Hora Cero
Carlos Fonseca
Something happens, Blue thinks, and then it goes on happening forever.
It can never be changed, can never be otherwise.
Paul Auster, Ghosts
I
Quien camina por la segunda avenida de Manhattan y toma una izquierda al llegar a la tercera calle, encontrará, al cabo de unos pasos, un bar iluminado por unas luces neón que no dejan claro su origen ni su función. La verdad es que este bar no se deja ver o se deja ver poco, escondido como está en una especie de sótano en medio del bullicioso East Village, pero, tan pronto lo nota, el caminante se ve increpado por el mal gusto de las persianas demasiado antiguas, un poco carcomidas por el humo, las luces demasiado chillonas y la entrada simplemente puesta allí como si de un error se tratase. La cosa es ésa: hay ciertos bares que sólo se encuentran por error o si se les busca a ciertas horas de la madrugada, cuando la noche como tal ya ha terminado para todos, menos para aquellos que deambulan en insomnio, ya sea alcohólico o fortuito. En nuestro caso llegamos por error y un poco alcoholizados, mi amigo siguiendo a una amiga y yo siguiéndolos a ellos a esa hora ambigua cuando la noche ya ha terminado pero la madrugada todavía no se anuncia. Llegamos y entramos porque, como siempre dice mi amigo, a veces no queda otra y mi amiga parecía estar contenta al ver emerger esa catástrofe neón justo cuando la ciudad parecía declarase moribunda. Lo raro es lo que pasa después, si el caminante decide detenerse, como hicimos nosotros, y entrar en ese establecimiento que en primera instancia no parece prometer mucho, pero que de repente se declara irremplazable. El caminante baja las escaleras que durante el día nunca imaginó ni imaginará bajar, abre la puerta del establecimiento y se interna en un restaurante absolutamente normal: una especie de restaurante libanés con sus hookas y esa iluminación de piedra rojiza que algo tiene de falso atardecer. Los meseros transitan con normalidad, repartiendo platos y fuegos, copas y botellas. Resulta, sin embargo, que allí, entre los jóvenes que terminan de saturar su borrachera, una vieja lee periódicos frenéticamente. Al principio nada parece distinto, se entra y se le nota, los periódicos sobre la gran mesa, especie de suite privada sobre la cual ella se desliza con una naturalidad inicial. El caminante pide unos tragos, se sienta a conversar con sus amigos, hasta que de repente alguien sube el tono y un mesero se acerca, muy gentilmente, para pedir un poco de silencio. No queda claro por qué pero todos sabemos entonces de qué se trata: la dama de los periódicos ha pedido un poco de silencio y comprensión. Eso es lo raro: se sabe que es ella sin que nadie lo declare, mucho menos esos meseros que se mueven sigilosamente como si de un restaurante de lujo se tratase. Y cuando se le mira se le encuentra inmersa en sus periódicos, como si su atención nunca se hubiese visto interrumpida, aislada por completo de la realidad que la rodea. Sólo entonces se le nota nuevamente: los gestos un poco distintos, la mirada frenéticamente arrojada sobre la letra impresa, con ese gesto de Medusa en media noche, rodeada por cierta aura de presencia dislocada. Anacronía no es. No. Es otra cosa, un estar allí entre papeles, un poco sepulta pero en orden, sin dejarse notar, hasta que nuevamente el mesero se acerca, siempre con un tacto extraño, como si siempre fuese la primera vez, para pedir un poco de silencio. Sólo entonces, cuando se le mira nuevamente, se logra vislumbrar la forma en que la luz rojiza ilumina el rostro, ese rostro que todavía muestra rastros de belleza, como si alguna vez ésta le hubiese importado y ahora sólo tuviera que soportarla. Sobreviene entonces el peso del descubrimiento: esa aura ambigua, extraña mezcla de urgencia y ocio, con la que en plena madrugada una mujer lee periódicos a la hora precisa cuando dejan de importar. Los borrachos entonces ríen, como lo hizo mi amiga, y tratan de acercársele, preguntarle algo a esa especie de oráculo olvidado. Los meseros los detienen, con ese tacto que los distingue, y uno, como si no quisiera más, se pone a beber nuevamente hasta llegar a olvidarlo todo. Basta entonces tomar las cosas, salir en abrazos, pedir un taxi y volver a casa, olvidar ese sitio precisamente como lo que fue: un error borracho, un lugar que poco tiene que ver con el día a día, inmerso como está en la más ambigua noche.
