, ya que ella ni siquiera está obligada a respetar los mandamientos!».
El rabino en cuestión es, con toda evidencia, un buen reaccionario. Esta jaculatoria, luego, se volvería fragmento de una plegaria que los hombres judíos pronunciaban al despertarse cada mañana.
El culto y las alabanzas, entre los judíos, están reservados a los hombres; y en el templo judío existe un espacio sagrado en el que las mujeres no pueden entrar. El mismo impedimento que es adoptado en el Alto y Bajo Medioevo con la edificación del matroneo, para aislar a las mujeres del resto de la iglesia. En las basílicas prerrománicas el matroneo estaba provisto de una celosía.
Regresando a la sociedad judía, en la familia las esposas podían ser repudiadas, pero a ellas no les estaba permitido hacer lo mismo con sus propios esposos, aunque las desgraciadas padecieran tremendas palizas cotidianas. Su condición social era ínfima: «a la mujer no se le permitía tomar la palabra durante una asamblea, si ella tenía alguna duda, se la tenía que dirigir a su esposo, pero en el interior de los muros domésticos».
La mujer, durante el periodo de sus menstruaciones, era considerada impura, por eso no le era permitido sentarse a la mesa junto con el resto de la familia, tenía que consumir sus alimentos en un lugar apartado.
Y todavía hoy, en la cultura popular se tiene la convicción de que la mujer, durante «ese periodo», debe evitar batir huevo con aceite, ya que su condición provocaría que la mayonesa se cortara.
Y todavía más, dentro de las costumbres judías, a la mujer le está prohibido sembrar, porque su ser impuro puede impedir el nacimiento del brote.
Igual impedimento padecía respecto a las flores: «a la rosa cortada por una mano de fémina se le caen los pétalos y se seca».
La fémina perjura era lapidada. Nunca se le podía dirigir la palabra a una mujer desconocida, sobre todo cuando, a partir de sus ropajes, se podía adivinar que pertenecía a culturas y tradiciones diferentes (forasteras).
Además, tocar a una mujer extraña a la familia, incluso con la única intención de saludarla o de sanarla, era considerado un acto reprobable e indecente.
¡Esto era en público, ya que el acoso, en privado, era, al igual que hoy, costumbre cotidiana!
¿Pero, cómo era posible que dentro de una sociedad semejante hubiese féminas, en gran número, que pudiesen seguir sin impedimentos a un hombre, aun cuando éste era un predicador de gran carisma? La mujer en las zonas empobrecidas no tiene nexos fijos con el hogar doméstico, se ve obligada a vagar por los campos y mercados para sobrevivir. Es por eso que para ella es más fácil, respecto a un hombre, moverse libremente por amplios espacios. Por lo tanto, Jesús se dirige, sobre todo, a mujeres que padecen la vida.
En sus discursos, Jesús alienta a hombres y mujeres a liberarse de las convenciones y a actuar como espíritus libres. Él ha transformado la resignación en osadía creativa.
Jesús le habla a una humanidad femenina obligada a darle vuelta a la rueda del molino, y por amor a ella, infringe, imprudente, las reglas y las costumbres del buen comportamiento, tan es así que los sacerdotes del templo reprenden continuamente al Nazareno y lo marcan como indigno pecador. El «mal maestro» libera a una mujer de los demonios en día sábado (Lucas, 13:10); les dirige la palabra por la calle a mujeres que no conoce y a extranjeras (la Samaritana, Juan, 4:5) o incluso a intocables (como a los leprosos y a la hemorrágica, es decir, afligida por menstruaciones continuas) (Mateo, 9:20-22; Marcos, 5:25-34; Lucas, 8:43-48); elogia a la pobre viuda que derrama en el templo sus últimas monedas (Lucas, 21:1), acepta curar a la hija de una mujer de raza enemiga, una cananea, gente que según la Biblia (Deuteronomio, 20:13-18) debía ser exterminada (Mateo, 15:21), aunque el Nazareno, inicialmente, se había negado a hacerlo ya que no era judía; en casa de un fariseo permite que una prostituta le bese en público los pies y le unte aceite frente a todos, exponiéndose, por lo tanto, a ser fuertemente criticado (Lucas, 7:36); salva y perdona a una adúltera que está a punto de ser lapidada (Juan, 8:1-11).
