Jaula de palabras rivisited (& highlights)

Julián Herbert

(Acapulco, 1971). Uno de sus títulos más recientes es Ahora imagino cosas (Literatura Random House, 2019).

Jaula de palabras (Grijalbo, 1980) es un volumen de cuatrocientas ochenta páginas, prologado y seleccionado por Gustavo Sainz. El subtítulo reza: Una antología de la nueva narrativa mexicana. En la solapa se lee: «52 cuentos cortos escritos en los últimos dos o tres años por los 52 escritores más importantes de México». Son sólo siete las narradoras compiladas, contra cuarenta y cinco narradores. La extensión de los textos varía: «¿A usted lo quieren?», de Humberto Rivas, dura dos páginas, mientras que «Retrato», de Juan García Ponce, abarca veintinueve. No todos los pasajes incluidos son estrictamente cuentos, hay al menos un par de fragmentos de novela: «Juegos de salón», de Raúl Casamadrid, y «Yautepec», de José Agustín. Los materiales, sin embargo, funcionan siempre bien como lectura independiente.

Jaula de palabras fue una pieza importante en la construcción de mi perspectiva crítica de la literatura mexicana. Quizá porque llegué a él siendo muy joven: lo leí por primera vez a los diecinueve años. Quizá por la soltura y elegancia de su método: subversivo sin ser fanático; riguroso sin ser pedante o académico; desmadroso y juvenil sin suspicacias contra la tradición; lumpen y aristocrático sin otra solución de continuidad que el orden alfabético por apellido de los autores. Quizá, también, lo considero clave para mi formación por la sencilla razón de que muchos de sus cuentos (algunos hoy semiolvidados) siguen pareciéndome notables piezas de ficción.

En 2020, cuando se cumplían cuarenta años de la publicación del volumen, me pregunté por qué nunca se había reimpreso. Un gran amigo y editor —Andrés Ramírez— me hizo ver lo complicado que resultaría en este momento el tema de los derechos de autor, habida cuenta de que Sainz murió en 2015 y muchos de los autores incluidos perdieron visibilidad, fallecieron, quizá rechazan ahora —en el caso de los más jóvenes— aquellas obras tempranas, o simplemente dejaron de dedicarse a la literatura. Está también, desde luego, la desmesurada brecha de género: bastaría echar una mirada a cualquier compilación actual (pienso sobre todo en el segundo tomo de A golpe de linterna, antología de escritoras hecha por Liliana Pedroza)[1] para mostrar lo injusto que fue Sainz con las autoras mexicanas de aquel momento.

Sin embargo, y más allá de sus dificultades y carencias, Jaula de palabras amerita, a mi juicio, un acercamiento contemporáneo, entre otras cosas, por su excentricidad. Contiene piezas ejecutadas desde diversos territorios geográficos y simbólicos de la literatura mexicana, y sus ideas críticas dialogan de manera profunda con algunas de las preocupaciones estéticas y sociales de la práctica escritural de las primeras décadas del siglo xxi.

A continuación, dedicaré unos párrafos a explorar esta tensión entre lo antológico, lo intergeneracional y la pertinencia actual del volumen.

No es difícil contrastar las ideas críticas de Sainz con el discurso literario-académico hoy dominante. El antologador afirma en su prólogo:

ni la memoria forma el pasado, ni estos cuentistas pueden colocarse cómodamente en viejos casilleros del orden «fantástico» o «realista»; ni la intención del escritor es ordenar el caos, ni tampoco desorganizar la realidad sobre la que tiene tan poco control y reemplazarla con palabras sobre las que cree ejercer cierto poder; ni se trata de establecer historias para que el mundo las pondere en la misma forma en la que ellas ponderan al mundo; en realidad el aire parece entrar por todas partes, como en una jaula, se acaban las predicciones y las recetas, y quedan mil caminos abiertos.[2]

Tal vez la metáfora de la escritura como una jaula por donde entra el aire siga pareciendo pertinente a muchos escritores (para mí lo es), pero sin duda ha dejado de serlo para otros tantos doctorantes en literatura y estudios culturales y, con ellos, para un sector de la crítica y los lectores. No se trata nada más del triunfo contemporáneo de una fe contrarrealista y retroactiva en el apotegma «la memoria forma el pasado» (con todo y el viso benjaminiano que conlleva esta frase, una visión que me resulta entrañable cuando no se la apropian los puritanos del rencor). Se trata de que, desde el punto de vista sociológico, la dinámica de las redes sociales y las reivindicaciones culturales parte a menudo del supuesto (consciente o inconsciente) de que es posible reorganizar y controlar la realidad reemplazándola con palabras. Confieso que me identifico más con la postura escéptica y estoica que tiene Sainz a este respecto: un buen relato es siempre una jaula abierta
—valga decir: ambigua.

