(Santiago de Chile, 1947). Sumar (Seix Barral, 2018) es una de sus últimas novelas publicadas. Es la ganadora del Premio fil de Literatura en Lenguas Romances 2021.
Estamos echados en la cama, entregados a la legitimidad de un descanso que nos merecemos. Estamos, sí, echados en la noche, compartiendo. Siento tu cuerpo doblado contra mi espalda doblada. Perfectos. La curva es la forma que mejor nos acomoda porque podemos armonizar y deshacer nuestras diferencias. Mi estatura y la tuya, el peso, la distribución de los huesos, las bocas. La almohada sostiene equilibradamente nuestras cabezas, separa las respiraciones. Toso. Levanto la cabeza de la almohada y apoyo el codo en la cama para toser tranquila. Te molesta y hasta cierto punto te preocupa mi tos. Siempre.
Te mueves para señalarme que estás ahí y que me he excedido. Pero ahora duermes mientras yo mantengo ritualmente mi vigilia y mi ahogo. Tendré que decirte, mañana, sí, mañana mismo que habré de racionar tus cigarrillos, llevarlos al mínimo o definitivamente dejar de comprarlos. No nos alcanza. Apretarás las mandíbulas y cerrarás los ojos cuando me escuches y no me vas a contestar, lo sé. Permanecerás impávido como si mis palabras no tuvieran el menor asidero y siguiera allí íntegra la cajetilla que compro fielmente para ti.
Te gusta, te importa, necesitas fumar, lo sé, pero ya no puedes, no puedo, no quiero. Ya no. Pensarás, lo sé, en cuánto te has sostenido en los cigarrillos que sistemáticamente consumes. Ha sido así, pero ya no es necesario.
No.
No consigo dormir y entre los minutos, a través de los segundos que no alcanzo a precisar, se entromete una inquietud absurda pero que se impone como decisiva, la muerte, sí, la muerte de Franco. No consigo recordar cuándo murió Franco. Cuándo fue, en qué año, en qué mes, bajo cuáles circunstancias, me dijiste: murió Franco, finalmente se murió echado como un perro. Pero fumabas y yo también en ese momento. Fumabas cuando hablabas de la muerte y yo fumaba y mientras atendía a tu rostro adolescente, abiertamente resentido y lúcido y en cierta forma deslumbrante, apagué el cigarrillo entendiendo que era el último, que nunca más iba a hacerlo, que jamás hubo de gustarme aspirar ese humo y tragarme la quemazón del papel. Siento tu codo apoyado en mi costilla, pienso que aún tengo la costilla y acepto, sí, me entrego a tu codo y me avengo con mi costilla.
Me doy vuelta, pongo mi mano sobre tu cadera y te muevo una y otra vez, rápido, ostensible. Cuándo murió Franco, te pregunto, en qué año. ¿Qué?, ¿qué?, dices. Cuándo murió, te digo, Franco, en qué año. Con un solo impulso te sientas en la cama, veloz, atravesado por una furia muscular que ya nunca ejerces y que me sorprende. Apoyas la cabeza en la pared, pero de inmediato vuelves a deslizarte entre las sábanas para ponerte de espaldas a mí.
¿Cuándo?, te pregunto, ¿cuándo?
