Ibargüengoitia vs. Alatorre. Recuerdo de un agarrón

José Israel Carranza

(Guadalajara, 1972). Su último libro publicado es la novela Tromsø (Malpaso, 2018).

En 1982, Antonio Alatorre y Jorge Ibargüengoitia estelarizaron un episodio de la crítica literaria en México que, en su momento, pudo apreciarse como la ocasión inmejorable de que ambos autores mostraran sus posiciones en torno al uso de la historia como materia prima de la ficción, así como sus respectivos talantes como lectores.

Vista a cuarenta años de distancia, esa polémica no ha perdido un ápice de su vigor, y su recordación puede promover la añoranza por un tiempo, acaso irrecuperable, en el que el acontecimiento de la literatura en México frecuentemente alentaba la discusión lúcida y apasionada, en buena medida gracias a la existencia de espacios propicios (revistas y prensa cultural que casi en su totalidad han desaparecido) y, sobre todo, gracias al hecho de que esos espacios eran habitados por presencias como las del guanajuatense y el jalisciense. Claro: uno querría que autores como éstos no se murieran nunca, pero se mueren, de modo que tiene poco sentido lamentarse por sus ausencias. Podemos, sí, jugar a pensar en la falta que hacen en nuestro desabrido presente, pero también cabe preguntarse qué tuvo que pasar, en la cultura mexicana, para que nadie hubiera llegado a animar las cosas del modo en que ellos fueron capaces de hacerlo. No es difícil imaginar los artículos que Ibargüengotia podría estar despachando para desmontar el disparate nacional que ha prosperado de modo incontenible desde que tuvo lugar el desdichado avionazo en Barajas, ni tampoco las novelas que pudo haber urdido con los hechos que han surtido nuestra desgracia y nuestra desesperación a lo largo del último medio siglo (¿cómo tendría que concebirse una empresa equivalente a Las muertas en este país asesino de mujeres que pisamos hoy?). Pero tampoco es fácil explicar que, en el tiempo transcurrido desde su muerte, la reconsideración de la historia que se haya propuesto la literatura en México no tenga, ni de lejos, los alcances de títulos como Los relámpagos de agosto o Los pasos de López. ¿O será que proezas semejantes son impensables debido a que, antes que novelistas capaces de dichas proezas, lo que verdaderamente nos ha faltado son críticos como Alatorre? Quitemos lo de «críticos» y dejémoslo solamente en lectores: bien decía el autor de Ensayos sobre crítica literaria que, en rigor, no había diferencia entre una cosa y otra, más allá de que el crítico se sienta impelido a dar a conocer sus pareceres…

Dado como era a pormenorizar esos pareceres con todo rigor y, al mismo tiempo, con absoluto desenfado, Alatorre declaró, en una entrevista concedida en 1998 a raíz de haber obtenido el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, que le gustaba usar la palabra «pendejaditas» porque es «muy expresiva», y agregó: «Yo me río de los pulcros».[1] A mí me gusta recordar esa actitud como característica señera de quien, sin duda alguna, fue uno de los mejores conocedores de la lengua española, pero también un profesor ejemplar para quien el ejercicio de la crítica debía ser a un tiempo enseñanza, diálogo y aprendizaje.[2] Antes que otra cosa, es esa actitud la que creo que puede resaltar la remembranza del zipizape con Ibargüengoitia.[3]

Se trató, para ya no demorar más el asunto, del intercambio (envío, réplica y contrarréplica) detonado por una reseña para la que Alatorre tuvo la peculiar idea de referir un seminario de crítica literaria que condujo, y en el que él mismo y trece estudiantes examinaron Los pasos de López.[4]

Fungiendo como portavoz de ese grupo, en esa reseña Alatorre va extendiendo apreciaciones, reparos e hipótesis que la lectura colectiva de la novela habría suscitado en torno a aspectos muy diversos: su recepción por parte de lectores mexicanos, españoles y de algunas nacionalidades latinoamericanas, así como las dificultades lingüísticas o referenciales que habrían podido marcar dicha recepción, pero sobre todo —y esto es lo que más interesa aquí— el aprovechamiento (o el desaprovechamiento) que, a juicio de Alatorre y sus estudiantes, habría hecho Ibargüengoitia de la materia prima con que tramó esa novela: la memoria histórica de la gesta independentista de Hidalgo y los rasgos del personaje que esa memoria ha privilegiado para la explicación de la existencia misma del personaje y del papel que desempeñó. Dice Alatorre: «buena parte del tiempo la dedicamos a hablar de lo que en román paladino recibe el nombre de ”defectos”. Aquí el terreno es muy movedizo, lo que para unos es defecto, para otros no lo es, y hasta puede ser todo lo contrario. ¿Es defecto o no, por ejemplo, el que Ibargüengoitia haya prescindido del Pípila?». En nombre de sus alumnos (pero también por lo que a él concierne), sugiere con esa pregunta retórica —y no da más explicaciones por el momento: las sacará en la contrarréplica— que han visto como una oportunidad desperdiciada la «omisión», en Los pasos de López, de una de las escenas de la aventura de Hidalgo que más profundamente tenemos incrustadas en la psique patria.