A ellas, a las miserables, «en verdad os digo que los publicanos y las rameras os precederán y entrarán en el reino de Dios» (Mateo, 21:31).
[…]
Del peso y de la importancia que gozan las mujeres en una comunidad depende la calidad humana y civil que esa misma sociedad sabe expresar. Digamos de inmediato que en el Mediterráneo esta relación no proyectaba ciertamente la idea de una sociedad de alto nivel.
La condición de sumisión de las mujeres griegas y romanas no tenía nada que envidiarle a la de sus hermanas judías.
Por otro lado, es bien sabido: todas las culturas, con excepción de las matriarcales de los pueblos arcaicos, reprimen a las mujeres.
En Roma y en las provincias administradas por los romanos, la mujer, «largamente excluida de la vida religiosa pública, era puesta a realizar algunos ritos específicos».
Es famoso el escándalo del año 186 a.C. testimoniado por el historiador Tito Livio, que narra la historia de las matronas que participaron en gran número, y en secreto, en ritos báquicos.
Las mujeres, que impunemente se habían hecho sacerdotisas del culto, fueron, bajo orden de los jueces, castigadas en el ambiente familiar, el así llamado castigo doméstico: a los esposos les era impuesto infligirles penas corporales a sus esposas y a sus hijas y mantenerlas prisioneras en casa.
A las mujeres, en varias ocasiones, les fue prohibida la práctica de la herbolaria, ya que se sospechaba que con ella podían preparar brebajes para envenenar a sus esposos. Sabemos de otro caso en el cual se intentó un maxiproceso contra numerosas mujeres que, inmediatamente después de una epidemia en la que murieron muchos hombres, fueron consideras sospechosas y acusadas de haberles suministrado pociones letales a sus propios esposos. Con estas verdaderas cacerías de brujas se bloqueaba toda posibilidad para las mujeres de gestionar y apropiarse de la ciencia médica.
Los sacerdotes, junto con sus conocidos hombres de cultura, aseguraban que la mujer era incapaz de una práctica razonable y razonada de la religión. El culto sagrado y su administración eran, esencialmente, cosa de hombres.
Existían, es verdad, las vestales, que sin embargo no tenían derecho de palabra y participaban en los ritos únicamente como comparsas decorativas; las únicas tareas importantes asignadas para ellas consistían en preparar la famosa mola salsa, una pócima de la receta casi secreta a base de sal y cereales molidos usada en la liturgia, y en mantener siempre vivo el fuego sagrado.
Durante el tiempo de los Siete Reyes, tuvo auge la Sibila de Cumas, aceptada sólo por el hecho de que estaba en un país extranjero.
El gineceo griego y el matroneo de los romanos ciertamente no se utilizaban para proteger a las mujeres, sino para aislarlas.
En Atenas, las mujeres más libres eran las hetairas (prostitutas de clase), que no tenían nada que ver con las mujeres públicas de la calle o de las tabernas; las hetairas equivalían a las cortesanas de nuestro Renacimiento, llamadas las «señoras», que eran invitadas a las comidas de la corte y hasta por el Papa en El Vaticano.
Para encuadrar la importancia de las hetairas en la sociedad griega basta con leer las historias de Luciano de Samosata o asistir a la representación de una comedia satírica de Aristófanes. Aquí descubrimos que estas prostitutas de rango superior gozaban de gran autonomía e incluso de autoridad.
Atenienses, tebanos y corintios respetaban formalmente a sus esposas, pero las mujeres de las que se enamoraban y por las que llegaban a cometer locuras eran las hetairas, mujeres refinadas, maestras en la seducción, que se servían de la música, de la danza e incluso de la poesía.
