Zúbovski Bulvar o la primera vez que salí­ en el periódico [fragmento de una novela inédita] / D

Zúbovski Bulvar o la primera vez que salí en el periódico [fragmento de una novela inédita]  / Daniel Espartaco

 

A los once años, mi libro favorito se titulaba Cuentos populares rusos yestabaeditado en 1955 por la editorial Lenguas Extranjeras de Moscú. Las ilustraciones eran a tres colores, naranja, azul pálido y negro, me gustaba pasar las yemas de los dedos a través de los renglones compuestos en linotipia —imaginar que podían leerse de esa manera, con los ojos cerrados— y también el olor, tan diferente de otros libros, pues hablaba con elocuencia de un país distante y familiar a la vez. No es que yo fuera un «lector voraz» desde pequeño, como dicen los escritores de sí mismos en entrevistas que a nadie le importan: como la mayoría de los niños, prefería ver la barra de dibujos animados en la televisión. Por supuesto que leí Los tres mosqueteros y El príncipe y el mendigo cuando estuve enfermo de varicela —en parte porque mis padres se negaron a llevar el televisor a mi cuarto—, pero nunca antes me sentí tan entusiasmado como la primera vez que abrí el libro de cuentos que mi madre compró en una feria del libro de viejo para leérselo por las noches a Inessa, mi hermana menor. Me resultaba imposible sustraerme a la fascinación que me producían —y me producen— personajes como Baba Yagá o Finist, el halcón encantado. Todo parece tan enrevesado en esas historias y al mismo tiempo verosímil. En especial una llamada «El caballo mago», en donde Iván, el menor de tres hermanos, al visitar la tumba de su padre, es recompensado con un caballo mágico al que puede invocar con el siguiente conjuro: «Caballo morcillo, caballo tordillo, caballo hechizado, hermoso alazán, detente a mi lado, bello rubicán». Y después de entrar por la oreja derecha del caballo sale por la izquierda convertido en un muchacho gallardo, capaz de grandes proezas y de obtener la mano de la princesa.
      A mi madre le resultaba exasperante que yo hubiera adoptado un tomo de cuentos infantiles como un nuevo objeto transicional, pues quería que leyera libros más apropiados para mi edad, decía, como La isla del tesoro o La máquina del tiempo (demasiado gruesos para mi gusto). Como sucede con algunas madres, tenía altas expectativas sobre su hijo y era comprensible. La causa podía remontarse a los test de iq que nos hicieron en el jardín de niños durante el último año: mis resultados fueron más altos que el promedio de la escuela. Todavía me pregunto por qué. Nunca me he considerado más listo que los demás. A raíz de eso, cada tarde me llevaba con una psicóloga, amiga suya, para que midiera cada una de mis aptitudes, pues, a pesar de los resultados tan altos, yo no podía pronunciar la erre, conjugaba mal los verbos al hablar y dibujaba la O al revés. Pasaba cuarenta minutos en ese cuarto alfombrado y acogedor en una escuela de psicología, haciendo toda clase de pruebas aburridas —me sentía como Charlton Heston en El planeta de los simios— con la esperanza de que al final me dejaran jugar con alguno de los juguetes en la estantería. Recuerdo en especial un set para armar la maqueta de una ciudad (edificios, coches de plástico, un mantel con calles y jardines dibujados) que me parecía más interesante que los demás, pero nunca podía terminar de armarlo porque se terminaba la hora y venían a recogerme. La psicóloga se recibió con una tesis basada en mí cuyo título me parecía incomprensible: había una copia en el librero con una dedicatoria para mi madre y no para mí, lo cual me pareció injusto. A mis padres les hubiera gustado tener un genio en la familia, pero yo no lo era. En el librero también estaba el método de Doman para enseñar a leer antes de los tres años: nunca lo pusieron en práctica, tal vez por pereza, por falta de tiempo o de aptitudes de mi parte.
      En una ocasión fuimos a cenar a casa de un matrimonio con un hijo de la misma edad que yo. Mientras los adultos bebían cubas en la mesa del centro, yo jugué dos partidas de ajedrez con el niño, quien ya usaba lentes, y perdí las dos en pocos movimientos. Sabía cómo mover las piezas, pero nunca me interesó demasiado aquel juego; comenzaba bien, con cautela, mi padre me había enseñado un par de jugadas, pero pronto me distraía en otra cosa. Soy incapaz de mantener la atención en algo demasiado tiempo. Sin embargo, todo iba bien hasta que comenzaron a preguntarnos fechas de historia al calor de las cubas y de un patente sentido de la competencia.
      —¿En qué año fue la Primera Guerra Mundial?
      Yo había visto un documental en la televisión y conocía la respuesta. Me gustaban todas las películas de guerra, además.
      —En 1914 —respondí.
      —¿En qué año terminó?
      —En 1918.
      —¿Y la Segunda?
      —En 1939. Y terminó en 1945 —respondió el otro niño.
      —¿Y en qué año fue la Guerra Franco-Prusiana? —preguntó el otro padre, quien también usaba gafas gruesas, como si aquella guerra fuera lo más normal del mundo.
      —La Guerra Franco-Prusiana comenzó en 1870 y terminó en 1871 —contestó el niño.
      Yo nunca había oído hablar de una Guerra Franco-Prusiana. Al parecer fue tan anodina que ni siquiera había películas sobre esa guerra en particular. ¿En dónde se entera uno de una Guerra Franco-Prusiana? Y mientras los adultos vuelven a la ingestión de bebidas alcohólicas tengo la sospecha de que el niño y el padre se han conchabado minutos antes de que comenzara la reunión. Hasta puedo imaginarme la escena: «Mira, hijo, cuando vengan nuestros amigos llevaré la conversación hacia las guerras mundiales y otras guerras, como quien no quiere la cosa. Les haremos preguntas. Recuerda: la Guerra Franco-Prusiana fue en 1870 y terminó al año siguiente. Ese pobre imbécil seguramente ni siquiera sabe que existe una Guerra Franco-Prusiana (risa malvada)». A medianoche, cuando la reunión termina, durante el viaje de regreso a casa, mi madre me dice:
      —Me has decepcionado.