Este reproche, que atañe a la hechura de la novela (el novelista no quiso o no supo ver un pasaje de la historia que habría enriquecido la ficción, en el entendido de que era justamente de la historia de donde estaba abasteciéndose), antecede a otro, lanzado en la misma dirección, pero que a mi modo de ver entraña una motivación menos interesada por el logro narrativo que por el sentido general de la novela como rehechura burlesca de la historia y de los valores que sus protagonistas han encarnado para las generaciones. Antes, Alatorre había hecho un exordio de los modos en que algunos autores han sabido ser irrespetuosos con figuras insignes del panteón estadounidense,[5] y, en su afán de señalar que Ibargüengoitia pudo haberlo hecho mejor (de un modo más eficaz, más cómico, ha de entenderse: «para que la cosa tenga algo más de chiste», reclama el autor de Los 1,001 años de la lengua española), casi le muestra qué es lo que habría tenido que escribir: «Pero la “falta de respeto” de Ibargüengoitia es bastante más compleja: no por ser estatua ha dejado de ser Hidalgo el personaje simpatiquísimo que ciertamente fue: inteligente, buen vividor, generoso, valiente, dueño de sí, loco excepcional. Para la creación de Domingo Periñón [el nombre dado al equivalente de Hidalgo en Los pasos de López] hacen falta más pasos que el simple debunking». Así que, luego de lo del Pípila, insiste Alatorre: «quitarle a Periñón el componente “intelectual” (Hidalgo lector de lo prohibido) es empobrecerlo».[6]

La respuesta de Ibargüengoitia a estos reproches, así como la contrarréplica de Alatorre, permiten entrever —o suponer, si se quiere, pero acaso con la suposición baste— que el fondo del desacuerdo es el hecho de que uno y otro tienen visiones irreconciliables del trato que se debe a los nombres más conspicuos de la historia. En lo que se refiere al Pípila (en todo caso, un personaje modelado al paso de las generaciones por una sentimentalidad a la que nunca le ha hecho mucha falta fundamento histórico), Ibargüengoitia se afirma en la soberanía autoral para justificarse por no haberlo incluido en la novela:


No admito la observación que hizo alguien: que prescindir del Pípila sea un defecto de la novela. Ésta trata la toma de Cuévano y la Troje de la Requinta, no la toma de Guanajuato y de Granaditas. Son dos batallas diferentes, y la que yo inventé la escribo como me da la gana. El episodio del Pípila siempre me ha parecido una tontería piadosa: el minero humilde arriesga la vida y vence al Imperio español. Si lo hubiera incluido en la novela empezaría así:


«Al ver la calle llena de muertos, Periñón llama a un hombre que está parado en una esquina y le dice:

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Me dicen el Pípila, señor cura.

—Bueno, mira, Pípila: coge esa piedra y póntela en la cabeza, coge esa tea, ve a aquella puerta y préndele fuego».

Prefiero el «Niño» y el cañonazo. El Pípila histórico, si es que existió, requiere una docena de Pípilas, que son los que llevan la leña y la dejan contra la puerta, y es la fogata lo que incendia la puerta. Con una tea no se quema una puerta de alhóndiga.[7]


Pone menos enjundia al ocuparse del reproche de Alatorre y compañía («Que hago omisión del Hidalgo lector de libros prohibidos ¿Cuáles serían los libros prohibidos? ¿Voltaire? ¿The Federalist? Me lo imagino leyendo a Ariosto. Para el lector moderno, “libro prohibido” es un concepto muy vago»), pero se alcanza a percibir un retintín de fastidio: después de todo, lleva muchos años de insistir acerca de los pobres y desencaminados modos que la historia oficial tiene de ocuparse de este personaje, y de otros: en «Revitalización de los héroes», un artículo de 1974, había escrito:

Los héroes, en el momento de ser aprobados oficialmente como tales, se convierten en hombres modelo, adoptan una trayectoria que los lleva derecho al paredón, y adquieren un rasgo físico que hace inconfundible su figura: una calva, una levita, un paliacate, bigotes y sombrero ancho, un brazo de menos. Ya está el héroe, listo para subirse al pedestal. Todo esto es muy respetuoso, ¿pero quién se acuerda de los héroes? […] El cura Hidalgo de las escuelas, en el momento en que abre la boca para dirigirse a los fieles, ya tiene en la mente un panorama exacto de lo que va a resultar del lío en que se está metiendo: un México independiente. Mestizo, con expropiación petrolera y reforma agraria.[8]

La contrarréplica de Alatorre empieza por echarle en cara a Ibargüengoitia lo que, sospecha el jalisciense, es «un poco de paranoia»: «siento, muy en el fondo, que tú, muy en el fondo, me sientes como el profesorcito aburridón que sin duda fui para ti, en efecto, hace muchísimos años». Salvado este escollo, hay que admitir que Alatorre demuestra ser el lector bienhumorado y el profesor/crítico dispuesto a la chanza que siempre supo ser, rasgos que lo hacen una de las voces más atendibles al proponerse una comprensión profunda de la experiencia literaria —además de que exhibía siempre sin alarde ni autoritarismo las credenciales de sabio que intachablemente portaba—. Y, sin abandonar ni por un momento sus posiciones, se esmera en precisiones que hacen de su contrarréplica una lección magistral sobre varios asuntos de preceptiva literaria. Pero lo que aquí interesa es el énfasis que pone llegado el momento de defender su visión del modo en que la literatura tendría que hacerse cargo de la historia cuando, como ocurre en el caso de Ibargüengoitia, ha decidido usarla como materia prima: «En mi reseña», dice Alatorre, «me limito a preguntar si “es defecto o no” la omisión del Pípila. Es una pregunta honrada, tan abierta al “sí” como al “no”. Pero ahora, por joder, decido contestar “sí” […] no veo por qué […] quedas dispensado de haberle dado su buena vuelta de tuerca al mito del Pípila, como se la das a lo demás». Dicho de otro modo (con perdón de Alatorre, que sabe decir las cosas de modo inmejorable): es cierto que el novelista es libre de hacer lo que quiera con los materiales históricos, pero al hacerlo contrae una especie de compromiso para no dejar fuera otros materiales, acaso en función de una responsabilidad que asume por el solo hecho de haber elegido ésa como su materia de trabajo. Sigue Alatorre:


Lo que estoy diciendo es hasta descortés, porque equivale a: me gustaría que me dieras más de lo que me das. Bueno, pues en ese sentido afirmo que el defecto más grande de tu libro es la eliminación del «componente intelectual» del cura Hidalgo. […] Inventaste cuando y como te convino, pero también aceptaste la historia cuando y como te convino, y así Periñón […], igual que Hidalgo, cría gusanos de seda y cultiva la vid. Y ocurre que en lo ya sabido y pensado por mí acerca de Hidalgo entra muy poderosamente ese componente intelectual que digo, y que ejemplifico con la lectura de «lo prohibido». Tú te zafas diciendo que «para el lector moderno, “libro prohibido” es un concepto muy vago». Claro, pero entonces digo que obligación tuya era volvérselo preciso y significativo. […] ¡Cómo me hubiera gustado encontrar en tu Periñón algo equivalente o correspondiente a esa dimensión de mi Hidalgo![9]


