Historia de Debora* / Giorgio Bassani

La memoria de ese periodo exacto de tiempo que precedió al parto, que, si bien fue tranquilo y carente por completo de acontecimientos memorables, nunca abandonó a la mujer. Era como si le hubiesen dado a resguardar un secreto; y, no sin estremecerse, con el pensamiento, regresaba a él de tanto en tanto. De tal suerte que, cuando le fue posible salir de la clínica de maternidad, le pareció que caminaba sobre la acera de una manera diferente, iba caminando muy lento y le daba la impresión de que todas las cosas que veía a su alrededor se habían vuelto más añosas y fraternas; lo pensaba con un sentimiento que en ella equivalía a gratitud por el mes que había vivido encerrada, acostada sobre la cama blanca al final de un corredor. Las piernas le dolían un poco porque tenía los tobillos inflamados; y no pensó que fuese inconveniente —David habría usado precisamente esta palabra, con gesto inexpresivo, si hubiese podido estar cerca; pero de él Débora ni se acordó, no logró herirse evocando la palidez de su larga cara aburrida y contrariada—, inconveniente caminar por la calle, abandonándose al llanto dulce e indefenso que sin causa aparente le apremiaba desde dentro.

Y lloraba. Llorando con gruesas y espaciadas lágrimas como le apetecía, a sabiendas de que lloraba por gratitud y no por dolor; sin importarle lo que los transeúntes pudieran pensar de ella, que caminaba sola a lo largo de la acera, sosteniendo entre los brazos a un crío y dejando que las lágrimas cayeran, mojando su carita dormida. No le importaba que la gente se diera vuelta para mirarla. Es más, cuando se detenía, algunos le decían cosas que ella, en el momento, no entendía, porque de inmediato retomaba la marcha. Eran palabras apenas murmuradas de las que solamente comprendió su significado cuando llegó a su casa y repentinamente se le vinieron a la mente, al pasársele la crisis de llanto y mirarse al espejo, sonriéndose a sí misma, gimoteando aún, con alguno que otro sobresalto. Y si bien aquellas palabras fueron palabras de caridad, sintió vergüenza de ellas y se ruborizó, gimiendo por la pena.

Entonces, de inmediato, los ojos se le secaron, cesando por un rato, en ella, la dulce lluvia de sus lágrimas. Luego, también recordó que mientras iba llorando por la calle, le pareció que nuevamente silbaba a su alrededor la lluvia que durante los últimos días de estancia en el hospital, apenas un poco antes de que le vinieran los dolores de parto, había escuchado caer en el jardín de la clínica; y había sido golpeada por una especie de ceguera, los objetos blancos del pasillo nadaban en una extraña neblina, perdiendo todo peso y forma. Unas manos abrieron el ventanal y un viento cálido y ligero, que desde el jardín venía susurrando entre las lúcidas palmeras chorreantes, le envolvió el rostro. Tan dulce había sido el crepitar de las gotas que fue suficiente para colmar cada uno de sus deseos. Se quedó quieta, sin moverse, y ya no se movió hasta el final, mientras escuchaba cómo se maravillaba la monja —pero la voz le llegaba como de lejos, no la alcanzaba— de que no sintiese ni siquiera una necesidad. En ese tiempo, ciertamente, algunos llegaron a sentirse inquietos respecto a ella; acaso el doctor: lo había visto preocupado por su vientre, y esto, más que asustarla, la había perturbado, irritado. ¡Oh, si hubiese podido hablar, moverse!, le hubiera aferrado las manos al doctor, sus tiernas y cuidadas manos de mujer, hubiera intentado decirle que había que ser pacientes y no sentir el más mínimo temor; que había que esperar que todo saliese bien, como debía de ser y como de hecho lo fue; y también hubiese tratado de expresarle la alegría que sentía —continua como la lluvia tibia y torrencial que caía afuera— y su gratitud por todo, para con todos… y sin dejar de llorar suspiraba todavía fuerte de cuando en cuando: como cuando yacía tendida en el lecho blanco al fondo del corredor y tenía el vientre inflamado y se esforzaba por alargar los brazos sin poder abarcarlo, sin estar consciente de ningún sonido excepto el de un tenue y monótono crepitar de gotas.

