Himno a la alegría [fragmento] / Shifra Horn

Y la vida ha vuelto a la normalidad.
     ¿Qué clase de vida y qué tipo de normalidad?
     A pesar del absurdo cliché, me gustaría poderlo aplicar a mi vida, pero desde la convulsión por la que pasé esa mañana del domingo 20 de enero de 2002 mi vida no ha sido la misma, y la nueva, la que me fue impuesta, no podrá volver jamás a la normalidad.
     «Un milagro», así es como los extraños definen por mí ese momento, ese instante de mi vida en el que todo se desmoronó. Pero incluso la gente cercana a mí trató de evitarme el horror y rehusó llamarle «espada» a la espada, como si incluso la mención de la palabra amenazara a la vida misma. Emplearon una extraña diversidad de nombres sustitutos. Nechama, mi amiga psicóloga, recurrió a su léxico profesional y al hipercargado término «trauma»; «el accidente» fue suficiente para mi madre; Luisa, mi colega investigadora, usó las palabras «el desastre»; el profesor Har-Noy, jefe de nuestro Departamento de Antropología y Sociología, habló acerca de mi «enfermedad», y por alguna razón u otra mi esposo, Nachum, le llamó «el episodio», mientras yo misma aún sufro la angustia de «ese día».
     Desde «ese día» se ha fracturado mi sentido del tiempo. El anterior se desvaneció en el cielo en medio de una columna de humo. Sus latidos se debilitaron hasta la desaparición, y su lugar fue ocupado por un nuevo tiempo, que se burla de los principios de orden y organización y perturba la división normal en años y meses, día y noche, horas y minutos. Y esta nueva división del tiempo hace mofa de mí y se mide a sí misma en unidades que no pueden ser medidas por instrumento alguno. Desde «ese día» años largos se han reducido a momentos fugaces y lo que tuvo lugar en un instante nunca me abandona y en mi memoria figura como una eternidad.
    
Mil años atrás, el sábado previo a «ese día», la alarma del reloj interrumpió mi sueño. Me incliné por encima del dormido cuerpo de Nachum para alcanzar el despertador y mi mano tumbó el vaso de agua que él religiosamente coloca en su buró noche tras noche. El agua se escurrió y fue absorbida por las páginas del suplemento semanal que estaba tirado en el suelo, al lado de la cama. Cogí el reloj e interrumpí su repique, y con la piel erizada por el frío me apresuré a levantarme, tomé el pesado diario, empapado de agua, con las páginas pegadas entre sí, y lo colgué a secar sobre las todavía frías costillas del radiador. Chillidos y gruñidos salieron de éste, diciéndome que el agua caliente estaba aún en camino, ascendiendo tenazmente desde las ardientes entrañas del calentador ubicado en el sótano, a través de los ocultos tubos profundamente enterrados en las paredes, hasta el tercer piso y hasta nuestro departamento, desplazando agua fría y burbujas de aire en su largo viaje. Las tuberías de la calefacción que corren por debajo del piso gimieron y se estremecieron con el suave sonido del gorgoteo, como una cálida promesa de que secarían el periódico antes de que Nachum despertara. Prendí la luz del baño y un débil rayo de luz se deslizó hasta el suelo del dormitorio y deshizo las negras sombras de la oscuridad de mi clóset, mostrando mis ropas ordenadas. Cogí unos jeans y la camisa de franela a cuadros que Nachum odia y luego metí la cabeza debajo de la cama tanteando con mis manos la oscuridad hasta alcanzar las botas para caminar. Batallé con uñas y dientes con la maraña de ganchos y agujetas, y luego fui de puntillas a la cocina a hervir una jarra de café que bebí demasiado rápido; el oscuro líquido me quemó desde la garganta hasta el estómago. Cuando oí a Luisa tocando el claxon coloqué la taza caliente en el fregadero, corrí a la recámara y con los labios quemados por el café hirviente planté un sonoro beso en la frente de Nachum. Masculló algo acerca de que estaba arruinando su día de descanso y se volteó, recordó algo de pronto y su cabeza apareció de entre un montón de cobijas: «No olvides apagar la luz de la sala cuando salgas», murmuró. Corrí al cuarto de Yoavi. Él estaba durmiendo igual que mi padre: con los párpados entreabiertos, mostrando el blanco de los ojos. Acerqué mi nariz a su mejilla, rojiza por el contacto con la cama, aspiré su dulce fragancia de bebé y me dispuse a salir de casa. Entonces recordé que había olvidado apagar la luz de la sala, regresé, la apagué y bajé los escalones de dos en dos. Un viento frío me golpeó al salir y pude ver el cielo oscuro sobre las cimas de los cipreses que parecían inclinar sus cabezas y susurrar entre ellos como si chismorrearan sobre mí con el crujido de sus ramas.