Por otro lado, Sainz aprecia y señala, en los autores incluidos en su volumen, el sesgo de eso que Josefina Ludmer llamaría mucho más tarde «literatura postautónoma»:

han rebajado deliberadamente el papel social de los personajes y del lenguaje, para alcanzar así registros propios de la antropología, la etnografía, la sociología, la historia, la política, la lingüística, la filosofía y la economía, además de los propiamente «literarios» […] y a la vez aceptan cierta discontinuidad formal, cierto impulso por fragmentar la forma, la contemporánea autoconciencia en el proceso de creación, o las anteriormente invisibles e imperceptibles relaciones entre ficción y realidad.[3]

Por último, Gustavo Sainz esboza una lúcida nota que apunta hacia lo que hoy se conoce como poética cognitiva, un enfoque que pone de relieve la relación intrínseca entre la retórica, las neuronas espejo y, en general, los procesos neurobiológicos: «La ficción tiene muchos años levantando espejos no sólo para reflejar nuestro “otro” comportamiento, sino para apuntar hacia nuestros modos de educación y aprendizaje».[4] Vistas en conjunto, las tres citas anteriores me parecen observaciones capitales de cara a los fenómenos literarios del siglo xxi.

El primer cuento de Jaula de palabras («El Wama», de Enrique Aguilar) no me entusiasma: concluye justo cuando el protagonista comenzaba a interesarme, y el final es abrupto. El segundo («Evocación de Julia», de Héctor Aguilar Camín) me resulta repelente, en parte porque su barroquismo —el protagonista se apellida Lezama— trasmite menos una indagación en el lenguaje que una impostura culterana. Anoto, no obstante, esta curiosidad casi privada: en las fichas biográficas que incluye el volumen leí, en 1990, una frase que he repetido como un mantra durante todos estos años en mis clases de técnica literaria: «el único sentido que tiene escribir cuentos es el de reescribirlos». Siempre la atribuí a mi querido amigo Eusebio Ruvalcaba. Ahora, al revisar el volumen para redactar este artículo, descubrí que en realidad esas palabras pertenecen a Aguilar Camín. El inconsciente it’s a bitch.

«Yautepec» fue lo segundo que leí de José Agustín (lo primero había sido «¿Cuál es la onda?»). En él encontré muchas de las claves de la literatura que aspiro a escribir: oralidad y poesía, palimpsesto, incorrección política, disolución de los géneros y los planos narrativos, todo envuelto en una endiablada habilidad técnica que podría pasar por espontaneidad. Sigo considerándolo un texto medular de la literatura mexicana.

«Río subterráneo», de Inés Arredondo (lo primero que leí de ella), es material que todavía hoy utilizo en talleres para dar clases de mimesis —particularmente la escena de los tres indigentes que miran a la mujer en el parque—. Su construcción del pathos amoroso desde una voz ecuánime me parece brillante y devastadora.

«De cómo Guadalupe bajó a La Montaña y todo lo demás», de Ignacio Betancourt, es una masterclass de pastiche, un derroche de neobarroco-picaresco-ñero, y creo que, si la literatura mexicana fuera menos clasista, éste sería uno de sus cuentos consentidos, no sólo por lo explosivo del lenguaje, sino también por el virtuosismo de cajas chinas de su estructura.

Una de las atracciones mayores de Jaula de palabras, desde un punto de vista narratológico y chismográfico, es «Tarrarrurra», de Juan de la Cabada. El relato incluye una voz masculina de segunda persona (¿la del autor?) que crea a su vez el dispositivo de una voz femenina que narra en primera persona una historia de su infancia. Lo que la voz femenina adulta cuenta es el recuerdo de su vida en un orfelinato y el encuentro ahí con una extraña niña que afirma tener un hermanito (Tarrarrurra): un muñeco de cerámica que guarda entre sus faldas, al que inventa una voz y quien, a cambio de comida, cuenta historias procaces a las chiquillas del hospicio. Por si toda esta construcción en abismo de voces no fuera suficiente, el narrador más externo (¿el autor?) se autoexculpa con elegancia de cualquier falta a la verdad en que incurra su relato. Lo hace mediante un párrafo que atribuye a la voz narrativa-femenina-adulta-de-primera-persona:

Ojalá no temas, querido mío, el ahorro de trabajo que te supondría el contarla de memoria. En tal caso repite alegremente lo que alguien me ha dicho que más o menos dijo Rimbaud en cierta ocasión: «el plagio es saludable; el progreso lo implica».[5]

La referencia al plagio es relevante porque —lo descubrí hace poco— el mismo relato protagonizado por el mismo personaje (Tarrarrurra) aparece en el libro Memoria por correspondencia,[6] de la pintora colombiana Emma Reyes. El libro de Reyes apareció por primera vez en 2012, y es una compilación de cartas que la artista envió entre 1969 y 1997 a su amigo Germán Arciniegas. El cuento de Juan de la Cabada es, pues, una suerte de plagio anticipado y concedido por Emma Reyes, quien probablemente le contó de viva voz la historia al escritor. De tal modo, «Tarrarrurra» es simultáneamente una encantadora y terrible pieza de ficción y no ficción.

«La modelo», de Beatriz Espejo, practica con virtuosismo una variedad de cuento moderno inventada por Edgar Allan Poe en «La barrica de amontillado»: la puesta en situación que es un puro desenlace. Es también una de las piezas más conocidas de la autora. «No vendrá nadie a verte, sino la muerte», de Josefina Estrada, recupera las lecciones de realismo dialéctico desarrolladas por José Revueltas para ofrecer un ejercicio muy compacto de narrativa coral.

«Retrato», de Juan García Ponce, es uno de mis relatos favoritos del autor: por años tuve un crush con Camila, su protagonista. Por eso me sorprendió descubrir (gracias a Fernando García Ramírez) que, a causa de un descuido o el azar, esta pieza no aparece en la edición de los cuentos completos de García Ponce. De más está decir que esta condición de rarity o lado b la ha vuelto un objeto aun más preciado para mí.

«Juego de ajedrez», de Fidencio Gonzalez Montes, fue el primer cuento gay que conocí de la literatura mexicana. Su tono machín y canalla y su retrato del sexo playero me parecen poco usuales en la (por otro lado escasa) literatura de tema homosexual de aquella época. Su forma tiene resonancia en uno de los narradores mexicanos clandestinos que admiro: el saltillense Jesús de León Montalvo.

«La mula en la noria», de Ethel Krauze, es otro cuento que sigo utilizando para dar clases de técnica literaria. Gustavo Sainz dice de él que

en estilo seco y consistente lleva el realismo a un grado de protesta verdaderamente limítrofe, destruyendo estructuras, armonías, resplandores, sintaxis convencional y diseño, y en verdad acercándose a descubrir nuevos modos de conciencia y sobre todo una constante insatisfacción ante hábitos y formas establecidas…[7]

Amén de ser una joya como técnica del punto de vista, yo lo contaría como relato precursor de la literatura mexicana contemporánea acerca de la manipulación erótica masculina y el ghosting.

«Aquí nomás de hablador», de Gustavo Masso, suena a un ejercicio de taller de los que propone John Gardner en The Art of Fiction (otro libro que consumí con fruición a los diecinueve años), pero uno que resultó increíblemente bueno: la idea de imaginar un absurdo y ocasional crimen callejero para paliar el aburrimiento de tener que escribir un cuento me resulta afortunada y familiar.

Desde hace años, tengo la fantasía de escribir un guion de cine para una peli estilo Wong Kar-wai inspirado en «Teléfono», de Hortensia Moreno: la historia (contada en tres páginas escasas) de una joven suicida que telefonea a un desconocido que le gusta para proponerle tener relaciones sexuales como última voluntad de ella. Él acepta.

«El convoy de tropas», de David Ojeda, es, hasta donde tengo noticia, el primer relato mexicano sobre videojuegos. Narra las vicisitudes picarescas (y posteriores angustias) del Fulis y el Chirris quienes hurtan monedas de los bolsillos de sus padres para escapar de una cotidianidad insufrible a través de la pantalla de las nuevas maquinitas instaladas en una miscelánea de barrio.