Con la respiración demasiado agitada, llegas al borde de la cama, no sé, me contestas, cállate, duerme, date vuelta. Un día preciso de un año preciso pero que no forma parte de un orden. Una escena desprendida, ya inarticulada en la que fumábamos concentrados, entregados a nuestra primera célula, mientras tú, precozmente sabio, con la plenitud que pueden alcanzar las habilidades, sostenías unas palabras legítimas y consistentes que no se podían soslayar y te mirábamos extasiados —tus argumentos— cuando explicabas la muerte de Franco y yo, cautivada por la rigurosidad de tus palabras, apagaba el cigarrillo poseída por un asco final y observaba el papel destrozado contra el filtro, lo miraba en el cenicero y pensaba, nunca más, es el último, se acabó, pensaba y pensaba que por qué habría fumado tanto ese año si no me gustaba, en realidad, el humo. Visualizo el cenicero, el cigarrillo apagado con las escasas briznas de tabaco desarmadas en su centro. Lo tengo. Tengo también la muerte de Franco, pero no el año, ni el mes ni menos el día. Dime, dime, te pregunto. No empieces, no sigas, duérmete, me contestas. Pero no puedo, no sé cómo dormir si no recupero el tramo perdido, si no sorteo el hueco nefasto del tiempo que requiero atraer. El final del cigarrillo aplastado contra el cenicero, mis dedos, la secuencia de tus palabras convincentes, echado como un perro, en su cama, el asesino o quizás dijiste: el homicida y mi asco definitivo a la bocanada de humo, la última.
La muerte pública de Franco, echado en la cama, muriéndose de todo, prácticamente sin órganos, dijiste, el tirano, decías, muerto de viejo o de anciano, rodeado por su séquito, decías, de franquistas, los médicos. En la noche, tarde, al borde de un amanecer exhaustivo proseguían las discusiones, los argumentos y entre todas las palabras posibles, claro, las tuyas sonaban más expertas o más certeras, mientras yo fumaba a lo largo de esa noche que nunca vaciló hasta que, de pronto, me sentí verdaderamente ácida, mis pulmones y hube de apagarlo, el cigarrillo para nunca más.
Después me ofreciste uno, ¿quieres un cigarrillo?, ya amanecía, no, no quiero. No, te dije, no quiero y hube de vislumbrar en tu mirada un atisbo de inquietud mezclado con una clara decepción. Una primera, incipiente, inexcusable mirada de abandono o de un rencor material. Pero, dime, cuándo. Cállate. Me haces callar justo en los momentos en que la sábana desastrosa se ha enredado, una vez más, en mis piernas y en mis brazos, siéntate, muévete, mientras ordeno la sábana, furiosa, sin entender si es en contra de mí o en contra de ti, sin convencerme. Cómo pude olvidarme del año, de un año que tú sí recuerdas y no me lo dices, lo sé, para impedir que yo zanje el tema del cigarrillo.
Estalinista, me dijo Martín, después, muchos años más adelante, en el tiempo en que ya no éramos (Martín ahora mismo se adelanta, está parado a los pies de nuestra cama, desencajado, negando mis palabras, reiterando en este siglo sus mentiras). Él me dijo estalinista y tú, que escuchabas su expresión, que la oías, volviste la cabeza, impasible como si no. Quién fue el que me dijo estalinista, cállate. Quién fue, te insisto, mientras muevo tu cadera. Ah, me dices, necesito dormir, ya, duerme, por favor duerme, déjame tranquilo. Has levantado la voz, me hablas en un tono delirante. Agresivo.
Me arden los ojos de un sueño que parece un mero síntoma. No puedo dormir, cállate. Estalinista, me lo espetó abiertamente, mientras yo te miraba buscando en ti un resguardo y tú, instalado ya en la indiferencia, seguías ajeno, mientras yo escuchaba unas palabras que giraban locamente sin entender del todo de cuál ira provenían. Me dijo, estalinista. Lo repitió. Sé quién lo dijo, Martín (desde los bordes de la cama él se toca la cabeza, alardea, exhibe su contorno ostensiblemente irregular, menoscabado). Tengo en mi retina sus ojos y los matices de su expresión, pero ahora espero que seas tú el que digas quién fue, para así escuchar de tus labios, de los tuyos, por qué no dijiste nada, en qué punto de deserción estabas, imperturbable, lo recuerdo.
No importa, me dices, duerme, no sigas, olvídate.