     La hermosa Luisa salió rápidamente del auto y sus pulseras me dieron la bienvenida con una tonada peculiar. Se tambaleó al acercárseme en sus altos zapatos de tacón, abrió los brazos y me metió en ellos mientras yo miraba sus zapatos: «¿Así es como vas a visitar un campamento beduino y escalar montañas?». Con una voz de niña consentida respondió que quería sentirse hermosa incluso en un viaje de trabajo de campo, y además, que no sabía a quién pudiera conocer. Me puse a su lado, agradecida de que me hubiera convencido de ir con ella, porque, como me dijo en el teléfono: «Tienes que alejarte un poco de tus extremadamente religiosos judíos y de toda su muerte».
     Como dos jovencitas inexpertas embarcándose en la aventura de sus vidas nos reímos nerviosamente y escuchamos la estación de radio del ejército, uniéndonos a los cantantes a todo pulmón. El cielo gris, tormentoso, amenazante, quedó detrás de nosotros y fue engullido por las montañas. Poco a poco aparecieron en el cielo pequeñas grietas de luz hasta que un brillante firmamento azul se abrió completamente para nosotros y un invernal y tímido sol entibió mi brazo, que descansaba sobre la ventana de la puerta del auto, y dije: «Qué bueno fue haber salido de Jerusalén; ese pueblo me ha estado deprimiendo mucho últimamente». Y así, entre más conducíamos, Jerusalén se desvanecía a lo lejos, detrás de nosotros se perdían los edificios de piedra, se borraron los misteriosos callejones y las tumbas y los fantasmas de los muertos.
     El auto de Luisa se deslizó por las cintas de asfalto, parcialmente cubiertas por el aluvión de las recientes inundaciones. Ante nuestros ojos ondulaban como senos jóvenes las colinas redondas cubiertas por el verdor provocado por la lluvia tardía y los angostos caminos creados por los miles y miles de años de las afiladas y duras pezuñas de los rebaños. Pensé que era una pena que Yoavi no estuviera conmigo. Seguramente se habría deleitado con las ovejas en las colinas, que a lo lejos parecían sólo pequeños puntitos blancos. Comencé a tararear su canción favorita: «¿Qué hacen los árboles? Crecer», y cuando llegué al verso «¿Y qué hacen las ovejas?», al que se responde «Polvo», Luisa preguntó qué era lo que estaba cantando. Yo repetí las palabras y ella se rió, satisfecha.
     De pronto, el paisaje se volvió más escarpado. Riscos de puntas filosas aparecieron encima y alrededor de nosotras, por todas partes, y rocosos cráteres abrieron sus áridas, serradas mandíbulas. El Mar Muerto estaba ante nosotras, aceitoso, respirando pesadamente, y el olor de su aliento era el aroma del azufre que había llovido siempre sobre las ciudades del pecado. El vapor se levantó de la tierra como el humo de un horno caliente y la dispersa vegetación apenas se aferraba a la tierra maldita que cubre las ciudades destruidas, y la esposa de Lot miró desde arriba, fosilizada y rígida. Pensé en la maldición que pesaba sobre este lugar, «Porque su pecado es sumamente grave», y las palabras de Abraham resonaron en mis oídos: «¿Destruirás tanto al justo como al impío?». Le dije a Luisa que Dios hizo bien cuando convirtió a la esposa de Lot en una estatua de sal. A veces es mejor fosilizarse que atestiguar lo peor.
