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En octubre de 1979 estaba en Moscú y dediqué una mañana a contemplar detenidamente la compleja y artificiosa forma de aquellas máquinas que habían regresado del espacio o girado en él. Sus superficies no eran tan pulidas como imaginara y el helado otoño de Moscú les restaba brillo.
La imagen de esas naves espaciales rusas, en una Exposición de Desarrollo Económico, fue mi último contacto con Moscú: Soyuz, Sputniks. Algo que había tocado el suelo lunar.
El 4 de marzo de 1982, también en la mañana, cumplí mi prolongada visita al Museo del Espacio y del Aire, en Washington. Tuve contacto personal con un ensueño real vivido en 1969: ver la cápsula del Apolo xi. También con el Spirit of Saint Louis.
Y luego llegué al área que invita a un acto extraño en el Museo del Espacio: tocar una roca traída de la Luna. Pasé lentamente, varias veces, la mano sobre aquella lámina oscura y brillante, a la vez mate y arenosa, pulida. Un momento cósmico. Una superficie contradictoria.
En septiembre de 2018, el Instituto de Astrofísica de Canarias me permite contemplar desde su interior el Gran Telescopio Canarias del Observatorio del Roque de los Muchachos en la cúspide de la isla de La Palma.
Todo esto había comenzado para mí setenta años antes, cuando iba a tener diez y miraba con obsesión el cielo estrellado desde mi casa en las selvas del Delta del Orinoco. Cada una de tales experiencias pudo transformar mucho mi vida, y si bien lo reconozco por haber notado matices singulares en mi percepción (matices que pueden reaparecer al dormir, al beber una copa o al estar hondamente solo), tengo pruebas materiales de aquéllas por su conversión en escritura.
(Al día siguiente de nuestra llegada al Festival de Escritores en La Palma, recibimos la invitación para visitar el Observatorio).
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A la luz de una lámpara de carburo y después con bombillos eléctricos, adivinaba las páginas de Jules Verne sobre un trayecto de De la Tierra a la Luna, a orillas del gran río, en 1948. También seguía las andanzas de unos arriesgados pilotos en la revista chilena que publicaba «los planetas de Selendor». (Dos años después cayó un avión comercial en plena selva y en el lugar sería construido el aeropuerto local). Así comencé a estar preparado para ser piloto: fabricaba pequeños aviones con madera y, llevándolos en la mano, imitaba un sonido parecido al de sus motores. En algún momento de la pubertad olvidé esas aspiraciones, quizá porque la llegada cotidiana de carga y pasajeros volvieron natural la presencia semanal de los aviones en la selva.
Para comprender lo que es «naturaleza» creo que hay que percibirla desde ángulos distintos. Hasta los diecisiete años fui parte de ella de manera automática: sol ardiente y lluvias infinitas y tormentosas; arboledas como cúpulas siempre sobre nosotros; peces, caballos, flores, frutos; maderas, mujeres y hombres oscuros, claros, mixtos; sonido de las aguas y del inextricable silencio: mis hermanos y yo como simples elementos móviles allí. Éramos lo mismo. A los nueve años, mientras seguía el vuelo de unas aves, desde la orilla del Orinoco, éste me arrastró y sumergió. Quise gritar pidiendo auxilio, pero me ahogaba. El agua parda se volvió verde en su fondo, la miraba y sabía que estaba muriendo. Puedo haber perdido la conciencia, porque desperté en manos de mi tía, ya respirando de nuevo, arriba, en el barranco. Estaba salvado, pero desde entonces pertenecí al río y, cada vez que he podido, vuelvo a desafiarlo como a una parte de mí mismo.
Al llegar a Caracas a los diecisiete, la ciudad fría y vibrante me permitió advertir que otra naturaleza iba a reclamar una entrega. Y así fue, hasta hoy, porque esa ciudad y muchísimas otras del planeta son el mejor complemento al Delta del Orinoco, adonde vuelvo obsesivamente.
