(Guadalajara, 1979). En 2021 apareció su nuevo libro, Los peores vecinos del mundo (Notas sin Pauta).
No es fácil escapar de los sesgos, porque, para empezar, muchas veces no sabemos que los tenemos y mucho menos desde cuándo ni cómo se instalaron en nuestra mente. Sin embargo —y por fortuna— hay momentos en los que, bajo una mirada más profunda, esos sesgos se vuelven vetas preciosas de aprendizajes en la mina inagotable de la ignorancia que transitamos. Así me sucedió con los desiertos. En el terreno osado y equívoco de mi sesgo los desiertos eran parajes con dunas y poco más. Pero un buen día todo cambió.
Ocurrió como ocurren los hallazgos entrañables: a través de un libro. En La historia interminable, de Michael Ende, aparece Goab, el desierto de colores. Ese desierto hermoso, eterno y colorido que de noche contiene a Pélerin, la Selva Nocturna —la cual a su vez contiene a Goab—. Ahí vive el temible Graógraman, guardián y prisionero de Goab. Imaginar aquella maravilla me llevó a preguntarme si existían los desiertos de colores. Con asombro descubrí que sí, el desierto de Atacama, en Chile, un desierto fascinante y único —adjetivos que se quedan cortos y que, además, aplican para cada desierto que existe en la Tierra.
Toda vez que un sesgo se derrumba da paso a la oportunidad. Seguí el filón y comencé a leer e investigar sobre los desiertos del mundo; se convirtió en un interés punzante con avidez de respuestas. Paradójicamente, hallé un terreno fértil y multicolor: desiertos rojos, blancos, negros, pedregosos, fríos, secos, áridos, congelados. El desierto es un ser de muchas caras: lechos marinos descobijados, valles alambicados de arena o hielo, hogar de milagrosos oasis, escondite de yacimientos minerales y petroleros; hogar de animales y plantas sagradas. Desiertos que tocan deltas míticos o se sumergen en los océanos.
Goab no es el único desierto que encontré en los libros. El desierto también aparece constantemente en las historias de Las mil y una noches. En él ocurren hallazgos, apariciones, milagros, catástrofes. En el desierto se ejecutan el exilio y la salvación. Brotan oasis y desaparecen, caen rocas sin que nadie las escuche.
En otro tiempo leí con sed creciente Dune, de Frank Herbert. En donde aparece Arrakis, el planeta desértico que más bien es otro protagonista de la historia. Arrakis nos enseña, entre muchas otras cosas, acerca de la ambición que despierta un lugar que contiene una sustancia única; también que la vida humana y natural se adapta y subsiste en condiciones extremas. Dos asuntos que, como sabemos, no son propios de la ficción.
En Dune los Fremen viven en la parte más profunda y hostil de Arrakis, son el pueblo originario del planeta. Como en la ficción, las civilizaciones que se han desarrollado en los desiertos tienen un misticismo particular. Fremens que han desentrañado los secretos de los desiertos y los defienden de los invasores extractivistas sin escrúpulos.
A simple vista, los desiertos no tienen vida ni agua; sin embargo, las tienen, sólo que en estos lugares se relacionan en formas arcanas. Esto ha permitido, además de acoger vida natural prodigiosa, el asentamiento de civilizaciones sorprendentes en los desiertos. Pueblos nómadas, como los tuareg del Sahara, y ciudades tan importantes como El Cairo, en Egipto, y Alice Springs, en Australia. Así como ciudades modernas al abrigo del desierto y los intrincados caminos del agua y del petróleo: como Las Vegas, Dubái y el resto de las naciones que conforman los Emiratos Árabes Unidos. El desierto Rub al-Jali, cuyo significado literal, paradójicamente, es «cuadrante vacío», es una de las regiones más ricas en petróleo del mundo, lo que ha propiciado el desarrollo de ciudades imposibles, inimaginables, en medio del desierto.
Mi experiencia es escasa pero me enorgullece: durante algún tiempo viví en el desierto. Acostumbrados al clima apacible del bosque de nuestra ciudad natal, mi familia y yo sufrimos los arrebatos despiadados del desierto de Chihuahua. Días abrasadores que al ocaso afilan el viento y tallan las mejillas hasta dejarlas coloradas. Noches tan secas que el frío entumece el cráneo. Inviernos de cielos rojos que presagian nieve, veranos soporíferos, primaveras quemantes. Los días conteniendo las estaciones del mundo. s
Un día salimos de paseo a una ciudad cercana. Primero pasamos por las colonias vecinas, luego las lejanas a la nuestra, luego las de la periferia. La ciudad se fue desmoronando en el trayecto hasta convertirse en granos de arena. Y después: después sólo el desierto. El monolito de médanos. La carretera: una recta inmutable que tocaba el horizonte. Daba vértigo aquel paisaje sin límites, como el laberinto del rey en el cuento de Borges.
Mi padre quiso detenerse para tocar el desierto. Porque no basta vivir en el universo, hay que sentirlo, asirlo, embriagarse de él. Caminamos unos metros y yo volvía la vista al auto a cada paso, como un ancla de realidad en aquel sueño anaranjado. Mi padre insistió en ver hormigueros y la vegetación que se obstina en nacer en esos paisajes inexorables. Rogué regresar y por fin lo hicimos. Arriba del auto me sentí protegida, la nave nodriza en una realidad que sí podía descifrar.
A pesar de mi cercanía con el desierto durante los años que viví en él, nunca me interesé en conocer sus misterios. Quizá porque en la cotidianidad los prodigios parecen vulgaridades. Fue la lectura, cómo no, la que me hizo repensar aquella experiencia, porque ése es el poder de los libros: demoler los sesgos y reducirlos a arena fina.