Sin embargo, no hay que pensar que las relaciones sexuales entre los griegos y entre los romanos siempre se realizaban con el acompañamiento de flautas y clavicémbalos, con gracia y elegancia. Es más, las violaciones estaban al orden el día.
Sin embargo, las leyes sobre la violencia carnal no castigaban a los violadores. Pero respecto a las violadas: ¡ay de ellas si se rebelaban a la violación! La mujer que reaccionaba asesinando o hiriendo a su agresor era castigada, a menudo era condenada a muerte.
Las mujeres de Atenas acostumbraban detener la túnica a la altura del hombro, sirviéndose de un gran alfiler que ensartaban en la tela. A menudo, para defenderse del hombre que intentaba agredirlas, algunas mujeres sacaban el alfiler de la túnica y lo enterraban en el pecho o en el cuello del agresor. Sucedía así que el traspasado quedara muerto. El parlamento de los representantes democráticos y de los caballeros de Atenas, Esparta y Corinto resolvió el problema prohibiéndoles a todas las mujeres que utilizaran ese aguijón de diez, quince centímetros para detener mantos y paños en general.
Quizá fue aquí cuando nacieron los botones.
Por haber sido grabado, no es de olvidar, sobre este propósito, que en la sociedad de los judíos la violencia carnal era considerada, para el hombre, incluso una demostración de virilidad. Pero en algunos casos, al ser descubierto el acto de ultraje, el hombre era castigado con la muerte, condena que también le tocaba a la mujer, a la que siempre se consideraba que había dado su consentimiento para que esto sucediera, aunque hubiese gritado durante el acto… ¡indudablemente de placer!
Entre los romanos, como entre los griegos, la violentada era, a su vez, considerada responsable del ultraje padecido.
Lucrezia, matrona romana, esposa de Tarquinio Collatino, fue agredida y violada por el hijo de Tarquino el Soberbio, séptimo rey de Roma. Ella estaba bien consciente de que, para la moral de los latinos, la mujer que padecía un ultraje era tan culpable como el violador, ya que la seducción sexual era considerada su arma invencible. Por eso se degüella ella misma.
Inmediatamente después del «heroico», aunque tremebundo, gesto de la mujer, el pueblo se insurrecciona y derroca tanto al hijo como al padre, rey de Roma.
A partir de ese momento en la urbe cesa el poder de los reyes.
Jesús amaba a las mujeres
Esta declaración aparentemente sacrílega es fruto de un hurto. En efecto, Jesús amaba a las mujeres es el título de un afortunado libro de mi hijo Jacopo y de Laura Malucelli, que me ha inspirado, más allá de todo, el texto completo que les estoy proponiendo. Como dice un viejo proverbio: «Robarle a los hijos no es un acto indigno, los hijos también se traen al mundo por esto».
Para ser sinceros, este antiguo proverbio es falso, lo inventé yo… ¡Quedaba tan bien para la ocasión!
Pero absolutamente auténticas son las pruebas que trataré de proporcionarles sobre la fascinación que las mujeres ejercieron en el Hijo del hombre.
María de Magdala, llamada Magdalena, era, sin más, la mujer amada por Jesús. Lo declara explícitamente el Evangelio Apócrifo de Felipe, que, sin medios términos, así se expresa:
«La consorte de Cristo es María Magdalena. El Señor amaba a María más que a cualquier otro de sus discípulos y con frecuencia la besaba en la boca».
Los otros discípulos, entonces, le dijeron: «¿Por qué la amas a ella más que a nosotros?». Y el Salvador les respondió diciéndoles: «¿Por qué no los amo a todos ustedes como a ella?».
En otra versión, Jesús, en cambio, les responde a los apóstoles: «¿Les parece que ella no se merece que yo la ame tanto?».