Estudiar, trabajar, escribir: en Caracas continué haciendo lo que ya practicaba desde siempre. Pero ahora disponía de bibliotecas inagotables: primero la Nacional y enseguida la de la Universidad. En aquélla, a esa edad, tuve dos contactos muy hondos: Kafka y Giordano Bruno. Éste, de manera circunstancial e intermitente: supe de su vida en un capítulo sobre herejes; y con más disciplina y gusto luego al encontrarlo en un raro estudio sobre filosofía y astrología, como dibujante (porque yo también dibujaba).
En 1960 despertó mi interés por Proust y Bergson; estaba intrigado con aquello de la duración y con el recuerdo involuntario. Gradualmente fui explorando acerca de lo memorable en los tratados de Cicerón o Quintiliano. Esto permitiría que al final de la década escuchara hablar de Frances Yates y su The Art of Memory.
Había entrado sin saberlo en pleno universo de Giordano Bruno. Como hubiese gustado decir él, mi estancia en Moscú y Szamarcand durante aquel octubre de 1979 hacía percutir su remoto interés por la mnemónica en el presente de mi viaje: su lejano siglo con el futuro inmediato de mi escritura.
(Giordano Bruno, por supuesto, invadirá mi cerebro dentro de horas, al llegar a las instalaciones del Instituto de Astrofísica de Canarias).
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Cada vez que algo único va a ocurrirme he cumplido un largo viaje. Por ejemplo, aquellas horas de las madrugadas viajando sobre las aguas peligrosas y revueltas del Manamo, en mi Delta, entre una población y otra. Un niño que se cree perdido en el mundo (pero que está muy bien protegido por algún familiar) y es llevado a pasar largas temporadas desde San Rafael —donde todo es conocido: sus tíos músicos, sancocho de pescado, bola de plátano: sabores primarios; costumbres profanas y libres— a Coporito —hogar de los abuelos paternos: tartas delicadas y complejas, horas de lecturas religiosas, misas; disciplina con suavidad y estilo. Todo unido por la caudalosa vena del Orinoco, que va recibiendo nombres distintos (Manamo, Winikina, etcétera), a medida que se bifurca en mil caños.
Acabo de pasar casi veinticuatro horas en aviones y aeropuertos entre la noche del 16 y el 17 de septiembre de 2018, para llegar a La Palma. Invitado por el Festival Hispanoamericano de Escritores. Lo hice en un avioncito sólido y de hélices (desde Tenerife), como un personaje de Casablanca. Anochece sobre el mar y aparece la isla. Soy recibido por la atenta, informada y ajustada conductora en la carretera, Guasina, quien destaca detalles del recorrido con discreción.
Primera noche en el suave hotel Benahoara, frente al museo. Al día siguiente, en el espacio cultural de El Secadero, antiguo lugar para el trabajo con tabaco, tendré una sesión dedicada a jóvenes estudiantes.
Lo que allí ocurre asombra: presentados por el poeta de nítida escritura (piedra, sol y penumbras) Ricardo Hernández Bravo, tengo que elaborar instantáneamente un dueto con el infatigable Juan Carlos Chirinos: incisivo, culto, desafiante, debe de haber asustado a los profesores asistentes («Si un profesor aburre hay que condenarlo»), y fascinado a los jóvenes («Les prohíbo leer el Cid»). Por supuesto, tiene razón: es imposible forzar o imponer el vínculo duradero con la literatura.
Como nuestra sesión lleva por título «¿Qué es la literatura?», me arriesgo a proponer el verso de Martha Canfield «tiempo que detiene el tiempo» (Anunciaciones, 1976) como brújula. Y luego a considerar que la literatura es un accidente deliberado, aunque ocurra por azar, ya que lo retoma nuestro deseo o nuestra voluntad como juego o disciplina, ya que si sucede una vez puede ser un simple suceso, pero si se repite pasa a ser el código o la ley —de algo—: escritura insólita o previsible. Acudo luego a Andrés Sánchez Robayna: «Todo escribe; por consiguiente, todo puede ser leído» (La inminencia, 1996). Y a su traducción de Valéry, que refleja con fidelidad el vínculo entre entorno e individuo: «No me basta con comprender —necesito desesperadamente traducir» (Paul Valéry, 1905).