     Los riscos se levantaron todavía más, como en un ruidoso crescendo llegando al clímax; desde todo lo alto clavaron una furiosa mirada sobre nuestro pequeño auto mientras éste se deslizaba entre ellos a lo largo de sinuosos caminos, y amenazaban con derribarnos junto con piedras y rocas, y con piedras y rocas sepultarnos. Se hizo un repentino silencio debido a que el volumen de la radio disminuyó casi hasta la desaparición, y Luisa gruñó, ofendida: «La radio siempre se me muere justo aquí», dijo, mientras escaneaba en busca de estaciones, con sus pulseras tintineando, y una estación tras otra se iba sintonizando, pero sólo para inundar el auto con el ruido estridente de la estática. La vi luchando contra las elusivas notas y quise decirle que la envidiaba, pero no lo hice. Envidio esa ligereza suya, su sonrisa perpetua, que se ve tan contenta, hermosa y elegante incluso en un viaje de trabajo de campo. Sentí que Luisa me había invitado a acompañarla en este viaje por piedad, y el veneno empezó a quemarme por dentro al comparar su tema de tesis con el mío. No tenía ningún pretexto para ir tan lejos con ella, porque mientras Luisa va a los espacios abiertos del desierto del Néguev en sus altos zapatos de tacón yo deambulo por los fantasmales campos funerales de Jerusalén, como Sanhedria, el Monte de los Olivos y Givat Shaul —el Monte del Descanso—, con mi ropa modesta y zapatos que se hunden en el lodo y las pilas de estiércol de los callejones de los barrios ultraortodoxos de Jerusalén. Como alimentándome de carroña visito las morgues, aguardando los funerales y perfumándome con las lágrimas de mujeres llorosas en sitios asfixiantes, tratando de persuadir a los estudiantes de yeshivá, que estudian la Torá y el Talmud, quienes no se atreven a devolverme la mirada, de que hablen conmigo. Estoy tentada a culpar de algún modo a Nachum por la elección de este depresivo tema de las costumbres del entierro y el luto en Jerusalén, porque de no haber sido por él ciertamente yo hubiese escogido un tema exótico y viajado alrededor del mundo, recorriendo grandes distancias para estar entre tribus lejanas y misteriosas, y mis estudios antropológicos hubiesen sido publicados en la literatura profesional y serían historias magníficas de interés humano. Pero debo admitir que si mi padre no hubiera decidido ser sepultado en el Monte de los Olivos yo nunca hubiera escogido este tema.
    
Me había preparado para su muerte por muchos años. Había imaginado dónde me colocaría en su funeral, me había preguntado si miraría la tumba mientras lo sepultaban, cuáles flores le llevaría, y si lloraría, y cuáles lentes oscuros me pondría y cuál blusa vestiría para la rasgadura ritual. Había aprendido versículos de la Biblia para recitarlos en su memoria, al lado de su tumba, ya que ese libro había sido tan amado por nosotros dos. Pero nada me preparó para lo que realmente pasó. Antes de que partiera la procesión funeraria un hombre vestido de negro se me acercó con una navaja de rasurar, cortó el cuello de mi blusa y me pidió que ampliara la abertura con mis dedos, lo cual hice, y de inmediato supe que esa desgarradura, que simbolizaba la ruptura de mi mundo interior, nunca sanaría. Entonces la gente de la organización funeraria Hevra Kadisha me dijo que debido a «la prohibición Joshua Ben Nun» yo, la hija del difunto, tenía prohibido unirme a la procesión desde el inicio, y que tendría que quedarme atrás. Pedí una explicación pero sólo me dijeron vagamente que ésa era «la costumbre de Jerusalén».
