Infantes marinos en la periferia del mundo / Gustavo Ogarrio

Al paso del tiempo me di cuenta
de que el verdadero temor era cosa de niños.
NETZAHUALCÓYOTL ÁVALOS

Poca gente sabe que debajo de la superficie de lo que se conoce como los Viveros de Coyoacán dormía un laberinto de concreto, rocas, fango, ratas, animales rastreros, basura y una atmósfera de cuartos negros que brevemente se iluminaban con algunos chispazos de luz que penetraban al remover dos o tres losas escondidas entre los matorrales. Casi todas las entradas a los túneles, al menos las que estaban ocultas por las losas que conocí, nacían en el área de los juegos que se encuentra a un costado de los Viveros y que en algún momento de la historia burocrática reciente fue bautizada con el nombre de José Gorostiza.
    Alrededor de estos sótanos se erigía también una cadena de leyendas. Residuos materiales de un sistema de comunicación subterránea, se especulaba que los sótanos sirvieron para resguardarse de alguna rebelión indígena o de cierta turba criolla que pedía la cabeza de algún oficiante católico que defendía vehementemente la supremacía de la Corona española; o fueron descubiertos por zapatistas que jamás se atreverían a cruzarlos, por razones estratégicas, durante su estancia revolucionaria en la Ciudad de México; o designados como resguardos para ocultarse de un probable bombardeo durante la segunda guerra mundial. Quizás eran los cimientos fantasmas de un hospital que nunca se construyó y sobre el cual pesaba una maldición de muertes prematuras entre sus hacedores. Cada tramo de la leyenda dependía de la época invocada. Se decía también que por estos túneles corrían las voces de mujeres lamentándose por hijos perdidos o los gritos apagados de algunos curas y de sus almas en pena que devoraban desde la oscuridad a todo aquel que intentaba recorrerlos.
    Se hablaba de ellos como senderos casi marinos, irregulares y colmados de esqueletos que fueron traicionados por su audacia y curiosidad. También alcancé a escuchar que algunos túneles iban a dar a la Iglesia de Santa Catarina, al Templo de Panzacola, a la Conchita, a San Francisco, al Palacio de Cortés, a la Parroquia de San Juan Bautista y a la Catedral Metropolitana. En otro de sus vértigos, la leyenda decía que Maximiliano había recorrido en secreto parte del interior de los sótanos y había ordenado, por cuestiones de seguridad, que se construyera una extensión hasta los alrededores del Castillo de Chapultepec.
    No recuerdo el momento en que empecé a concebir la idea de sumergirme en aquellos túneles; lo que sí tengo grabado es que esta obsesión siempre fue guiada por ciertas herencias orales que les imprimían a los sótanos su atmósfera de misterio e intriga. Tampoco recuerdo el día de mi primera inmersión. Lo que sí conservo es la sensación de buscar con las yemas de los dedos las orillas de la losa para retirarla mediante un esfuerzo conjunto y cómplice con otros infantes, la excitación de ir bajando por los costados de algún cuarto —oscuro e infinito— o de encontrar a tientas un piso o la columna que dividía el interior de la boca del túnel. Recuerdo el flashazo de la linterna al romper contra la oscuridad, persiguiendo ratas con la luz breve pero intensa y dando cuenta de las cantidades de lodo que sería necesario atravesar. Todo esto como si del laberinto subterráneo viniera hacia nosotros el beso monstruoso de lo desconocido, la huella incierta de algún secreto.