II
Yo, sin embargo, vuelvo. Vuelvo al día siguiente y nuevamente a la semana. Redibujo los pasos hasta volver a ver el neón de las luces, las escaleras en descenso y la puerta expuesta en plena noche. Entro y me siento, como si no quisiera nada, precisamente porque nada quiero, sólo sentarme allí y con una copa en frente confirmar todo lo que ya sé: que la mujer anda todavía allí, en la misma mesa de siempre, con la multitud de periódicos extendidos sobre la mesa. A veces llevo un libro o a veces apenas me siento a observar a los borrachos entrar, tomar asiento, fumar un poco y beber más, gastar la noche hasta dejarla exhausta. Mi interés es otro: descifrar el enigma de esa mujer que día tras día frenéticamente lee periódicos como si se jugase la vida. Al principio disperso mis visitas en un afán por disimularlas. Una aquí, otra allá, no más de dos por semana. Artificiosa naturalidad que no termina por convencer a nadie, menos a ella. Al cabo de tres semanas uno de los meseros se me acerca y con cara de conspiración me comenta en susurros: «Extraño, ¿no?».
Me susurra eso y se va, como si no quedara más por decir o como si de alguna manera él trabajase allí precisamente para poder observar la maniobra mejor, noche tras noche, con excusa aceptable y asalariada. Inmediatamente noto mi error: en una esquina un hombre de mediana edad, impecablemente vestido, ejerce una diatriba contra sí mismo en voz alta. Extraño él, me digo en silencio, como corrigiéndome. Ella, sin embargo, ni lo nota: los periódicos la absorben. Y ésa es la cosa: lo de ella va por otro lado, no tiene nada que ver con la furia excéntrica de este hombre que en plena noche ejerce una diatriba como si de una guerra se tratase. No. Lo de ella va por otro lado: más esquivo, más sutil, más invisible. Me vuelvo a verla: con los periódicos desplegados así, la escena tiene algo de cartografía marcial, algo de esas películas de guerra en las que el general despliega su mapa de ataque y comienza a mover las fichas. Sí, hay algo acá de guerra silenciosa.
Entonces me río un poco y como si de un juego de adivinanzas se tratara esbozo una serie de opciones:
(1) Esta señora es la dueña del local que, luego de un arduo día de trabajo, decide informarse de lo ocurrido.
(2) Es una vecina de un apartamento cercano que, incapaz de conciliar el sueño, ha tomado como costumbre y hábito la lectura de diarios a estas horas inusuales.
(3) Está loca.
La lista, arbitraria como es, me da suficiente como para gastar un poco el aburrimiento. Lo fácil, me digo, sería apostar por su locura, dejarlo ahí y ya está. Pero luego una idea me sobreviene: que la locura nunca es una explicación en sí, al menos no exhaustiva, pues siempre queda el hecho de que, en un bar neoyorquino, una mujer que ya borda los sesenta lee periódicos. La locura, como dice mi amigo Tancredo, hay que entenderla dentro de su propia ley. Tampoco me parece sugerente ni posible el que sea la dueña del local. Demasiada lejanía de parte de los empleados. Me intereso por la terca opción, vaga y abierta como toda ficción que toma como punto de partida el insomnio. Mientras alrededor mío, alcoholizadas, las parejas juegan a besos, yo saco una pequeña libreta de cuero rojizo y allí, en la primera página, trazo un título tentativo: Hora Cero. En las páginas que siguen esbozo posibles ficciones que me llevan hasta la imagen que ahora tengo de frente: historias que culminan en la extraña figura de esta mujer que en plena noche lee noticias viejas.