Pero ahora junio ya había avanzado y el calor resultaba sofocante. El dolor y la vergüenza por las palabras que había dejado que le dijera un desconocido no la abandonaron durante toda esa asfixiante tarde.

Hacia la tarde, el niño, al despertarse, comenzó a berrear, y ella le dio la espalda tratando de mirar, desde lo alto de ese cuarto piso, el fondo estrecho del callejón, oscuro, que le parecía fresco como un pozo. Se volvió con pesadumbre, pero contempló repentinamente sorprendida el envoltorio que apenas se movía en el gran espacio blanco del lecho que parecía recoger toda la luz en esa penumbra ya nocturna. Tenía que correr de inmediato hacia él, darle la mamila mientras lo cargaba entre sus brazos, luego mecerlo, consolarlo, consolarse. Así lo hizo. Al final, sentada sobre la cama, teniendo todavía al hijo contra su seno, velando su sueño, se sintió sorprendida al escuchar el ritmo nuevamente sosegado de la respiración de él. Tenía hambre y ni siquiera se le ocurrió bajar a la lechería de la esquina. La noche se había instalado por completo en esa habitación altísima, sólo una vaga claridad marcaba, en el rectángulo de la ventana, el cielo cubierto de nubes claras y compactas, las últimas en oscurecerse, pero quién sabe desde hacía cuánto tiempo, abajo, en las casas de abajo y en el farol del callejón habían encendido las luces.

Estaba en la penumbra, frente al espejo. Se quiso poner un vestido ligero de verano, estaba confeccionado con una tela que David le había regalado, de pequeñas flores celestes sobre un fondo blanco, que ella con sus propias manos, con mucha angustia por el miedo de echarla a perder, había cortado y luego cosido. El vestido en línea A, muy sencillo, le había gustado a David, ella se lo ponía por las tardes cuando, tomados de la mano, los dos bajaban juntos de esa misma habitación, ella sintiendo crecer a cada escalón de aquellas largas y oscuras escaleras la distracción y la lejanía de David. Era el tiempo en el que David vivía con ella como un esposo porque había roto relaciones con su familia. Casi nunca le dirigía la palabra, se pasaba el santo día recostado sobre la cama leyendo novelas francesas, solamente hacia el atardecer la tomaba de la mano y se adentraban en el Parque Público buscando, entre el denso bosque, el quinqué del vendedor de helados. Era el tiempo en el que ella se vio obligada a decirle de su embarazo y él no replicó, aunque, de alguna manera, la miró de arriba abajo en silencio, triste.

No era fea, si acaso la gravidez la había engrosado tan sólo un poco; en el movimiento que hizo para arreglarse el caballo encrespado se percató, levantando el brazo, que ahora el vestido ya le quedaba muy ajustado, temió romperlo y se desvistió lentamente, con cuidado, y lo volvió a poner en una vieja caja con delicadeza. Luego, cansada, triste y semidesnuda, fue a acodarse sobre el antepecho de la ventana. Y el calor de los techos, que repentinamente le subía a la cara, en la oscuridad, le parecía que iba tomando forma de una manera monstruosa, como alimentado por un fuego escondido. Escuchaba cómo latía su corazón. Ahora parecía que la campiña subía hasta las buhardillas, cediendo apenas a las luces del barrio, era una pútrida campiña podrida que subía, hasta esa ventana, con sus lianas y sus barbas verdes sofocantes. Subían los hedores de los cáñamos podridos, de los arrozales muertos, de los desechos. Se iban elevando las monótonas voces de las ranas, cada sonido de la ciudad era cubierto por esas voces.

 

***

 

Luego, el tiempo volvió a seguir su curso. Debora Abeti a veces sentía miedo. Y así le sucedió durante ese mismo verano. Había regresado a vivir con su madre, regresó a la baja y pobre habitación de polvoriento piso de madera con dos camas gemelas con cabeceras de hierro barnizado en donde había transcurrido su primera juventud; en Via Salinguerra, que es una callejuela tortuosa y desierta donde la hierba crece pegada a los muros de las casas, comienza en un ancho terreno baldío fruto de una antigua demolición y termina transformada casi en camino rural, flanqueada por bajos muros corroídos, con fragmentos de vidrio pegados en lo alto, que limitan interminables huertos de los que, desde la calle, de apariencia citadina, no se sospecharía su existencia.