En medio de una discusión que parecía irrisoria, cuando todo ya se había confundido, tú habías llegado sólo para escuchar de manera ambigua, marcando tu distancia y tu ironía y yo no pude, no logré mantenerme en silencio, no lo conseguí y dije, pero cómo, y dije, me resulta injusto o improcedente, pude decir ambas cosas o puede ser, puede ser que haya expresado, con una molestia sosegada, lo sé, que no era posible dialogar en esos términos y entonces detonó la condena definitiva, enlazada a una respuesta lapidaria: estalinista. Mueve la pierna, me molesta, me raspa el pantalón, por qué tienes que dormir con el pantalón puesto. Cállate. Pero ahora nuevamente va a amanecer. Sé que después no comentamos lo sucedido y esgrimimos una cortesía desmesurada. Lo hicimos mientras nos devolvíamos de la que iba a ser la última reunión de esa célula. Sí. Te comportaste como si yo me mereciera todas las deferencias, como si fuera posible pensar que nada había sucedido. Pero era el último encuentro de un año intransigente en que ninguna de las palabras que manejabas ya podían contener.
Te portaste como un perro.
Ya te habías convertido en un perro, pienso ahora. Lo pienso mientras mi brazo entregado a la vigilia me tortura por su inevitable roce con la pared monolítica que nos cerca.
Hace más de cien años que murió Franco. El tirano. Profundamente histórico, Franco saqueó, ocupó, controló. Fue, cómo no, coherente con el rol que hubo de representar. Uno de los mejores actores para pensar la época. Anciano. Militar. Condecorado por las instituciones. No brillante, no, nunca, sino eficaz, obstinado, neutro. Necio, dices, era necio. Ya ha transcurrido un siglo. No, no, me dices, no un siglo, mucho más, más. Sí, te contesto, todo circula de un cierto determinado modo, impreciso, nunca literal, jamás. Estamos hablando después de un siglo —más de un siglo—, nos decimos serenamente palabras amistosas y compasivas. Tenemos que cuidarnos del grito que jamás nos permitimos, nunca, porque podríamos herirnos y rompernos. Tú no me gritas ni ocupas expresiones demasiado desdeñosas, las omites y dejas que circulen adentro de tu cabeza. Mi empeño se centra en controlar cualquier atisbo de rencor para formar parte de esta paz que nos hemos concedido. Estamos en un estado de paz cercano a la armonía, tú ovillado en la cama, cubierto por la manta, con los ojos cerrados o entreabiertos, yo en la silla, ordenando con parsimonia y lucidez los números que nos sostienen. Una columna de números que recogen la dieta estricta a la que estamos sometidos, una alimentación rutinaria y eficaz que va directo a cumplir la demanda de cada uno de los órganos que nos rigen.
Comemos absolutamente justos. Concisos.
El arroz se emparenta con el pan, ambos cumplen su función de proporcionarnos el sueño y el alivio. Comemos pan y arroz. Preparo el arroz siempre de la misma manera. El arroz, su forma común, la cocción necesaria que requiere de una relativa concentración, malo, malo el arroz, cuando resulta recocido o casi crudo, sus repelentes granos que más de una vez te han atorado. Sí, toses y los granos de arroz salen de tu boca hasta rodar caóticos sobre la manta, impulsados por tu garganta obturada, que te ahogas, que te puedes morir, que es dolorosa esta tos arrocera y la saliva que escupes junto a los granos me perturba. No quiero mirar la saliva mezclada con el arroz, semejando un ligero vómito o una sustancia acuosa, un enredo alimenticio imposible que mancha y se esparce por la cama que ocupas, mi cama.
Fumas y comes.