Y como ya los estudiantes pueden estar cercados por el aire de lo literario (y Chirinos en la plenitud de sus explosivos aciertos), cito la manera como el genial fraile venezolano Juan Antonio Navarrete (1749-1814) se refería al sueño, a la mística: a lo poético: Vía iluminativa, vía purgativa, angustias, melancolías, meditación, práctica, irradiaciones, oscura, ígnea, éxtasis, raptos, visiones intelectuales, visiones imaginarias, hablas interiores, palabras sustanciales, vida activa, vida mixta, lenguas, noche del sentido, negación de sí mismo, fuga de criaturas…
Y sobre el eco de San Juan en Navarrete, destaco la pasión incesante por la escritura o, en algún caso, el odio o rechazo hacia ella según Rimbaud: Una noche senté la Belleza sobre mis rodillas. Y la he encontrado amarga. Y la he injuriado.
Concluyo volviendo al inicio: cuando el hecho de escribir se convierte en elemento corporal, fisiológico, deja de ser accidente, para realizarse como totalidad deliberada de una vida.
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Los Llanos de Aridane. Me pregunto si esta bella palabra es de origen guanche o berebere. La ciudad es pequeña y por su lasitud contrasta con la orografía de la isla. También sus avenidas modernas y arboladas parecen distintas de las callejuelas y casitas siempre domésticamente decoradas (esquinas, ventanas, rejas). La atmósfera primaveral de los días cambia en esta zona por las noches, hasta convertirse en un escenario expresionista. A cada paso siento como si ya hubiese vivido aquí o que debo quedarme vagando siempre en él.
Creo que el festival no sólo ha movilizado a gente de Los Llanos sino a toda la isla. Lugares públicos, auditorios, llenos. Y la venta de libros en Plaza de España, un éxito. Para nosotros, los invitados, la clave está en la colaboración total de empresas, hoteles y organismos oficiales, pero sin duda cada detalle de horarios, programas, traslados y exactitud de los actos depende del poeta y narrador Nicolás Melini y su equipo. Todo lo cual tiene un epicentro: la personalidad inagotable, aguda y sensible de Juan Jesús Armas Marcelo (Gran Canaria, 1946). Su cultura, su humor, su versatilidad poseen el sólido sostén de una obra novelística inmensa y de una envidiable agilidad para transformar los hechos en novedosa, grata prosa periodística.
Durante el festival encuentro a escritores amigos muy admirados, de diversas partes del mundo. De las Islas Canarias, otros que he leído también desde hace años como Ernesto Suárez; pero además muchos a quienes trato por primera vez. Poetas, narradores, ensayistas. Entre ellos Elsa López, Santiago Gil, Cecilia Domínguez, Anelio Rodríguez, Ricardo Hernández Bravo, Teresa Iturriaga, Roberto Cabrera. Asisto a las conferencias de Rafael Rebolo López, cosmólogo y director del Instituto de Astrofísica de Canarias, de Jorge Casares Velázquez, descubridor del primer agujero negro estelar desde La Palma.
He recibido El día eterno, del poeta alemán Georg Heym (1887-1912), traído por su traductora Monserrat Armas, en la fina edición de Trotta. Y un privilegio más: esta seductora libreta donde escribo ahora, que me fue entregada por Carmen del Puerto, perfecta jefa de la Unidad de Comunicación del instituto, periodista, divulgadora científica, narradora y dramaturga, que ha rescatado para el teatro la vida fascinante de Henrietta Leavitt.
(Cumplo con las actividades del Programa: son una forma plena de existir; pero por las noches me desdoblo, no sólo al dormir, sabiendo que muy pronto subiremos al observatorio estelar).