     Tan pronto como el cuerpo de mi padre, envuelto en un raído chal de oración, fue descargado de la carroza fúnebre y colocado en una camilla estrecha, la gente de Hevra Kadisha se abalanzó sobre él con ojos parpadeantes y barbas desordenadas. Y yo, con mi blusa de cuello rasgado, fui detrás de ellos. Pero ya estaban muy lejos de mí, llevando el cuerpo de mi padre en una frenética carrera hacia arriba de la colina, cubierta con lápidas nuevas y con otras ya derruidas. Y yo, sin aliento, corrí detrás de ellos, rogándoles que fueran más despacio, más despacio, que pararan, que me esperaran y esperaran a las otras dolientes, pero ellos se mantuvieron firmes, corriendo, corriendo, y pude ver sus espaldas subiendo y bajando, y pude oír sus pies azotando las rocas al unísono, cronch-cronch-cronch. Y el cuerpo de mi padre fue sacudido una y otra vez de arriba abajo, como si lo estuvieran molestando intencionalmente, y entonces un marchito brazo casi se sale del sudario y yo, respirando pesadamente, les rogué: «Judíos, respeten la muerte, ¿a dónde van tan rápido?», pero no se dieron cuenta, no se enteraron.
     Lejos de mí, detrás de mí, mi madre y Nachum encabezaban el grupo luctuoso que había sido abandonado atrás, caminando despacio como por despecho, como si estuvieran dando un paseo en la tarde del sabbat.
     La gente de Hevra Kadisha condujo la ceremonia y finalmente, cuando todo había acabado, uno de ellos colocó una pequeña piedra en el túmulo y lo escuché decir en plural: «Rogamos por tu perdón, tal vez no lo hicimos todo en tu honor». Quise gritar que pedir perdón no era suficiente. Que ésa no era la manera de tratar a mi padre. Pero ellos ya estaban ocupados diciéndoles a los dolientes que se colocaran en dos filas, y mi madre y yo caminamos por entre ambas, y ellos murmuraron: «Dios las consolará junto con los otros deudos de Sion y Jerusalén», y yo en realidad pensé en la danza infantil «Tenemos un macho cabrío», y cómo solíamos bailar, una pareja tras otra, dando saltos entre las dos filas de niños que cantaban «¡Tenemos un macho cabrío! ¡Tenemos un macho cabrío y el macho cabrío está barbón!». Contuve una sonrisa y grabé las columnas de gente en mi memoria, tomando nota de quienes estaban presentes y los que estaban ausentes, y los ojos como de borrego de Luisa me siguieron. Ella dejó la fila y vino a tomarme en sus brazos, y yo palmeé su hombro, como si fuera yo quien la tuviera que consolar a ella, y dije: «Estoy bien, estoy bien, no te preocupes».
     Luego de dejar el cementerio, cerca de la fuente, uno de esos hombres vestidos de negro que habían estado corriendo con la camilla vino hacia mí, y con ojos amables, puros como los ojos de los niños que jamás han visto mal alguno en el mundo, me sonrió al decirme que yo debía lavarme las manos tres veces y no secarlas. Le pregunté cuál era el sentido de esta costumbre y respondió, divertido: «Disipar los espíritus malignos». Le dije que no creía en esa clase de sandeces, pero de cualquier modo me las lavé tres veces, píamente, y con las manos mojadas les indiqué a Nachum y a mi madre, quienes estaban esperándome cerca del puente, que tardaría un poco más. Por poco seco mis manos en la blusa, y sólo entonces me impactó darme cuenta de que en honor del funeral, por alguna razón, había usado mi elegante blusa de seda negra y no la vieja camiseta que uso en las noches y que había planeado tirar en cualquier oportunidad. De nuevo el hombre vestido de negro me dirigió su pura, casi infantil sonrisa y dijo: «Que no conozcas ya más tristeza». Le dije que quería hacerle una pregunta más y respondió: «Con gusto», y le pregunté por qué tenían ellos que correr tan rápido con la camilla mortuoria y contestó: «La tradición de Jerusalén». Le pregunté cuál era el significado de esa tradición y él balbuceó y se sonrojó y bajó los ojos, mirando sus zapatos, cubiertos de lodo, y musitó: «Se debe a una gota de odio». Desde luego le pedí una explicación, y me dijo que un hombre derrama gotas de odio durante el curso de su vida, y que si los hijos de los muertos vienen a la tumba a llorar a su padre los hijos de las gotas de odio desearán también venir. Millones y millones de ellos rodearán al muerto y le exigirán su parte de la herencia, y pondrán así en peligro su situación en el siguiente mundo. Le dije que no entendía y me explicó: «Se trata de los hijos sin cuerpo». Le pregunté su nombre y respondió: «Yosef Warshavsky, mucho gusto», a pesar del hecho de que yo no le había dicho mi nombre.