Se accedía a la habitación —si bien se encontraba situada en la planta baja y la gente que pasaba arrastrando los zapatos sobre el empedrado podía muy bien ver a las dos mujeres inquilinas, sentadas frente a la ventana sobre destartaladas sillas de madera y rafia entretejida, sosteniendo sobre sus piernas telas militares verde olivo y celestes: sobre las mórbidas telas opacas cosían los oros de los grados y de las decoraciones, cosían con hilos multicolores que en hebras sostenían entre los labios o entre el cabello, cuando levantaban la cabeza para hablarse o para observar a los transeúntes, siempre tenían esos hilos pegados al gris de los uniformes—; se accedía a dicha habitación por una escalera doble protegida por un endeble y oxidado barandal de hierro. La puerta, así, quedaba en lo alto, casi debajo del techo, una puertita de madera burda, sin ni siquiera una mano de barniz, los ejes estaban tan llanamente clavados el uno al otro que las cabezas y de las puntas de los clavos no perfectamente aplastadas y remachadas en la madera las dos mujeres las utilizaban para colgar de ellas las toallas, los trapos que servían para limpiar y para la cocina. Justo sobre la puerta, colgando de un brazo de chapa de hierro flexible, una campanita que era repiqueteada desde la calle, bastaba con tirar de un cordón que salía de un agujero del portón para escuchar desde la calle el repiquetear de la campanilla. Y la cuerda colgante invitaba extrañamente a que la gente tirara de ella, cada tanto la campanilla se ponía a gritar y las dos mujeres se sobresaltaban. Los muebles estaban desvencijados y desgastados, apenas Debora entró, desde lo alto de la escalera pudo respirar con pesadumbre el viejo olor familiar, y descendió los escalones despacio, su madre levantó la cabeza de la costura, la miró acercarse sin ponerse de pie, no había asombro en ella, tan sólo una interrogación punzante en sus ojos grises y oblicuos. Se besaron en las mejillas serenamente.

El niño todavía no había sido bautizado. Mientras estuvo en la Maternidad, Debora no se decidía a dar este paso y se quiso esperar (el sentido de gratitud que la forzaba a llorar, del que se había sentido invadida durante esos días, todavía no la abandonaba, y luego le provocó que volviera a pensar en David, con amor y sumisión, sí, era un amor hecho de miedos, un amor secreto que no se podía revelar a nadie, ni siquiera a sí misma); no sabía por qué razón realmente se había esperado. Y cuando le dijo esto a la anciana, ésta se persignó de prisa y le dijo: «¿Estás loca?» y comenzó a persuadirla. Hablaba con arrebato y muy desahogadamente, Debora nunca la había escuchado tan efusiva, tan fue así que, una tarde, brevemente lo discutieron entre ellas y las dos mujeres llevaron al niño a la iglesia. De acuerdo al santo del día le fue impuesto el nombre de Ireneo. Caminaron con una suerte de presuroso miedo encima, para luego regresar a casa caminando despacio, sintiéndose cansadísimas.

Y Debora callaba, agradeciéndole en su corazón a la madre, que la trataba como si ese año de alejamiento hubiese pasado sin dejar huellas. Fue así que desde esa primera tarde las dos mujeres comenzaron a sentirse realmente unidas por vínculos profundos, se hacían compañía dándose de alguna manera ánimo, naciendo, en resumen, una especie de lacónica amistad entre ellas. Ciertamente, a la anciana hasta le parecía que ahora amaba a su hija mucho más, porque la sentía indiferente a todos esos asuntos que en un tiempo siempre fueron el origen de ciertas desavenencias entre ellas. También le parecía que su hija, con el paso de los años, al irse afilándosele la cara, se iba pareciendo un poco a ella (ella siempre había tenido que reconocer con resentimiento, en la fisonomía de Debora —las veces que se reía y descubría entre los gruesos y largos labios unos fuertes dientes blanquísimos—, la pasiva e hipócrita dulzura de aquel que había sido su hombre; sí, solamente se parecía a él, el cuerpo de ella de movimientos displicentes y lerdos, un cuerpo de caderas anchas y de seno estrecho, siempre le había parecido adecuado para llevar un overol azul de mecánico lento: en el cabello encrespado de la hija y en sus manos ásperas incluso en verano ella le veía semejanzas con esa gente que, cuando su estado de gravidez ya se había hecho evidente, veinticinco años antes aproximadamente, no había tenido piedad con ella y la había forzado a huir del pueblo hacia la ciudad. Era de la misma raza terca y maligna a la que también pertenecía su hombre, el mecánico de pueblo de cabello envaselinado y encrespado y con overol azul que la había hecho madre. Y nunca se había podido reconocer en los rasgos de su creatura, hasta que finalmente en esa cara seria y tranquila pudo reencontrar el ansia y la continuación de sus enjutos lineamientos porque Debora ya era una muchacha en paz, y el recuerdo de David no parecía atormentarla en lo más mínimo, mientras que a ella el rencor le secaba los ojos). Y una vez la tomó de la mano y la plantó frente al espejo empañado del armario: eran dos pálidas y demacradas mujeres solas; se observaron sin prisa en el silencio roto por el ronco aliento de la lámpara de carburo.