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Para el jueves 20 de septiembre me corresponde participar en el foro Géneros y poéticas: poesía, novela, cuento, crónica. El género propio, el género personal, que se realiza en el Museo Arqueológico Benahorita. Protegido ahora por la célebre frase de Valéry, «La syntaxe est une faculté de l’ame», confieso todo lo siguiente:
a.— Me ha fascinado y asustado el título de esta sesión.
Comienzo por una conclusión, que deriva de la frase expuesta por Valéry, creo, en sus Cuadernos; conclusión que podría sintetizar así: no he sido fiel a ningún género y tampoco a alguna posible «poética». Dicho de otro modo: el género propio, el género personal, para mí, es transitorio.
La prueba más simple es que con los años, con las décadas, no me reconozco en muchos de mis textos. Por eso, al reeditarlos, decidí casi no intervenir.
b.— Y tratando de explorar esas resonancias, acudo a observaciones como las siguientes:
Al parecer, la palabra persona, venida del etrusco phersu y derivada del griego y el latín para llegar a nosotros, aparece en el español entre el 1220 y el 1250 d.C. Por milenios se ha considerado que conlleva su condición de máscara (Diccionario etimológico, Joan Corominas).
Entre las acepciones que la Academia de la Lengua destaca para ella, estarían la de «Pasión o movimiento del ánimo», «Cada uno de los tres signos, el sostenido, el bemol y el becuadro, con que se altera la tonalidad de un sonido», y señala también: «En la gramática tradicional: modificación flexiva que experimentan las palabras variables para expresar valores de alguna categoría gramatical, como el género, el número, la persona o el tiempo».
Dicho esto, ya estamos en el pleno territorio de esta reunión.
La palabra persona es un flexor que me permite girar con soltura hacia poéticas, género propio, género personal.
c.— En septiembre de 2009, el escritor Juan Malpartida publicó en la Revista de Occidente un ensayo sobre Charles Darwin, para el cual debió investigar sobre el científico durante ese año y el anterior, por lo menos. En 2011 finaliza su hermosa novela Camino de casa, que aparece cuatro años más tarde. Su protagonista, ya de sesenta años e interesado desde la adolescencia en Darwin, termina convirtiendo el pensamiento de éste en un elemento central de la narración.
Humorístico, sobrio y versátil, ese vendedor de cosas antiguas, buen esposo, está marcado por el pasado biológico de los seres, incluido él mismo, desde luego, y al ser asaltado por tales inquietudes llega a decirse: «No encontraba mi mente». Vida cotidiana y lucidez son sus polos de percepción, de allí que termine por admitir, ante el gusto de su mujer por las ficciones, que «la novela es el adn de la vida, a lo que Sara responde que no, que la vida es el adn de la novela y que nosotros, los lectores, somos el arn traductor: leer es hacer proteínas».
Acudo a esta novela y a su personaje para, desde la literatura, dar un piso casi químico a mis incertidumbres sobre los géneros y las poéticas. Ya que bastaría un salto para que ese personaje me conduzca de Darwin a Severo Ochoa y a los descubrimientos y aplicaciones actuales de una ciencia asombrosa. Cosa que no soy capaz de hacer y que tampoco es necesaria aquí.
Pero ahora puedo indicar que, si una persona escribe, pinta o hace música es porque casi inexorablemente estuvo predispuesta de manera biológica para ello y que, por fortuna, su familia, su medio, sus amigos, etcétera, influyeron (de manera negativa o positiva) para que así fuera. Un accidente deliberado. Hay allí, entonces, una línea, millonaria en años o siglos, que guardaba tal aptitud en ella. Creo que hasta aquí domina una certeza en ese destino: la posibilidad de hacer.