     Cuando fuimos al cementerio el trigésimo día después de la muerte de mi padre, pregunté por él y me dieron el número de teléfono de Hevra Kadisha en Jerusalén. Durante nuestra conversación le recordé nuestro encuentro en la fuente que está a la salida del cementerio y luego de pensarlo un momento dijo: «Sí, sí te recuerdo», y yo sospeché que mentía debido a su amable temperamento; después de todo, él ve demasiada gente afligida todos los días. Le dije mi nombre y que estaba interesada en los rituales de entierro y luto en Jerusalén, y le pregunté si podía hablar con él sobre el tema en extenso, por una investigación en la que estaba metida en la Universidad y respondió: «Desde luego, claro, pero primero tengo que hablar con el jefe», y me sorprendí de escucharlo decir esa palabra. Le dicté mi número telefónico y él prometió hacer algunas consultas y buscarme. Me llamó al siguiente día y solemnemente anunció que estaba invitada a ir y hablar con ellos. También prometió que me notificarían las fechas y los horarios de los funerales para que pudiera asistir, e incluso me daría un pase especial para entrar a los cuartos de purificación de los muertos. «Y yo que creía que eran una
cerrada sociedad secreta», le dije a Warshavsky, quien fue mi primer contacto profesional con ellos. «Es cuestión de relaciones públicas», replicó, «Hevra Kadisha tiene una mala imagen en el mundo secular. Nos dicen cuervos y pregonan que nos hacemos ricos gracias a los muertos».
     Esa misma semana fui a ver al profesor Nar-Hoy y le dije que había encontrado un tema para mi tesis doctoral, y le repetí lo que nos habían enseñado en el departamento, que la manera en la que las naciones se ocupan de sus muertos ofrece una clave para entender los valores básicos de su cultura. El profesor hizo una ligera mueca y se preguntó en voz alta cómo una chica tímida y sensible como yo lidiaría con ese altamente cargado tema; asumió que la muerte de mi padre estaba probablemente relacionada con esta elección y sugirió que podría ser mejor que esperara un poco, hasta que la crisis del luto hubiera pasado y entonces estuviese lista para elegir, con buen y sano juicio y con la debida consideración, un nuevo tema. Pero no cedí.
    
De pronto Luisa interrumpió y revolvió mis pensamientos. «¿Sabías», me dijo, «que de acuerdo con la leyenda beduina, Agar, la madre de Ismael, se circuncidó a sí misma y desde entonces se convirtió en una práctica común entre las tribus beduinas?». «¿Y qué dice el Corán sobre eso?», pregunté. «En el Corán mismo no se hace mención de la circuncisión femenina. Sólo el llamado del profeta Mahoma, quien nació circuncidado, a sólo circuncidar a los hombres. Hay una referencia indirecta a la circuncisión femenina en la ley no escrita, en el hadith, que se atribuye a Mahoma, que afirma que “la circuncisión es obligatoria para los hombres y opcional para las mujeres”. Lo creas o no lo creas», añadió con los ojos fijos en la carretera, «todas las culturas que deforman el núcleo de la feminidad de una mujer creen que en última instancia están protegiendo a las mujeres de sí mismas», y agregó que la remoción de una parte central del deseo sexual de una mujer debería mantenerla alejada de sostener relaciones sexuales prohibidas, particularmente si su esposo tiene muchas esposas o hace largos viajes por mucho tiempo. «En algunas sociedades tribales las relaciones extramaritales pueden terminar en el asesinato de la mujer para preservar el honor de la familia». Entonces me contó del doctor Isaac Baker-Brown, presidente de la Sociedad Médica de Londres en los años 1850, quien, al final del siglo xix, recomendaba la clitoridectomía como remedio para la histeria o la melancolía en la mujer.
