El pequeño avión de hélice aterriza en un camino de tierra roja, en medio de la estepa. Al final de la pista nos alcanza una nube de polvo y cubre el hangar de chapa ondulada, antes de que pare la máquina. El piloto levanta el capó. Me ayuda a salir, luego abre el maletero y saca mi equipaje. Al partir, me tiende la mano.
La puerta hacia el hangar está rota. Bajo el orificio de una ventana hay cristales. El chofer de la granja debía recogerme, pero no hay nadie.
En el hangar sólo hay un avión lleno de polvo y un pájaro que le camina encima. Me mira desconfiado y se aleja cuando me acerco. La puerta corrediza en el otro extremo del hangar está entreabierta; allí detrás, la estepa. En el camino de acceso hay un jeep abandonado.
Me acerco allá.
¡Taxi, Mam!
Dice alguien detrás de mí. Un hombre sentado a la sombra del salón, que fuma un cigarrillo.
¿Usted es el chofer?, le pregunto.
Taxi, Mam, es todo lo que dice. Lo repite hasta que subo. El asiento está desgarrado, los limpiaparabrisas están rotos. Antes de que se ponga en marcha, salto del jeep y escapo. Pero el jeep me sigue. Con la ropa blanca arremangada me apresuro sobre la tierra reseca; la hierba hasta las rodillas me lastima las piernas. Me agazapo por detrás de un cardón para tomar aliento. Sólo llevo sandalias y calcetines blancos. Como en la primera comunión, pienso, y saco un par de espinas de los calcetines. Oigo el ruido del motor y veo venir la nube de polvo hacia mí. ¡Santo Tadeo, protector poderoso, mírame acá abajo!
Doy un salto y sigo corriendo. La maleza queda enredada en mis sandalias y las llevo a arrastras. El jeep viene cerca. Después de un corto tiempo tengo que cambiar la dirección. Ante mí se abre una gran caída, un abismo, en cuyo fondo está el lecho seco de un río. La caída es demasiado empinada como para descender. Corro a lo largo del precipicio. Aquí los arbustos crecen altos, espesos, así puedo ocultarme mejor. El conductor ya no alcanza a verme claramente. Camino de matorral en matorral y busco un lugar desde donde pueda bajar al cauce del río. No lo hallo. Sin embargo, me animo, pues en la distancia veo un puente, una construcción entramada de muchas raíces de árboles. Hay dos personas en medio del puente. Llevan vestidos largos y hacen gestos. Tomo todas mis fuerzas y camino hacia ellas. Son hombres de barba. Levantan los brazos; creo escuchar que dicen «Date prisa», pero no estoy segura; mi respiración es ruidosa y detrás de mí el ruido de motores.
La cantidad de maleza le hace más difícil al jeep perseguirme. Pronto me puedo librar de él por completo; el puente es demasiado estrecho para un vehículo. Alcanzo el puente antes de que el jeep me pueda atrapar.
Los hombres con barba, a los que me acerco jadeando, tienen los rostros arrugados. No lucen interesados en mí, parecieran no notarme. Sus manos, con las que gesticulan sin parar, son huesudas y secas. Es su diseño, dice uno, haciendo un amplio movimiento de brazo. Todo el honor es de él. Desde que existe este puente, dice el otro, nuestra vida se ha hecho más fácil. Todo el honor es de él. El primero levanta las manos hacia el cielo y dice: Señor, tú eres testigo, él nos regaló el puente sin que le hayamos dado algo a cambio. Recompensa a sus hijos con la felicidad.
Y ahora levanta el segundo las manos al cielo y dice: Señor, tú eres testigo de que es un hermoso puente, un puente estable, no hay tempestad que lo pueda volar. Agradece con fortuna a sus hijos.
Estoy parada enfrente de los dos hombres y sé que hablan de mi padre. Él construyó este elegante puente. Pero no me toman en cuenta, ni siquiera cuando paso lentamente frente a ellos. Oigo que el hombre sigue hablando. Él nos ha hecho la vida más fácil. Es un gran arquitecto. Fortuna a sus hijos.
En este punto se corta la historia. Sigue un esbozo a lápiz, un rectángulo lleno de triángulos, tal como quiso la narradora dar una imagen de cómo podía lucir el puente entramado. Anselm Findeisen voltea la página. Mientras sigue leyendo, saca de su bolsillo una banda plateada de tabletas y toma una que, con un movimiento rutinario de la mano, hace desaparecer en la boca. La narradora había cambiado repentinamente la escena, describe a continuación una atmósfera citadina, el jardín de un club de artistas en Praga.