Algunas veces, Debora —pero sólo muy al principio— se quedaba impactada por la excesiva dulzura y por la abierta franqueza de su madre. Una noche que le contaba sobre ella y decía:

«¿Puedes creer que no quería casarse conmigo? Tú tendrías cinco años cuando él venía a menudo a la ciudad, siempre estaba aquí en la casa. Se sentaba donde estás sentada ahora, todavía me parece verlo. Siempre con su camisa celeste, y el cabello, nunca se lo peinaba, siempre lo traía alborotado como el tuyo». (Aquí se detuvo un momento para observarla enternecida), y agregaba:

«Sentía una gran pasión por la moto, creo que venía a la ciudad para hacerse sus quince y quince, son treinta kilómetros los que hay de la ciudad al pueblo, si no era tanto que viniera aquí por mí, treinta kilómetros cabalgando sobre esas malditas ruedas. Y una noche que llovía se empapó por completo y se enfermó de pleuresía, eso fue lo que me dijeron, y ya no volví a saber nada de él. Ni siquiera me hizo saber que andaba por un pueblo de los Alpes, nunca me hizo saber nada». (Calló nuevamente y se quedó pensando), luego prosiguió:

«Era de oficio mecánico, a lo mejor aprendió a hablar como los vénetos»; y sonreía un poco, encantada, entonces Debora se levantó de un salto y se arrojó de bulto sobre la cama. La anciana de inmediato corrió hacia ella y con la voz quebrada por la consternación le decía como si quisiese aliviarle una pena (la hija había escondido el rostro entre sus dos palmas abiertas):

«Vamos, no llores», jadeaba, «no llores, hija mía, niña mía, también he sufrido por ti, todas somos iguales… no debes…», pero la voz se le quebró a media garganta, Debora sorprendida levantó el rostro, la miraba con las mejillas secas, despreciándola, llena de aburrimiento.

Luego, también y de manera inesperada, le disgustó escuchar cómo pronunciaba su nombre, que dijera simplemente «Debora». Le parecía ridículo que fuera tan poco común. Incluso llegó a quejarse de esto con su madre. Pero la anciana se echó a reír sin responder nada, como si esa perorata la hubiese trasladado a cosas lejanas de las cuales solamente ella había sido partícipe, y por lo tanto solamente ella podía dar razón de lo sucedido. Y al volver a pensar en el nombre de su hija, Debora, continuó sonriendo largamente para sí. Se le había ido metiendo la idea de que pudo haber previsto desde el principio todo lo que le había sucedido a su hija porque ella, en su vida, ya lo había experimentado de alguna manera. Quizá debió oponerse con todas sus fuerzas al curso de los acontecimientos. Y, no obstante, sonreía. Y su sonrisa gradualmente se iba haciendo más dulce, con una emoción ansiosa (que a Debora, en otros tiempos, le hubiera parecido insoportable), con el hecho de pensar que la juventud de su hija era tan semejante, en un cierto sentido, a la suya; y, mientras tanto, compadeciéndola, se compadecía a ella misma. Ahora le parecía verse reflejada en Debora.