Por eso te atoras o te ahogas o te mueres. Fumas y comes con la misma ansiedad. Prefiero no decirte en este siglo: no fumes. Renuncio a decirte: no fumes mientras comes, o decirte, despacio, despacio para que no te ahogues, o decirte, no comas porque te vas a atorar, o decirte, no tosas porque me da asco esa tos y me da asco el pequeño atisbo de vómito, o decirte, qué te pasa, pero qué te pasa con el arroz, pareces un niño desdentado o pareces un perro enfermo. No digo nada para preservar la languidez que este siglo nos otorga, una dádiva a la que no se puede renunciar, por eso Franco nos sirve para atenuar: su fascismo. No, dices, un nazi. Bueno, bueno, te contesto. No es lo mismo, me dices, la confusión en los conceptos trae trágicas consecuencias, ¿no te das cuenta? Tú dices fascista con una liviandad que tenemos que reconsiderar. Sí, te contesto, usando un tono que pretende conciliar, algunas veces me confundo. No te confundes, no, no es eso, es que tú no distingues a un fascista de un nazi. Veamos, me dices, qué era Franco, en qué corriente lo ubicas, cómo lo catalogas, desde qué parámetros podrías clasificarlo, cuál era la realidad de su estructura, cómo se podría establecer una jerarquía para contabilizar sus actos, qué elementos determinan su filiación, cuál fue el paradigma que lo movilizó, sus políticas, sus estrategias, la burocracia inextricable que consiguió establecer.
Mantiene una correlación sorprendente con el fascismo, te digo. Lo hace por su voluntad veladamente unilateral, por la precisión iconográfica, por su soledad sin el menor atisbo de extravío. Por su muerte pragmática y universal. Por las orlas de sus desfiles, las tropas, la repartición de poder, la traición a sus colaboradores, la búsqueda insaciable de legitimidad, por sus gestos aviesos, por el rictus de su boca, por su estatura esmirriada, por sus estrategias y los errores de comprensión ante la historia, por su apego enfermizo a su familia, la pose absurda de su esposa y la fiebre ávida de sus hijos.
¿Tuvo hijos?, ¿cuántos? No te desvíes, me dices, no busques refugiarte en los detalles. Sí, es cierto, debemos ser exactos e íntegros.
Ha transcurrido más de un siglo, ¿te das cuenta?, te digo, un siglo entero y quebrado, mil años, una época que termina prácticamente sin ecos, como si no hubiese sucedido, ¿te das cuenta? Sin final y ya es memoria. Sé que podría inquietarte mi afirmación o aburrirte por su estela de obviedad, entonces, me levanto de la silla, voy a la cocina y mientras escarbo en la olla, experimento una especie de vértigo, el atisbo de un mareo que no alcanza a preocuparme porque lo adjudico al arroz, a la multiplicación de los granos que dan vueltas y vueltas mientras se consolida un precipitado y confuso recalentamiento. Saltan, se mezclan, se pegan los granos, el arroz que nos mantiene y nos fortalece. Saco una porción y la extiendo sobre el plato. Vuelvo a la pieza y, con un tono de voz excesivamente entusiasta, te advierto que estamos en la hora, que tienes que alimentarte. Te alcanzo el arroz, te levantas parcialmente, cansado, con una severidad que me preocupa. Comes sentado a medias sobre la cama. Te observo distraída ante una ceremonia ya naturalizada. Recuerdo cómo en el siglo que, en cierto modo nos pertenecía, yo observaba con asombro tus sentencias ante el acto alimenticio. No había pensado en el hambre como un hecho peligroso que requería de una solapada estrategia que la aminorase, hasta que me lo dijiste, señalaste que te parecía demasiado personal, esa fue la fórmula exacta que utilizaste. «El acto de comer es personal» y por ese motivo me pediste, con una cautela que pretendía no ser lesiva, que no te mirara mientras comías. Añadiste, con un tono afable y circunstancial, que si persistía, te alejarías, que preferías estar solo: prefiero estar solo, aislado con la comida. Nunca me mirabas, es cierto, cuando yo —eso también me lo señalaste— engullía. Usaste esa palabra. Engullía, dijiste, y lo insaciable que contenía esa expresión me hizo despreciar la palabra. Entendí que mi manera de cursar el hambre te era insoportable. ¿Qué comíamos?, me pregunto ahora, antes del arroz, antes de ejercer la manía por los granos. Tenías, lo sé, cierta consolidada aversión por los lácteos; la leche y sus derivados. Me reí mientras sostenías el pedazo de queso, allí estabas titubeando, pensando si era adecuado o, quizás, si era imprescindible. Permanecías absorto. Mirabas extasiado o aterrado el pedazo de queso que sostenías entre tus dedos. Tus dedos afilados, protegidos por la corrección de tus huesos y tus uñas cortas, pulcras y el queso y el instante en que lo apretaste entre tus dedos y lo horadaste con tus uñas. Vimos cómo el queso se deshacía, su forma, y toda la célula, los nueve que la conformábamos, no pudimos evitar unas miradas asombradas, aunque pudorosas, que se impresionaron ante tu manera terrible de apretar.