Como un postre, se queda allí; bebo un café y disfruto el sol de primavera. En la mesa de enfrente está sentada una mujer joven, me sonríe. Su cabello corto negro, la larga punta de la nariz, sus cejas arqueadas, no puedo dejar de mirarla. Ella vuelve a mirar. Nos sonreímos, miramos abochornados de soslayo y nos sonreímos otra vez. Qué día, dice ella. Qué día, le respondo. Después de un momento, ella dice de nuevo «Qué día», lentamente y con los labios fruncidos. Nos sentamos juntas y nos miramos a los labios. Esperamos a que una de nosotras los mueva. Si esto sucede, es un regalo. Pero tratamos con cuidado a los regalos. Entonces me dice: ¡Te tienes que ir! Y, de repente, caigo en cuenta de que tengo una presentación. Salto y salgo del jardín. Date prisa, me grita la mujer. En la oscuridad corro por las calles del casco viejo de la ciudad hacia la ópera. En el vestuario me doy cuenta de que ya vengo maquillada de casa y ahora sólo tengo que ponerme el traje. Llego detrás del escenario y al momento me lanzan en medio del centro de atención. Mi padre está sentado en la primera fila, arriba en el balcón, lo veo, sin tener que fijar la mirada. Hago piruetas, salto y floto. En los aplausos, hago una reverencia hacia él. Allí está su rostro radiante, su pelo castaño peinado de raya, y sé que es tan feliz como yo.
Quiero decir, continuaba la bailarina, a la que Anselm Findeisen se encontró en Jáchymov, que escribir fue al principio como un sueño para mí. Me salía constantemente del camino, pero siempre terminaba con mi padre. Se debe terminar allí.
Así que tenía algo que me mantenía viva, o mejor, que me detuviera ante la muerte. Quería quedarme con mi padre.
Por la noche, después de su sepelio me encerré en mi habitación y escribí en un cuaderno escolar: Mi padre emigró. Y luego me fui a la cama y no dejé de llorar. Emigrar significaba para entonces irse para siempre. No habría sido capaz de escribir la frase «Mi padre murió». La mañana siguiente añadí una línea. La que había soñado en la noche. Así que empecé a escribir. Inicialmente salieron poemas. No eran para mostrar, sino sólo para mí. Otras niñas de mi edad salen o sueñan con salir, yo escribía o soñaba con escribir. No es posible distinguirlo exactamente. A veces sólo lo soñaba y a la mañana siguiente quedaba decepcionada de que no estuviera escrito en el papel. Entonces lo escribía rápidamente antes del desayuno incluso, o lo pensaba durante todo el día para no olvidarlo y poder escribirlo en la noche. A veces, también escribía lo que simplemente me venía a la cabeza; luego en la noche soñaba cómo continuaba.
Estaba en mi tercer año en el conservatorio. Durante el día me esperaba con ilusión la escritura. Cuando subía las escaleras a nuestro apartamento sabía que pronto estaría en mi escritorio, y eso significaba estar con mi padre. Intercambiaba unas pocas palabras amables con la madre, luego venía la cena. Siempre se iniciaba con un tributo en silencio. Guardábamos silencio por un momento y cada uno quedaba absorto en sus memorias. Aún hoy lo hago así. Aún hoy no comienzo la comida sin antes hacer una pausa breve y pensar en mi padre.
Quizá eso le llamó a usted la atención en nuestro encuentro en Karlbad. Pero por su carácter cortés usted nunca me abordó sobre ese tema.
¿Qué fue eso? Anselm Findeisen coloca la última frase entre dos paréntesis y escribe un dele en el borde de correcciones con un lápiz. Al parecer, la bailarina tomó de forma literal su consejo de por dónde empezar. Usted se comportó como si me hubiera hecho saber todo en una carta, él había respondido. Sigue leyendo.
No podía comer si antes de la comida no pensaba en mi padre. Así como otros que no podían renunciar a la bendición de la mesa. Para entonces, después de la muerte de mi padre, simplemente embutía los alimentos dentro de mí. Dejaba la mitad y desaparecía hacia mi habitación. Hoy disfruto comer, si bien aún dejo la mitad. Eso seguro usted lo ha notado. Igual otro dele al borde.
Mis poemas se hicieron salvajes. Se deshicieron de la rima, de las formas de las estrofas, de los acentos regulares. Entonces ya no eran más poemas, eran más bien historias. En realidad, desde el principio habían sido crisálidas de historias. Sólo tenían que salir de la cáscara de la forma estricta. Mi madre temía que me aislara de forma tan insistente.
¿Qué haces allí en la habitación?, gritaba.
Estoy leyendo, respondía. Descansando un poco, practicando, me estoy probando el tutú para mañana. Pero nunca le dije que escribía poemas y tramaba historias.
Jáchymov (fragmento) / JOSEF HASLINGER
Traducción de Juaísca Rodríguez y Christina Lembrecht