Algunos estudiosos minimizan el significado del beso, se saltan de golpe la referencia de que Jesús esté casado con Magdalena y la glosan asegurando que en las comunidades religiosas de ese tiempo era normal entre los discípulos besarse entre sí: un gesto de simple afecto, un ritual casi religioso. Pero nos preguntamos: ¿por qué razón, si el beso era considerado del todo normal, los discípulos de Jesús se sentirían humillados, es más, celosos, de ese saludo tan convencional, que le dirigía a la Magdalena?
Es obvio que una vez más se hace lo imposible por quitar de en medio todo sentimiento que en Jesús vaya más allá de la espiritualidad más casta.
En la tradición popular, la convicción de que Jesús y la Magdalena estuviesen unidos no sólo espiritualmente está fuertemente enraizada; y los más grandes pintores, desde el Medioevo hasta el Barroco y más allá, han tomado continua inspiración de esto.
Es más, en algunas obras famosas del Parmigianino y de su maestro, el Correggio, la Magdalena aparece adulta en escenas en donde Jesús todavía es un infante, un niño sentado sobre las rodillas de la madre. La Magdalena está literalmente abandonada entre los pequeños brazos del niño, que tiernamente le acaricia el cabello, como un amante satisfecho y compensado.
En otra pintura del Parmigianino, un ángel le ofrece al pequeño Jesús una vasija de la que vierte agua: ese gesto y la ánfora misma, es bien sabido, aluden a un ofrecimiento de amor.
Giotto, en Asís, le dedica toda una capilla de la Basílica inferior a María de Magdala. Vemos la ascensión de Magdalena, llevada por los ángeles hacia el cielo. En la escena de la resurrección de Lázaro ella aparece allí, de rodillas, en primer plano, frente a Jesús, envuelta en un manto rojo. Lázaro, en la tradición popular, es hermano de Magdalena; otras veces es pariente cercano de la Virgen. Por eso las dos mujeres en diversas pinturas siempre están presentes en este milagro. A menudo, Lázaro toma vida precisamente entre los brazos de su hermana, como en la conmovedora escena pintada por Caravaggio en la que Magdalena besa apasionadamente en la boca a su hermano resucitado.
También en el episodio en el que María de Betania y su hermana Marta se encuentran con Jesús, la tradición impone que en vez de provenir de Betania, la María en cuestión se vuelva María de Magdala (nombre de la homónima ciudad) es decir, Magdalena (Lucas, 10:38).
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En muchas esculturas pintadas de factura flamenca, Magdalena incluso se ha posesionado del papel de la madre de Cristo en La Piedad, es decir, es ella, vestida con los ricos paños adamascados normalmente utilizados por las cortesanas, que sostiene sobre sus rodillas el cuerpo desnudo de su hombre y lo estrecha desesperadamente entre sus brazos, bañándolo en lágrimas.
Pero Jesús, por los menos al inicio de su vida, no se limita a amar a una sola mujer. El Evangelio Apócrifo de Tomás nos refiere un diálogo de amor con otra muchacha, Salomé, con la cual, tendido sobre un lecho, conversa apasionado (6:1).
Salomé le inquiere: «¿Quién eres tú que te sientas en mi mesa y te recuestas en mi lecho?».
«Soy alguien que contigo se siente un solo cuerpo».
Y Salomé retoma: «¿Yo solamente soy una discípula tuya?».
Y Jesús: «Yo te digo que cuando uno se encuentra a alguien y uno se acopla a él, tu cuerpo se derrite en la luz y cuando se abandona ese cuerpo todo tu espíritu se ahoga en la oscuridad».
Giotto también, en la Capilla de la Magdalena, nuevamente sitúa a ella, a la hermana de Lázaro y Marta, en las sayas de la mujer pecadora, personaje clave de la cena en casa del fariseo. Por lo tanto, será la Magdalena la que se arrodillará amorosa ante los pies de Jesús, será ella quien se los lavará con su propias lágrimas y quien se los ungirá con aceite perfumado, quien se los besará y se los secará con su propio cabello, siempre muy vaporoso y rubio.