Sería necio querer ir restándole validez a los reclamos de Alatorre, pero no es mi propósito ni siquiera intentarlo. Sencillamente, lo que me interesa apuntar es cómo, aunque Alatorre admite haber apreciado y disfrutado la lectura de Los pasos de López, y no tiene empacho en declarar «Sentí y siento que es tu libro más maduro, más sólido», en ningún momento de su reseña y en ningún momento de su contrarréplica reconoce —seguramente porque no le sucedió— haberse reído o haberse divertido.[10] Que la novela haga reír o no es algo que no parece haberles importado a Alatorre y a sus estudiantes: antes bien, en su reseña da relieve al hecho de que dos lectores confesaran que no habían «agarrado el chiste» (la razón: las nacionalidades de estos lectores), y acto seguido se dedica a relatar, de forma sesgada, las conjeturas que el grupo hizo para explicarse qué no funcionaba. Pero el caso es que la que seguramente tendría que contar como una cualidad principal de la novela, da la impresión de que fue hecha a un lado por ese grupo de lectores, pero sobre todo por el autor de la reseña. Y creo que esta actitud frente a la novela es un antecedente natural de las reclamaciones de la contrarréplica: «Inventaste cuando y como te convino, pero también aceptaste la historia cuando y como te convino». ¿Y no estaba, Ibargüengoitia, en todo su derecho de hacer precisamente eso? Desde luego, no es que Alatorre le regatee ese derecho. Pero tampoco le perdona que le haya faltado al respeto a Hidalgo como él, Alatorre, piensa que se le debería de faltar al respeto: guardando las formas y, aun en la burla, preservando ciertas noticias del personaje que no pueden omitirse y que lo ennoblecen y que siempre deberíamos tener presentes. El Hidalgo que quería Alatorre podía ser tratado como a Ibargüengoitia le diera la gana, siempre y cuando no se olvidara de recordarnos que fue un lector audaz, avezado, ilustrado —como siempre querrá la historia oficial que preservemos su imagen en nuestros corazones.

Guardadas las proporciones, el sentido último de la reclamación de Alatorre parece ser el mismo de la salida de Monsiváis en defensa de Alfonso Reyes, otra figura intocable, cuando Ibargüengoitia le puso su correspondiente zarandeada. Y el mismo sentido del desdén manifiesto de Emmanuel Carballo por la obra del guanajuatense, en concreto por el trato insolente que dio a la Revolución mexicana en Los relámpagos de agosto: la respuesta, menos o más airada, pero por lo visto inevitable, que al modo de ver de estos críticos merecía un humor en el que la burla —la falta de respeto— era una transgresión que debía ser sancionada. ¿Para advertir a los lectores contra la propagación del uso pernicioso de la irreverencia? Acaso era justamente esto lo que Ibargüengoitia encontraba intolerable de ser tachado, antes que otra cosa, como humorista, como escritor burlón: que esa calificación fuera en realidad una proscripción, un rótulo a su vez burlón y estigmatizante que lo privara de ser objeto de lecturas que lo tomaran más en serio.

Pero el sentido real del regaño de Alatorre es, más bien, la postulación de una forma mejor de la burla, y un reproche en buena lid:


El caso es que si te jodo con estos detallitos (y añado otro aún más pendejo: ¿por qué «el padre Pinole», pero «el presbítero Concha», si «padre» y «presbítero» dan lo mismo?) es porque, según yo, me estás fallando, aunque sea, digamos, en un 0.1%. La calidad del 99.99%, su justeza de tono, etc., me vuelven exigente y me hacen pedirte la misma calidad, la misma justeza en todo. Tú eres el causante de mis exigencias. Y me atrevo a lanzar esta paradojita: el lector que pasa por encima de las rasposidades, el que ni siquiera las nota, es un lector menos entusiasta que yo: no está tan comprometido con la lectura; probablemente no la está gozando tanto.[11]


Si hubiera que declarar un ganador en el agarrón, difícilmente habrá sido Ibargüengoitia: por lo visto, se le atravesó el coraje. Tampoco Alatorre: el novelista por qué habría tenido que tomar en cuenta sus reconvenciones. En todo caso, quienes salimos ganando fuimos los lectores. Los de aquel tiempo irrecuperable y los de éste, en el que una polémica semejante merece ser revisitada siempre.


[1] Antonio Bertrán, «La lengua es inmaculada, no tiene culpas.— Alatorrre», Reforma, México, 17 de diciembre de 1998, p. 4C.

[2] «He recorrido parcialmente un camino del cual dije que es largo y hermoso. En ese camino, detrás de mí —es sólo una manera de decir— veo a los jóvenes, a los inexpertos, a los que todavía no saben leer bien, a los que hacen lecturas ingenuas e inmaduras. A ellos trato de ayudarlos. (Una parte de la crítica literaria se convierte espontáneamente en ayuda). En ese mismo camino, a mis lados, a la izquierda y a la derecha, veo a otros que lo recorren conmigo. Son mis compañeros en el viaje de exploración y de descubrimiento: otros críticos, otros lectores, otros lectores-críticos. Con ellos me gusta conversar. (Una parte de la crítica literaria se nutre en el diálogo). Y delante de mí, muy adelante a veces, perdidos algunos en la lejanía de las cumbres, están los grandes críticos, los maestros de hoy y de ayer. De ellos trato de aprender. (Otra parte de la crítica literaria está hecha de aprendizaje)». Antonio Alatorre, Ensayos sobre crítica literaria, Conaculta, México, 2001, p. 47.