     Y miré su hermosa cara y sus manos como de marfil blanco, y el ojo de mi mente pudo leer los largos artículos escritos sobre ella y su investigación, y pude verla situada en el escenario de los congresos antropológicos internacionales, y pude oír su voz hablando con un suave y sensual acento francés, y sus pulseras acompañando sus conferencias con un suave y cautivante cascabeleo.
     Y una vez más pensé en mi propia investigación, y supe que no me aguardaba la fama eterna.
     Arribamos a Beerseba muy pronto y nos estacionamos al lado de un edificio bajo, con el enjarre desgajándose, rodeado de escasa y gris vegetación desértica, con un letrero polvoso que decía «Organización General para el Mantenimiento de la Salud». Tocamos el timbre y un guardia de ojos cansados nos abrió la puerta y nos preguntó con un pesado acento ruso: «¿Qué desean? Está cerrado hoy. Sabbat. ¿A dónde quieren ir?». Luisa le mostró de inmediato su deslumbrante sonrisa, agitó sus exuberantes rizos e hizo sonar sus pulseras especialmente para él. Vi cómo el adusto semblante del guardia se suavizaba. Revisó superficialmente nuestros bolsos y nos indicó que subiéramos al segundo piso, donde Luisa tocó con sus dedos a la puerta de la que colgaba un pequeño letrero, escrito a mano con letra desigual: «Dr. Khalil Abu-Yusuf». La espalda del doctor Abu-Yusuf se hizo visible entre los estribos de la mesa ginecológica, una oscura y calva cabeza se volvió en nuestra dirección y unos confundidos ojos negros se posaron en nosotras. Una profunda cicatriz, con puntadas hechas descuidadamente y que había sanado dejando bultos oscuros, cruzaba su mejilla. Al parecer notó mi mirada, pues cubrió la cicatriz con la palma de su mano y se levantó. Luisa danzó hacia la mesa delicadamente, se le acercó, le estrechó la mano y le dijo: «Luisa Amir. Ya hemos hablado antes. Usted es amigo de Yael Maggid, un colega mío del departamento», y sus pulseras tintinearon alegremente. Él se levantó de su asiento, la silla de doctor, acercó otra silla, me hizo un gesto para que la tomara y preguntó que si queríamos café. Nos negamos amablemente y él se paró a nuestro lado, como apenado, y Luisa le preguntó: «¿Y usted? ¿No se va a sentar?». Él lo pensó un momento, hizo a un lado los estribos metálicos de la mesa y con cuidado se sentó en ella, lo que me hizo recordar que desde que tuve a Yoavi no había visto a mi médico. El doctor Abu-Yusuf miró las baldosas del piso y se quedó callado, y nosotras también nos quedamos calladas hasta que Luisa finalmente dijo: «¿Recuerda nuestra última conversación?». Él se apresuró a interrumpirla y dijo, incluso antes de que se lo preguntáramos, que había visto su último caso de circuncisión cerca de dos años atrás, cuando una joven mujer acudió a él para dar a luz a su primer hijo.
     «¿Y desde entonces no ha visto pacientes que hayan sido sometidas a la circuncisión?».