Recorrí los sótanos cientos de veces, sobre todo en las tardes doblegadas por la curiosidad compartida de ir más lejos, más profundo. Descubrir nuevos pasadizos, cuartos y lodos era la base de una competencia entre nueve o diez compañeros de escuela que al mismo tiempo eran mis vecinos. Sobre las paredes oscuras dejábamos escrito el nombre del descubridor del cuarto, del conquistador del pasillo o de cualquier estructura inédita para nuestros pasos. Vivíamos muy cerca de los Viveros, del «Vivero», como le decíamos, en singular, para cubrirnos con él de los demás, quizás de los más ajenos y de los cercanos mayores. Y era como si por el simple hecho de vivir cerca del gran coágulo verde tuviéramos una marca, una alteración compuesta de árboles, niebla matutina y nocturna, ardillas, culebras, moras y eucaliptos. Seres divididos entre el latigazo ruidoso y violento de la ciudad y la alfombra de hojas verdes y de tierra apisonada de un vivero que parecía respirar al ritmo de nuestras curiosidades infantiles en franco camino hacia ninguna parte.
    Porque el centro de muchas vidas infantes era el Vivero y su área de juegos. Y era también el lugar donde disputábamos los poderes y placeres que rigen la niñez: la cancha de basquetbol, la canchita de futbol rápido sumergida en concreto, las resbaladillas y el subibaja, para finalmente enloquecernos con una silla-columpio donde cabíamos tres o cuatro y que empujábamos hasta que alguien caía estruendosamente y daba el motivo suficiente para reírnos del momento como unos enajenados y carcajearnos del absurdo de ser niños en una ciudad que poco a poco nos empujaría hacia sus afueras. La mayoría habitaba casas de adobe o de cartón, cubiertas con láminas de asbesto, en vecindades que se escondían por las calles de Torresco, Dulce Olivia, Aurora, Progreso, La Escondida, Belisario Domínguez, Melchor Ocampo y así hasta Tecualiapan y Santo Domingo. Muchos de nosotros viviríamos el fin de nuestras infancias lejos de Santa Catarina y del Vivero. Algunos saldrían al exilio económico sin saberlo y otros serían aniquilados al personificar la transición de la delincuencia de barrio —que en esta parte de la ciudad moriría en los años setenta y ochenta— al crimen organizado de fin de siglo. Es verdad que la muerte se comunica rápido: varios de los que conocí se transformaron en contraportadas de periódico, en nota roja de televisión, en la mueca del asaltabancos que caía a los pies de la justicia y de su historia de infante marino que había vivido radicalmente su integración al odio y a la destrucción citadina.
    Los que habitaban con sus familias casas o cuartos rentados se iban pronto de las cercanías del Vivero: las rentas subían deprisa y ellos estaban siempre de paso en escuelas públicas. Eran como fantasmas en un mundo de arquitectura colonial que jamás los registraba en sus recuentos de la armonía y la exclusividad, en su progresivo avance hacia el consumo frenético, hacia la modernización y consolidación de Coyoacán como el lugar por excelencia de la recolonización económica y cultural de la ciudad. Porque el hechizo colonial de Coyoacán fue también la tumba de muchas aspiraciones de permanencia y continuidad. En los años ochenta, el precio de los terrenos y las propiedades se elevó drásticamente y poco a poco la gran mayoría de habitantes de los barrios tradicionales, colmados de familias tradicionales y empobrecidas, experimentó el éxodo económico. Los más afortunados cambiaron su pequeña propiedad por una casa en Iztapalapa, Ecatepec, Ixtapaluca, y en algunos casos la migración culminó en un cambio de ciudad. Desaparecieron las caballerizas de Tata Vasco y La Escondida, las peluquerías y las tintorerías de Santa Catarina, las pulquerías de Pino y Aurora. Se fue hasta la leyenda de un jinete sin cabeza que se paseaba en las noches por el callejón del Aguacate. Los más golpeados por la vida se refundieron en cuartos aún más estrechos en las afueras densamente pobladas de la ciudad. Todos cedieron su lugar al paso triunfante de la modernidad o a lo que esto último signifique.
    Los que conocí eran niños periféricos. Infantes que vivían en un Coyoacán empobrecido y en una ciudad herida por el crecimiento de un país tan periférico que a veces hasta nos engañaba haciéndonos creer que eso era la vida, la que transcurría entre las inmersiones en los sótanos y las caminatas nocturnas por el Vivero, entre la terca permanencia de la pobreza y el ajuste de la arquitectura colonial a los requerimientos de la modernización y el consumo, entre la búsqueda de certezas económicas y la imposible reconciliación de la vida de calle y la escuela. Porque era una verdad absoluta que la escuela primaria a la mano, la República de Guatemala, a la que se entraba por el callejón de Torresco, era un nido de autoritarismos de baja intensidad. Acaso la memorización extrema y forzada del conocimiento era el método más lamentable, la jaula de una vida matutina que tan sólo se refrescaba con el toque de campana que anunciaba la hora de entrar a ese otro mundo que era el Vivero y a sus épicas menores.