¿Pero por qué se ha elegido que una expecadora exhiba una cabellera tan dorada? La respuesta es sencilla. Para indicar su papel. Comenzando desde el Alto Medioevo, y quizá incluso antes, las cortesanas se pintaban el cabello frotándoselo con la orina del caballo y luego se tendían al sol con la cabellera suelta, como en la estupenda pintura de Caravaggio que plasma a la Magdalena, precisamente.
Así es como tenemos un centenar de frescos y pinturas en los que se representan episodios del Evangelio en los que aparece la Magdalena, ya sea en el acto de besarle los pies a Jesús o cuando se arrodilla en la base de la cruz, o bien en el momento en el que el cuerpo inanimado del Mesías es depuesto del patíbulo y tendido en la tumba.
La mujer desesperada siempre es ella, la Magdalena, con su manto rojo y el cabello suelto.
También en la tradición de los cuentos populares, como nos lo aseguran Giotto y una miríada de otros pintores, la mujer de Cristo, al quedarse sola, se ha dejado crecer el cabello hasta los pies. Se ha refugiado en una gruta y vive como eremita, desnuda y alejada del mundo, después la vemos ascender al cielo, sostenida por un tropel de ángeles, cubierta, siempre, únicamente, por su cabello.
En la novela policiaca de temática religiosa El código Da Vinci, de Dan Brown, publicada y vendida en millones de ejemplares y en la cual se basó una versión fílmica más bien mediocre, el autor da por cierto que la figura del personaje que en la Última Cena se sentó junto a Jesús no debe ser confundida con Juan, ya que ciertamente se trata de la Magdalena. Personalmente estoy de acuerdo con él. No tengo dudas. Ésa es la imagen clásica que Leonardo repropone cada vez que pinta a una mujer. Además, sus epígonos y alumnos, reproduciendo el famoso fresco, definen todavía más intensamente el carácter totalmente femenino del presunto apóstol, poniendo en evidencia un rostro de muchacha, enriqueciéndole la figura con dos túrgidos senos.
No estoy igualmente convencido cuando Brown nos asegura que de la unión de Cristo con Magdalena nació la cabeza de una noble dinastía que en un cierto punto topa en el Santo Grial.
De verdad, esta última fase de la narración me parece demasiado forzada e inadmisible. Por el contrario, en lo que concierne al nacimiento de uno o más hijitos de ese sagrado amor, los invito a leer los Evangelios Apócrifos y, sobre todo, el testimonio de Giotto en la Capella degli Scrovegni.
La escena que les invitamos a observar es aquella que narra la expulsión de los mercaderes del templo. Jesús ha echado por los aires las jaulas que contenían palomas y corderos para sacrificar. Está agrediendo a un vendedor de palomas, asestándole golpes como un endemoniado. Todo alrededor es un correr de pequeños animales y un volar de pájaros entre las arcadas del templo. Los discípulos de Jesús también están azorados ante tanto furor por parte de su maestro, normalmente tan comprensivo con todos y tan amable. Un niño ha buscado refugio bajo la protección de un apóstol. Lleva entre las manos una paloma que ha salvado de la trifulca. Otro, el más pequeño, literalmente se ha metido entre las sotanas, es más, en el seno, de un apóstol… no… observándolo bien, se trata de una mujer. Su cabello rubio y ensortijado es más bien el que normalmente Giotto hace que descienda de la cabeza de Magdalena. Magdalena eleva hacia el rostro un extremo de la mantilla que envuelve su mano (también ésta es una postura clásica de mujer). También el niño, para hundir mejor su cara entre las vestiduras de esa que seguramente es su madre, ha apartado el borde de la toga y atisba, preocupado, más allá del brazo protector de su madre. Magdalena, por lo tanto, tiene un hijo, ¿pero quién será el padre? Es probable, casi seguro, que sea el propio Jesús. Sin duda alguna el miedo del niño es provocado por descubrir a un padre, normalmente tierno, irritado hasta llegar a la violencia […].
Traducción del italiano de María Teresa Meneses