III
En los siguientes meses, mis visitas se vuelven más rutinarias. Las mañanas me las paso en el trabajo, catalogando mariposas para el museo de historia natural, y por las noches, luego de una cena ligera y alguno que otro trago con un amigo, tomo mi libreta y me dirijo al bar. Estos meses me han bastado para que confirme mi intuición inicial: esta extraña figura ha llegado a remplazar una práctica por una idea fija. Ha remplazado mi insomnio usual por una obsesión con esta mujer que ha llegado a representar, para mí, la imagen misma del insomnio. Me alivia, pues, llegar al bar a las diez de la noche —nunca demasiado temprano, nunca demasiado tarde— y encontrarla allí, inmersa entre papeles, dedicada a darle una oportunidad a las noticias del día anterior. Saco entonces mi libreta y me siento a escribir conjeturas ficcionales, historias que siempre acaban en este bar y con esta imagen. Regreso cada noche y al cabo de dos horas tomo el camino de vuelta a casa. Saber que en aquel bar una mujer se afana en rendir tributo al insomnio me permite entonces caer dormido placenteramente. Al día siguiente repito la rutina como si fuese la primera vez.
IV
Al cabo de cuatro meses me siento curado. Ya no sufro de insomnio y, más aún, me he ganado, a fuerza de rutina, un pequeño libro de cuentos en torno a aquello que se ha convertido en mi primera obsesión sana. Con el último punto, convencido de mi triunfo, pido una copa más, a modo de festejo. Luego pido otra y luego otra. Miro a los jóvenes que me rodean y juro que finalmente volveré a su mundo. Le doy una llamada a mi amigo Tancredo y le digo que me espere en el bar de siempre, aquel que queda en la esquina de su casa. Luego, me doy otro trago. Una última copa antes de la verdadera celebración. Entonces, la tentación alcohólica de descubrir la verdad me gana la partida. Curioso, sintiendo en mí finalmente el despertar de una breve alegría, decido cruzar esa frontera invisible que hasta ahora me ha separado de su mundo extraño. Finalmente liberado, insensato y un poco borracho, decido romper la falsa frontera. Ya cercano a ella, sentado en esa mesa hasta entonces prohibida, dejo caer la pregunta que nunca creí enunciar:
¿Por qué los periódicos?
Lo que sigue lo recuerdo como se recuerda en las películas, mediante la pura e ingrata imagen. Recuerdo, o creo recordar, la forma medida y pausada con la que, negando la esperada violencia, su rostro pareció levantarse muy despacio del papel. Sus ojos tenían el tinte vidrioso que ganan ciertos rostros al ser fotografiados digitalmente. Una mirada terriblemente vacía pero no por eso profunda, unos ojos que simplemente se negaban a ser algo más que ojos, mera superficie sin profundidad y mucho menos abismo. Desde ese vacío sin abismo escuché la respuesta que aún hoy, con los cuadernos tirados sobre la mesa, me parece terriblemente pertinente:
¿Y a ti qué te importa?
Aún hoy, pasadas las cuatro, la pregunta parece ser ésa: ¿Y a ti qué te importa? La pregunta siempre es ésa: ¿Por qué decidimos involucrarnos con ciertas vidas y no con otras, por qué en media noche alguien decide rememorar una historia y no otras? Recuerdo que aquella noche no llegué, o no creí necesario llegar a pronunciar una respuesta. Simplemente me disculpé como si de una imprudencia se tratase, guardé la libreta de apuntes y al salir creí revivir una escena pasada: en las afueras de un bar cercano, dos muchachos se enredaban a puños.