[3] El objeto original de estas líneas fue ilustrar los malentendidos críticos que podía provocar la obra de Jorge Ibargüengoitia, y forman parte del libro en proceso Tiempo de sorna, acerca de la utilidad de la risa como posibilidad intelectiva del desastre mexicano.

[4] Alatorre asume el papel de actuario que, con falsa falsa inocencia, se limita a dar cuenta de lo discutido en esa ocasión: «falsa falsa inocencia», digo, porque no debe perderse de vista que es su criterio el que dirige el seminario, empezando por el hecho de haber elegido esta novela para que fuera leída y cuestionada, así como tampoco hay que hacer a un lado el hecho de que Alatorre decidiera publicar la relación con el ánimo de que fuera leída como reseña. En la respuesta que Ibargüengoitia dio, lo primero que delató fue precisamente esa falsa inocencia: «[Tu nota] me gustó y te la agradezco mucho, aunque te confieso que me hubiera interesado más leer la opinión de un lector —siendo tú— que la de catorce». (Jorge Ibargüengoitia, «Una réplica a Antonio Alatorre», en Autopsias rápidas, Editorial Vuelta, México, 1989, p. 86). Pero lo cierto, como se verá más adelante, es que mordió el anzuelo.

[5] «Los europeos de hacia 1785 sublimaron a Washington, “el Cincinnato de América”, y a Franklin, “gloria de la República de de los Filósofos”, y en el poema América (1793), de William Blake, aparecen los dos como figuras excelsas que desde este lado del Atlántico le arrojan a Europa vaticinios tremendos, entre relámpagos y furiosas trompetas angélicas. Quince años después (en 1808), John Keats los ve de muy otra manera: Washington, un avaro que vendió hasta el caballo en que hizo sus campañas; Franklin, un cuáquero con mentalidad de tendero». Antonio Alatorre, «Los pasos de López, de Jorge Ibargüengoitia», Vuelta, México, núm. 69, p. 36.

[6] Idem.

[7] Eso de que el episodio del Pípila le parezca a Ibargüengoitia «una tontería piadosa» habría que ponerlo en duda, o de plano descartarlo como un viraje más bien convenenciero de sus pareceres (un viraje de ciento ochenta grados), si se tiene en cuenta que doce años antes, en un artículo titulado «Sangre de héroes. El grito, irreconocible», opinaba que dicho episodio hacía más «interesante» la figura de Hidalgo —y para afirmarlo escribe el citado diálogo, con ligeras variantes y otro corolario, de signo diametralmente distinto: «—A ver, muchacho, ¿cómo te llamas? […] Es un personaje más interesante, ¿verdad? Sobre todo, si tenemos en cuenta que el otro le obedeció». Evidentemente, Ibargüengoitia tuvo este artículo de 1970 a la mano cuando se vio en la necesidad de defenderse en la polémica con Alatorre, en 1982, y se limitó a darle la vuelta. (Jorge Ibargüengoitia, «Sangre de héroes. El grito, irreconocible», en Instrucciones para vivir en México, Joaquín Mortiz, México, 1990, pp. 39-41).

[8] Ibid., p. 34.

[9] Antonio Alatorre, «Contrarréplica a Jorge Ibargüengoitia», Vuelta, núm. 71, octubre de 1982, pp. 51-52.

[10] Y esto no obstante la cortesía o la deferencia que, cerca del arranque de su contrarréplica, hace a Alatorre decirle a su exalumno: «Soy uno de los que te han leído desde que comenzaste. Cuando escribías en Universidad de México, en Excélsior, ahora en Vuelta, lo primero que yo leía era tu colaboración, y estoy seguro que eso les ha pasado a muchos. Tus cosas traen, además, una marca de fábrica que tú mismo tendrás que reconocer como tal: un humor, un mordant especial, una causticidad típicamente tuya. Esta marca de fábrica, que yo llamaría por short “realismo ibargüengoitiano” (a lo mejor algún crítico ya se me adelantó), siempre me ha fascinado. Eres en verdad, un caso rather unique “en nuestro medio”. (Jamás olvidaré el shock formidable de aquella crónica teatral que hiciste sobre el Landrú de Don Alfonso)». (Idem).

[11] Idem.

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