«Inmóvil sol secreto» es una de las piezas más transparentes de la prosa de María Luisa Puga, y uno de los textos suyos que mejor dialogan con los valores literarios del presente por su combinación de géneros, a caballo entre la crónica de viajes (a la isla Cefalonia), el estudio de la intimidad de pareja y la ideología correcta como máscara y farsa de Lo Real (una muy precisa descripción avant la lettre de la utopía universitaria contemporánea):

Desde ese primer día conocimos a los gringos —que en realidad eran de todas partes, no sólo gringos, hasta un brasileño había, pero en inglés, gringos, gringos, jugando a la bondad y al mensaje de paz todos. Un tenue imperialismo emotivo.[8]

«Ratero», de Armando Ramírez, es, como el cuento de Ignacio Betancourt (y como otros más incluidos en Jaula de palabras, por ejemplo «Todos tienen premio, todos», de Emiliano Pérez Cruz), una muestra de los altos vuelos de técnica cognitiva entreverada con lenguaje popular que alcanzó la literatura mexicana en los años setenta y ochenta, una configuración que permaneció más o menos soterrada o desprestigiada a partir de los dosmiles, pero que ha cobrado quizá nueva relevancia a partir del éxito internacional de Fernanda Melchor. El relato de Ramírez, que inicia con un deslumbrante in media res donde el protagonista es interrogado a golpes por unos policías, alcanzó cierta popularidad en los ochenta gracias a la película que se basó en él, de Ismael Rodríguez y protagonizada por Roberto Flaco Guzmán.

«¿A usted lo quieren?», de Humberto Rivas, me parece simplemente un cuento perfecto, digno no solamente de esta colección sino de cualquier antología. Es otro de los objetos literarios que suelo utilizar en mis clases. La anécdota es simple: un hombre es detenido por agentes de tránsito debido a la infracción de salir a la calle sin estar seguro de que alguien en el mundo lo ame. Las kafkianas capas que se desprenden de esta premisa abarcan la angustia existencial, la burocracia, la corrupción y el pánico ciudadano ante el poder. Una obra maestra de dos páginas.

Por último, «Aquí, Georgina»,de Guillermo Samperio, narra la historia de una mujer que llega a su departamento y siente una tremenda angustia inexplicable; logra controlar esa emoción a través del sexo para, finalmente, mientras tiene un orgasmo, descubrir por la ventana a unos hombres armados que descienden de un auto, algo que la arroja a una epifanía siniestra: «quizá porque todo estaba tan bien preparado y las piezas encajaban a las mil maravillas pensó que la sensación que había sentido al entrar a casa correspondía a este momento».[9] Tanto por su carga ideológica como por su extraña percepción de la mimesis, a caballo entre la fantasía metafísica y el realismo dialéctico, el cuento de Samperio ejecuta, respecto de Julio Cortázar, una brillante actualización de algo que Harold Bloom describió como apophrades: la influencia literaria como regreso de los muertos.

El resto de los autores compilados en Jaula de palabras son René Avilés Fabila, Jesús Luis Benítez, Roberto Bravo, Emilio Carballido, Salvador Castañeda, Javier Córdova, Carlos Chimal, Alberto Dallal, Antonio Delgado, Alberto Enríquez, Carlos Fuentes, Sergio Galindo, Jesús Gardea, Sergio Gómez Montero, Raúl Hernández Viveros, Alberto Huerta, Gerardo María, Luis Moncada Ivar, Agustín Monsreal, Dámaso Murúa, Jorge Arturo Ojeda, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, Luis Arturo Ramos, Octavio Reyes, Morris Schwarzblat, Sergio Soto, Juan Tovar, Juan Villoro, Luis Zapata y Eraclio Zepeda.

Hasta aquí mi relectura. Sé, desde luego, que estoy en parte idealizando: ningún lector serio podría volver sobre sus pasos de juventud sin una dosis de autoindulgencia. Pero sé también que, incluso si la memoria no formara el pasado (como antibenjaminianamente quisiera Gustavo Sainz), sin duda incide en el presente y, sobre todo, posibilita la conjetura estética acerca de un futuro como el nuestro, acechado por la crisis de realidad y el oportunismo ideológico. Contra la idolatría de la novedad, pienso que volver en el tiempo es una práctica eficaz del don de profecía. Tampoco es que se trate de una idea novedosa: viene de la tradición clásica y del comentarista deportivo Pedro El Mago Septién, experto en estadísticas beisboleras.


[1] Liliana Pedroza, A golpe de linterna. Más de 100 años de cuento mexicano (tres tomos), Atrasalante, México, 2020.

[2] Jaula de palabras, p. 11.

[3] Idem.

[4] Ibid., p. 12.

[5] Idem.

[6] Emma Reyes, Memoria por correspondencia, Almadía, México, 2014.

[7] Jaula de palabras, p. 10.

[8] Ibid., p. 369.

[9] Ibid., p. 430.

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