Me da pereza estudiar, hojear los libros de texto, y me contento con aprobar los exámenes. Mi lema es: «Seis es suficiente, lo demás es vanidad». Por eso me resulta embarazoso cuando ocurre lo siguiente. Mi hermana es casi seis años menor que yo, por eso la encierran en una guardería por las tardes, pero yo tengo que acompañar a mi madre en sus rondas por las plantas maquiladoras de la ciudad, donde supervisa los grupos de obreros que quieren terminar la escuela secundaria. La ciudad es polvorienta, caótica y pintada de colores chillones como toda ciudad mexicana, el asfalto caliente, aceitoso e irregular, pero los parques industriales están trazados con rigor anglosajón, las naves rodeadas de hermosos y frescos jardines con césped y árboles jóvenes en las aceras. Es como estar en otro país. Durante la Guerra del Golfo (una guerra de verdad) dijeron que ahí se produjeron los componentes para los misiles inteligentes que vimos estallar en la televisión. Y como debido a mi edad no me dejan entrar a las naves industriales, tengo que esperar afuera en el auto; escuchar en la radio los éxitos del momento y hojear el libro de cuentos rusos. Son tardes tediosas, con ese hastío inaguantable, doloroso, de la infancia: la década del ochenta es además una de las peores épocas de la historia a juzgar por los éxitos de la balada romántica en español. Cuando el calor es inaguantable, más de treinta grados, dicen en la radio, me siento en el césped frente a una de las naves, a la sombra de un incipiente sauce llorón. Debo de estar tan absorto leyendo «El zarevitz Iván y el lobo gris» o «La niña y el horno, el manzano y el río» (los he leído cientos de veces) que no me doy cuenta del auto que se detiene a unos metros y del hombre que se apea con una cámara fotográfica. Al día siguiente, sábado, durante el desayuno, mi padre encuentra en el periódico una fotografía en blanco y negro donde estoy sentado bajo el sauce con el libro de cuentos y el siguiente pie: «La juventud estudia y se prepara para el futuro».
      —Ahora hasta estudioso me saliste —dice mi madre.
      Cualquiera otra estaría orgullosa de que su hijo salga en el periódico, pero ella no es así. Todos los vecinos de la cuadra ven la fotografía y por culpa de un clisé escrito por un redactor de poca imaginación me siento un impostor, pues estoy leyendo un libro de cuentos, no de química, física o matemáticas.
      —¿Puedo jugar con ustedes? —le pregunto esa tarde a Lorena, mi vecina.
      Es una niña de aspecto hombruno y rostro mofletudo, más alta que yo, a quien considero mi mejor amiga (las amistades son como la familia: no se escogen). Aunque es más grande que yo, ha repetido el curso y por eso vamos a la misma clase. Pese a esto, para mí es la máxima autoridad en un montón de temas, incluyendo lo divino y lo terrenal. Ya están dispuestas las dos piedras en cada extremo de la calle para marcar las porterías de futbol. Es un día tan caluroso como el anterior.
      —Mejor vete a estudiar —me dice ella.
      Vivo en una comunidad tan cerrada que destacar de cualquier forma que no sea económica o deportiva es mal visto; y como estamos en las postrimerías de la Guerra Fría, cada vez que alguien te ve con un libro en la mano te dice:
      —No leas tanto, te van a llevar los rusos.
      A propósito de los rusos, al final de todos los libros de Editorial Progreso de Moscú está escrita con una sintaxis rara la siguiente leyenda, que conozco de memoria y me gusta leer una y otra vez; y contemplar la posibilidad:

al lector
      La editorial le quedará muy reconocida si le comunica usted
      su opinión del libro que le ofrecemos, así como de su traducción,
      presentación e impresión del mismo. Le agradeceremos
      también cualquier otra sugerencia.
      Nuestra dirección: Editorial Progreso, Zúbovski Bulvar,
      21 Moscú, urss.

Mi letra no es digna de estamparse en un papel y ser enviada a Moscú, así que tomo la Lettera familiar y mecanografío dos páginas llenas de faltas de ortografía y Liquid Paper. Las pongo en un sobre y pido que me lleven a la oficina de correos, a donde no he ido desde el jardín de niños, cuando la educadora nos pidió que hiciéramos un dibujo para nuestros padres y lo enviáramos a nuestra dirección. Me parece imponente ese edificio del año 1910 con fachada de cantera que ocupa una cuadra en el centro de la ciudad. La sala con piso de mármol es oscura y fresca como una caverna. Detrás de un enrejado de bronce está el feo rostro de una mujer con lentes gruesos, el cabello corto y rizado.
      —Disculpe, señorita…
      Estoy acostumbrado a que los rostros huraños de las mujeres maduras sonrían cuando digo la palabra señorita, como si fuera la fórmula mágica que usan los héroes de los cuentos rusos frente a la casa de Baba Yagá, encima de una pata de gallina, pero en esta ocasión no parece tener efecto.
      —¿Qué necesitas, niño?
      Nadie ha descrito la soledad de un niño frente a una empleada de correos.
      —Quiero mandar una carta.
      La mujer toma mi sobre, lo pone sobre una báscula manual y pregunta, aun cuando en el sobre puede leerse la dirección:
      —¿A dónde va?
      —A Moscú.
      —Hmm.
      Al parecer nadie envía cartas a la Patria de los Trabajadores. Abre un cajón debajo del mostrador y saca un libro maltratado con pastas de color gris, luego me dice una cantidad que no recuerdo pero que consume buena parte de mis ahorros en el bolsillo de mis bermudas de mezclilla. Me da un montón de sellos y me indica dónde echar el sobre: una ranura con una puertita de bronce bajo el mostrador. La almohadilla para humedecer los dedos está seca y me paso las estampillas por la lengua hasta casi deshidratarme.
      —Oye, ¿tú eres el niño que salió en el periódico? —me dice con una sonrisa llena de ironía, casi humana, casi de mujer.
      —Sí —digo.
      —No leas tanto, te van a llevar los rusos.
      Pero los rusos ya no tienen presupuesto para llevarme y gracias al sistema postal mexicano o al soviético o al azar el mensaje tarda años en ir y volver de Moscú a través de las geografías y los sistemas políticos y económicos y las devaluaciones, pues en el paquete que una tarde el cartero trae a casa la dirección del destinatario dice: Zúbovski Bulvar, 17. Moscú, Federación Rusa, no Unión Soviética. Lleva el membrete de la editorial Ragusa, el último nombre de aquella editorial fundada en los tiempos de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili,​ mejor conocido como Iósif Stalin, y contiene una guía ilustrada de Moscú a color, un folleto de introducción al ruso y una breve nota en español que agradece mis comentarios. No me siento decepcionado, más bien sorprendido. Han pasado tantas cosas en las noticias de las dos —entre ellas un golpe de Estado, Yeltsin y su discurso sobre un tanque de guerra, etcétera— que nunca creí recibir una respuesta. Es un paquete que viene del pasado, de un país que ya no existe, pienso, como la luz de una estrella muerta hace miles de años que vemos durante una noche de otoño, recostados en el capó de un auto, junto al cuerpo tibio y fragante de una muchacha.

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