Y en ésta cabe mucho de lo que, en el lenguaje usual, trae la palabra persona: el impulso, la pasión, el ánimo con que nos mueve la necesidad de escribir o pintar. Porque la desobediencia (o el cumplimiento libre) para tal energía despierta, simultánea o inmediatamente, el signo de la alteración, como ocurre con la tonalidad; o de la variación en la acción, el número y el tiempo verbales: soy (fui) yo, eres (serás) tú, son (habrían sido) ellos: tal como nuestra remota o actual personalidad ocupa el centro de lo que somos. Y allí surge la posibilidad de lo enmascarado, de la sustitución, de lo otro.
adn y lenguaje sostienen un estilo, una forma para que el autor logre expresarse; conciencia de su tiempo o del transcurrir, de un momento o del futuro: he allí cuanto podría cercar, detener por horas o años, sus concepciones: su fidelidad transitoria a tópicos, temas, filosofías. O su singular exploración de la originalidad (que en verdad esconde todo cuanto hemos aludido hasta aquí). Dicho de otro modo: así se habría producido aquello que, en la teoría, la crítica o la historia de la literatura podría concebirse como la poética de un autor.
Y la intuición acerca de estos mecanismos mentales es lo que quise confesarles hoy. Mi identificación transitoria con los géneros, mi extrañeza ante ellos. En síntesis, la confesión de una infidelidad o angustia o temor ante géneros y poéticas, sobre todo cuando son propios, personales.
6
Los mundos son como con lúcido
y resplandeciente rostro se muestran,
diferentes y separados los unos de los
otros por ciertos intervalos…
G. B., Sobre el infinito universo
y los mundos, diálogo quinto
En un autobús confortable y elegante, abordado a una cuadra del hotel, emprendemos la visita al Observatorio del Roque de los Muchachos. Nueve de la mañana, viernes 21 de septiembre de 2018.
Atravesamos los Llanos de Aridane (veo calles y restaurantes donde hemos comido con gusto) y casi enseguida comienza el ascenso. Desaparece la calculada vegetación urbana. Pasamos sobre puentes estrechos y afrontamos inmensas superficies grises, rocosas: montañas que serán abismos dentro de poco al verlas desde lo alto. El sol brilla. Al borde de la carretera, en muy buen estado y no tan amplia, surge ocasionalmente el esmeralda mate, muy recortado en rectángulos, de los platanales.
Ascendemos con cuidada rapidez, el experto chofer es cauteloso. Casi una hora después, el ámbito rocoso desaparece y ahora un verdor de diamante nos envuelve: hierba clara y grandes árboles —pueden ser tilos.
El bus se detiene en una cafetería; la claridad comienza a ser intervenida por leves motas de neblina. Atravesamos un bosque, el aire trae niebla. No lo sabemos, pero estamos dentro de las nubes. Quizá veinte minutos más tarde (la ruta es estrecha, muy empinada, el chofer despliega su pericia, el bus ruge en algunos ángulos) todo cambia: ahora estamos sobre planicies de rocas color vino, mesetas interrumpidas y tapizadas por hierba tierna —o así lo parece. El cielo es una esfera transparente y noto que las nubes están debajo, en una distancia impensable, como si se hubieran adherido al océano.
Tengo conciencia de que voy pegando la cara a la ventanilla del bus, pero un conocimiento ignorado me invade: sobre las mesetas, a lo lejos, han surgido formas claras, brillantes, cúpulas o artefactos ideales, distribuidos armónicamente. Invoco a uno de mis dioses juveniles, Ray Bradbury; a mi mente vienen diagramas de Kip Thorne. Estamos llegando al Gran Telescopio de Canarias. Pronto sabré que son cinco mil metros con construcciones especiales, a dos mil cuatrocientos metros sobre el océano. Me disuelvo en «el mar de nubes» lejano, en la transparencia que corta la piel. Voy saludando a aquellos proféticos e invocando la percusión de Giordano Bruno.
Nos reciben los sabios astrofísicos: Romano Corradi y Juan Carlos Pérez Arencibia, con explicaciones vivaces, de gran complejidad, aunque simplificadas para nosotros. Vemos moverse los grandes espejos ajustables del telescopio y su bella estructura artística. Imagino su lente hurgando la noche, el tiempo infinito, lo inacabable y sin principio. Por momentos creo que no solamente he sido disparado hacia el espacio, sino que mi cuerpo ha perdido sustancia.