No el queso, no los lácteos.
Podíamos sólo consumir lo necesario para nuestros fines. No correspondía, así lo dijiste, entregarse a la comida, hacer de ella una sede que terminaba por ocultar el impacto del hambre. El hambre, lo sé, tenía para ti una función. El hambre, lo pregonaste, era un estado que profundizaba el rigor y nos permitía un trabajo concreto y sostenido. Pero nunca, nunca la saciedad, eso no, lo asegurabas, porque de esa manera se encauzaba una modorra que nos obligaba a posponer el objetivo. Odiabas la modorra, preferías, aun en la incomodidad, el hambre. Yo misma hube de comprobarlo, lo hice cuando me entregué a la glorificación de los alimentos, a su exceso graso. Tú la odiabas, la grasa, el cuerpo graso y su brillo. Un cuerpo redondeado por capas de una grasa licuada que producía esa languidez que postergaba la agilidad, esa agilidad que tú pedías para la célula y que si no se ajustaba a tu deseo, debíamos rehacer con otros cuerpos disponibles, hambrientos y energéticos. Te miro en la cama, te veo empecinado en desalojar el hambre, la primera, la obvia que te invade. Comes sin censura, de una manera que no puede sino resultarme incómoda. Dirías, si te quedara un resto de fortaleza, que el hambre jamás podría ser saciada con el arroz porque sólo cumples con una demanda simple del organismo, del tuyo, de tu particular organismo, pero no le concedes la grasa que es, a tu juicio, la única sustancia que colma y satisface.
Te entiendo.
Sé que tu argumentación resulta impecable, coherente, pero aun así me atormenta tu manera de comer, inclinado sobre el plato, tomando con el tenedor, sin ninguna precaución, los granos que saltan desde tu boca a la cama o se escurren por tu labio o caen sobre los bordes del plato o se deslizan por tus dedos. Es el tenedor, pienso, su forma metálica y rala, intensificada por la posición en la cama. Pero aun así, pese a que entiendo el contexto en el que se cursa tu plato de arroz, no consigo evadir lo insoportable. Está allí, explosiva la sensación de presenciar una escena que está fuera de mi imaginación y de mis posibilidades. No me mires, dices, da vuelta la cabeza. Lo hago. Observo el piso y luego el cuaderno. Tomo el lápiz y escribo los últimos números, no los últimos, en realidad, sino los contingentes, aquellos números en los que nos ordenamos. Espero. Estoy esperando que termines tu plato, mientras dibujo el número, lo remarco, y cuando escucho que toses y siento el pesado humo del tabaco que inunda la pieza, me levanto para retirar el plato, recoger los granos y tender el cobertor.
Vuelvo a la mesa y a mi silla. Olvido, sí, intento olvidar mis dedos sobre el arroz, recogiendo los granos húmedos, me limpio los dedos en la falda y entonces, en un gesto decidido, cierro el cuaderno. Voy hasta la cama, me siento en la orilla. Espero iniciar contigo un intercambio pacífico que me permita ordenar algunas de las imágenes que me rondan, unas imágenes obsoletas que provienen de un siglo cuyo término aún resuena pero no conmueve.
Retrocedo.