Los sótanos fueron también, por algunos años, el centro de una vida subterránea. Una vida que se conformaba con buscarse en las oscuridades del laberinto enlodado y que me hacían reflexionar distraídamente sobre cualquier cosa, quizás sobre el magnífico brillo cenizo de los pantanos que se formaban al fondo de los juegos en épocas de lluvia, únicamente para olvidar el miedo que se creaba entre el lodo, la oscuridad, el chillido de ratas y el sonido de fuertes goteos subterráneos. Llegamos a trazar grandes rutas dentro de los sótanos. En alguna ocasión creímos que una parte del laberinto llegaba hasta la avenida Insurgentes. No sabíamos si era nuestra imaginación cansada por la tensión propia de lo recorrido o si calculamos con certeza que nos encontrábamos debajo de los carriles vehiculares de la gran avenida. En esta ocasión sentimos el primer vértigo del abandono en las catacumbas de la ciudad. Nos entregamos distraídamente a nuestro hallazgo y a la búsqueda de señales del territorio descubierto, de cláxones o de ruidos de vehículos por encima de nuestras cabezas que nos fueron empujando hacia la noche y también hacia la oscuridad más inesperada, la que nos dejaba el agotamiento de las pilas de la lámpara y su energía que se extinguía y la búsqueda fallida de fósforos y finalmente el brote de alguna desesperación que intentaba gritarle al monstruo marino de los sótanos para que nos regresara vivos al Vivero.
    Sin embargo, el miedo íntimo e intransferible de la desaparición colectiva lo vivimos la tarde que cayó una tromba. Nos encontrábamos en medio del oleaje submarino, del olor a orines de rata y del fango. Los problemas con la lámpara y con las goteras se aceleraban al ritmo de la tormenta. Emprendimos el regreso apresurado y muy pronto nos dimos cuenta de que los sótanos se transformaban de golpe en un enorme recipiente de la furia líquida del aguacero. El agua nos llegaba un poco más arriba de la cintura, y en más de una ocasión sentimos el aliento insobornable de la desaparición. Tardamos un par de horas en encontrar el boquete salvador.
Salimos uno por uno, silenciosos y empapados de agua subterránea. Vimos el final de la tormenta a los pies del Vivero. Con algún comentario distraído quisimos evitar que lo ocurrido se extendiera por nuestra imaginación. Sentimos una llovizna tibia y observamos a lo lejos la cancha de futbol rápido inundada, las pequeñas porterías flotaban en las aguas casi negras que había dejado la tormenta.
    Algunos meses después se rumoró que tres niños cercanos a la adolescencia habían sido tragados por los sótanos. Nadie sabe si esto fue la culminación contemporánea de las leyendas que regían la vida imaginaria del laberinto subterráneo o si en verdad los sótanos y su minotauro invisible habían conquistado sus primeros muertos. Posteriormente me enteré de que las entradas al laberinto fueron selladas por las autoridades y por voluminosas palas de cemento.
De vez en cuando visito los juegos, sobre todo en época de lluvias. Me gusta ver la pequeña cancha de futbol —alambrada ahora en su totalidad— y el Vivero cuando llueve. Siento como si estuviera frente a la tumba de un desconocido. Un íntimo y silencioso desconocido.

Esta crónica forma parte del libro La mirada de los estropeados, que próximamente publicará el Fondo de Cultura Económica en su colección Centzontle.
 
 
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