Una ley protege la calidad del cielo sobre los observatorios, que son reserva astronómica planetaria y sostienen el gran desafío tecnológico de su funcionamiento: «ver los objetos más distantes y los más débiles del universo, desde galaxias lejanas recién nacidas hasta sistemas planetarios en estrellas de nuestros alrededores», como explica su propia descripción.
En Aridane quería vagar eternamente por sus callejuelas, aquí sé que nunca podré desprenderme de cuanto me rodea, porque ya mi mente es tuerca, vitrocerámica, número, signo, materia oscura, turbulencia atmosférica, salto, variación, intervalo, espectrógrafo, duración, pérdida, infrarrojo térmico y regreso, posibilidad. El Observatorio me estaba esperando, he vivido sólo para llegar aquí.
7
«Amor a la vida en su potencia dionisiaca, en su infinita expansión»: así calificó Nicola Abbagnano la filosofía de Giordano Bruno y en la Enciclopedia filosófica de Franco Volpi se la reconoce como una nueva filosofía de la naturaleza en la que «el universo es todo lo que puede ser».
Desde finales de 1978, experiencias personales y viajes a grandes ciudades hacían surgir en mis apuntes el ardiente secreto de ir imaginando una novela. Por ejemplo, en Moscú el 30 de septiembre del año siguiente, anoté: «Relaciono (¿para Percusión?) los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl —que vi, mientras iba a Puebla— con los de Guatemala. Visión que también incluye el Ávila, el Guayamurí, de Margarita».
El título elegido (Percusión) me indica que el libro iba a tener como método oculto las ágiles, enigmáticas y prácticas concepciones de Bruno sobre la memoria. Y así fue. Recurriría al magnético dúo del recuerdo y el olvido (aunque éste no aparece en él), porque en Bruno hay una «infinita expansión» del pensamiento cuyos límites no existen, son también el universo. Expansión que yo no podría incluir en mi narración.
Un hombre joven huye de su ciudad y regresa cuando ha envejecido. Al hacerlo, el tiempo se devuelve y lo devuelve a la juventud. Durante la metamorfosis, las claves de su ignorada memoria son las del tiempo.
Quizá no fui consciente de eso por completo, pero allí concebí que se puede recorrer el espacio-tiempo hacia atrás y hacia adelante. Somos el lugar del universo, que es en nosotros. Nos integra en su materia, en su poder desde y para la imaginación, como parte del flujo donde el tiempo circula. Y ocurre en todos nosotros.
Ha dicho Ángel Cappelletti, en el prólogo a su traducción de Sobre el infinito universo y los mundos: «Si se parte de la infinitud del universo, la consecuencia lógica parece ser la no-existencia de Dios. ¿Qué ser sería, en efecto, el ser divino cuando el ser del universo no tiene límite y lo abarca todo? ¿Dónde podría estar Dios, cuando el universo ocupa todos los lugares pensables?». Y quizá no con esta claridad, pero algo así captó en el pensamiento de Bruno la Inquisición, cuando lo llevó a la hoguera en 1600, ante la negativa del filósofo de retractarse.
Los escritores y yo hemos venido hoy al Roque en las alturas de La Palma; estamos viendo la cúpula interna del gran telescopio mientras la voz de Bruno me lleva a los días en que redactaba Percusión. Y he venido de América como Colón se asomaría al Delta del Orinoco y como, soñando con Copérnico, Bruno me traería al telescopio del Roque: estoy no sólo captando las ruedas del tiempo y la memoria, sino ante la huella visual, científica, que los astrofísicos detienen en sus conclusiones.
Como ellos, Bruno establece: «el ojo de nuestro sentido, sin ver un fin, es vencido por el inmenso espacio que se presenta y resulta confundido y superado por el número de las estrellas que se va multiplicando siempre más y más, de manera que deja indeterminado el sentido y obliga a la razón a añadir siempre espacio a espacio, región a región, mundo a mundo».
Por eso quizá Giordano Bruno gravite con ellos aquí en el gran telescopio y esté ahora en mi cabeza.
Caracas, octubre de 2018 l