Hace más de un siglo, te digo, mil años a lo menos, que me ronda la discordancia de una frase, la misma que anoté entonces subyugada por la perfección de su trazado. Sin embargo, continúo, portaba una ambigüedad, cuál, me dices, qué ambigüedad, escucha con atención, te digo: «Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen». Ah, me dices, ya no, ya no, me dices, hasta cuándo, murmuras y levantas la voz para decir, por qué no me traes una taza de té, tengo sed, quiero té, una taza, me pides.
Voy a la cocina. Espero con paciencia el hervor de la tetera. Sé que esta noche va a llover, el cielo demasiado cargado, lo estuvo anticipando. Hará frío mañana, cuando salga a la calle, cuando llegue al paradero, cuando tome el bus, cuando me duelan las piernas por las cuadras que habré de caminar. Sí, hará frío cuando me devuelva y rehaga el recorrido. Y todavía estaré helada cuando entre a la habitación y te vea acostado en la cama y vaya a la cocina a prepararme una taza de té, el mismo té que te llevo a la pieza y te dejo encima del velador.
Va a llover, te digo.
No hay ninguna ambigüedad, me dices. La frase es directa, real, comprensible, certera. Es engañosa, te digo. Explica. No quiero; el trayecto a la cocina, la posibilidad de la lluvia, el vapor del té, me causan una sorprendente laxitud, deseo tenderme en mi pedazo de cama, trepar y ponerme de costado y sentir que tengo un cuerpo, que todavía gravitan en mí las piernas y los brazos y no soy sólo unos riñones adoloridos o cansados o expandidos que me borran de mí misma. Es engañosa, te digo, la frase, permite demasiadas interpretaciones, utiliza la palabra patria y eso abre una arista peligrosamente sentimental, tramposa, en la medida que se la reconoce, a la patria, te digo.
Ah, me dices, ah.
Pero éste es un día de un siglo distinto, de una época carente de marcas, un siglo que no nos pertenece y que, sin embargo, estamos obligados a experimentar y en este siglo parece todo irreal o prescindible, sí, prescindible. No es así, me dices, no, lo sabes, lo analizamos, estuvimos abocados a dimensionar el efecto de cada una de las palabras, lo hicimos exhaustivamente hasta que la célula comprendió, se hizo experta, intachable, orgánica. ¿Cuál célula?, te pregunto confundida, ¿cuál de todas las células? Abres los ojos. Estás con los ojos abiertos y con la espalda peligrosamente curvada, te duele, te pregunto, la espalda, todavía. Sí, me duele. Qué más te duele, dímelo. Las rodillas, uno de los codos, el estómago. ¿Los intestinos?, te pregunto. No, no, la vesícula. No sabía, no me lo habías dicho. Me hiere. No me preocupan tus huesos, finalmente están de antemano condenados, me importan, lo sabes bien, tus órganos, expuestos, acuciosos, temibles. Dijiste vesícula sólo para castigarme, porque tú sabes tanto como yo que la sentencia aparentemente perfecta se prestaba para caer en lo que tanto temimos, en un reformismo que podía aniquilar los presagios de un siglo que terminó sin pena ni gloria, sin gloria, especialmente así, cautivo en su propio conformismo, incluso tú, que parecías incorruptible, hubiste de ceder, lo sabes, cediste, te entregaste a las alucinaciones que iba produciendo el siglo para horadarse a sí mismo. Lo hiciste y rompiste la armonía de la célula más perfecta y eficaz que conseguimos. No te lo digo, lo pienso. Franco era fascista, ¿verdad? Sí, lo era. ¿Por qué? Por su inclinación a los actos de masas y su vocación escenográfica. Por sus prácticas sostenidas que seguían y seguían agudizándose hasta bordear el paroxismo.
¿Era nazi o no era nazi? Cualquier respuesta es posible ahora que el siglo, los mil años han concluido, se trata de una mera especulación, un cúmulo previsible de inútiles conjeturas. Me voy a acostar, te digo.
No, me contestas. Todavía no, insistes. Aún no es hora.