Y, acaso por esto, nunca sintió la fuerza necesaria para reprocharle a la muchacha lo que había hecho. Además, cuando en los primeros tiempos quería aliviar los momentos de abatimiento de Debora (que en verdad eran escasos, y no era que el recuerdo de David la atormentara, se había ido olvidando de él con una facilidad que la asombraba; sino más bien era cuando sin pensamientos y memoria, melancólica, dejaba de coser y fijaba absortamente la mirada en el azul intenso de la ventana, sin llorar, pero con la cara petrificada), entonces, hablar de David, hablar del niño sugería en la voz de ella, anciana, una involuntaria súplica de cruel complacencia. No había por qué desesperarse —decía— por lo que había sucedido; el niño ya estaba allí y había que quedárselo. Sentenciaba, en este punto, con algún proverbio. Algunas veces repetía con intención:

«También es hijo de un señor, ¿no?», y fue realmente sólo gracias a esta frase pronunciada para otros efectos —no, jamás se volvería a ir con él, si por la calle hubiese visto aparecer de lejos el abrigo de falsa piel azul o el impermeable pegado a la cintura de David; si David, al pasar junto a ella en la acera le hubiese rozado el codo, ella hubiese continuado su camino con la cabeza gacha, segura de no haber sido reconocida—, sólo gracias a esta frase, que Debora pudo volver a pensar otra vez en David con cierta intensidad, lo recordó con viveza, y contra el vidrio de la ventana le pareció ver reflejado el largo y pálido rostro de caballo triste que él tuvo en los últimos tiempos de su relación. No, no le hubiera pedido ni un céntimo, no lo habría molestado. Para esto, habría tenido que escribirle, hablarle, ¿pero, qué tenía que decirle a esa cara larga? Se acordó de la barba de ocho días que él se había dejado crecer, de cómo se quedaba todo el tiempo recostado en la cama, sudando, leyendo novelas francesas.

Pero la anciana no entendía, y cuando pasó un poco de tiempo y se habituó a no asombrarse de los repentinos arranques de aburrimiento y de intolerancia de su hija —siempre silenciosos, miradas frías y cansadas, gestos de desprecio— reía libremente sola, sin malicia, en el fondo. Y Debora había dejado de sufrir en su orgullo por esta risa que ahora veía descubierta y evidente, ya no tácita y secreta como la que alguna vez había sido habitual en su madre; es decir, ahora la sentía dirigida a obstruir en el corazón de la anciana ese remanente de dolorosos recuerdos, de antiguos sueños que otra vez tornaban tenazmente para hacerla sufrir. Y por ella también había conquistado una piedad nueva que la volvía sensible. Porque aquella era una risa que no la tocaba más que de rebote, débilmente, pareciéndole incluso inútil y vana, era como si le hubiese sido dado divisarla extender los labios delgados y secos de la madre más allá de una lúcida estela de vidrio que, aunque había sido elevada para separarlas, hubiese acabado por unir a madre e hija a un único destino.

Así, luego del esfuerzo de esa risa, la anciana parecía entristecida y serenada. Suspiraba, en la noche, cuando sin levantar aún los platos sucios de la mesa se quedaban viendo con ojos extraviados la lámpara de acetileno colocada en el centro de la mesa, y en el fresco y agudo olor del carburo las dos mujeres advertían una leve embriaguez darle peso a la cabeza que sostenían entre el hueco de sus manos. Suspiraba, devolviéndole la vejez una cierta facilidad para conmoverse y para sentirse sola, cuando ya Debora comenzaba a bostezar y se preparaba para meterse en la cama.

La cama situada al lado de aquella en la que Debora y el niño ya dormían juntos, permanecía durante largo rato intacta hasta ya muy entrada la noche, la flama sobre la mesa silbaba, bifurcada, arrojando a su alrededor una blanca luz vacilante.

Una noche que Debora se había quedado largamente en silencio sin poder dormir, sintió que la anciana se levantaba repentinamente de la cama. La vio agachada con el rostro ansioso, intentando encender la lámpara para luego irse a mirar en el espejo y acariciarse las sienes, para ver su pobre cabello estirado, escaso, completamente gris. 

 

Traducción del italiano de María Teresa Meneses

 

 


*   Fragmento del relato «Historia de Debora», incluido en la antología inédita Una ciudad de llanura, que Giorgio Bassani escribió en 1940, a dos años de que las leyes raciales en Italia cancelaran los derechos ciudadanos de la comunidad judía, razón por la cual el escritor ferrarés tuvo que firmarla bajo el pseudónimo de Giacomo Marchi.

 

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