     El doctor bajó de nuevo los ojos y sus dedos comenzaron a golpear las correas de cuero de la mesa. Finalmente contestó que la práctica aún existía en algunas tribus, principalmente aquellas que se originaron en la región del Nilo, pero que hoy la circuncisión femenina entre los beduinos era menos severa y casi indetectable, limitada al «arreglo» de la altura del punto de encuentro de los labios menores. Luisa le pidió que le mostrara una fotografía de unos genitales femeninos que hubieran sido circuncidados, dado que ella había escuchado que él contaba con esa imagen en su poder, pero él se disculpó tímidamente, frotándose los dedos, y dijo que no recordaba dónde la había dejado. Pero Luisa naturalmente no iba a rendirse y le rogó diciéndole: «Pero hemos venido hasta acá para ver esa fotografía». Él se encogió de hombros, indiferente, y yo me alegré de que Luisa, quien estaba acostumbrada a obtener lo que quería inmediatamente, enfrentara una negativa. Ella lo miró fijamente y le pidió: «Al menos dígame de qué tribu es la mujer», y sin mucho entusiasmo él concedió: «Abu Madian». Luisa levantó los ojos y le pidió que le dibujara un mapa, y él dijo que según recordaba la tribu se había ido al norte, pero que bien podía ser que algunas familias se hubieran quedado, y preguntó qué clase de auto traíamos porque sólo un Jeep podría llegar al campamento. Entonces tomó una receta médica decorada con dibujos de úteros, ovarios y trompas de Falopio, dibujó un mapa al reverso y nos dijo que si llegábamos al campamento preguntáramos por Umm Mohammed, quien sin duda cooperaría.
    
El auto, usado para viajar sobre caminos de asfalto, gimió y gruñó y derrapó sobre las rocas a lo largo de una vía que se enrollaba en el desierto, y un desértico polvo rojizo se posó sobre el parabrisas, adornándolo con patrones caprichosos. Dos tiendas aparecieron a la distancia, en un pequeño barranco, y le dije a Luisa que para llegar ahí tendríamos que ir a pie, señalando en el mapa un camino retorcido que nos había dibujado el doctor al reverso de los úteros y los ovarios. Niños descalzos y harapientos aparecieron de repente en el barranco y corrieron hacia nosotras, seguidos por nubes de polvo amarillento levantadas por sus pies desnudos. Les preguntamos si ésa era la tribu Abu Madian y ellos asintieron y nos llevaron a una de las tiendas. Los guijarros rechinaron y crujieron bajo nuestros pies en el wadi, el arroyuelo que desde hacía mucho se había secado, y Luisa, con sus pulseras sonando como tubos de viento, torpe en sus tacones altos, tropezó detrás de mí, gritó «Merde!» y se los quitó, comenzó a caminar lenta y dificultosamente con los pies desnudos, quejándose y maldiciendo cada vez que pisaba una espina o una piedra afilada. Yo me regodeé. Su cotidiana manera de andar, el paso seguro, ligero, elegante que hacía que los hombres volvieran la cabeza, era ahora un esforzado gateo, y las plantas de sus blancos y bien cuidados pies estaban cubiertas de polvo.
     En la gran tienda, como dijo el doctor, se encontraba Umm Mohammed, sentada en un cojín rojo, chupando el humo de la boquilla de una de esas pipas llamadas narghileh. Su cara morena con profundas arrugas recordaba un antiguo pergamino estriado. Me recordó una fotografía de una vieja mujer india en uno de mis libros de texto. Sus quijadas y mejillas estaban profundamente hundidas en su boca ajada y sin dientes, y su barbilla, de la que brotaban algunos pelos blancos y largos, sobresalía angosta y picuda. Dejó la boquilla de la pipa y gritó: «Tfadalu, tfadalu!», y nos llevó a una salita en una esquina de la tienda con tapetes de pelo de camello y nos convenció de que nos relajáramos en los grandes y coloridos cojines que decoraban las esquinas.
     Me acomodé en uno de los cojines y Luisa se sentó a mi lado. Con ojos tristes revisó las lastimadas plantas de sus pies, y en un árabe-judío trastabillante, aprendido en la casa paterna, comenzó a platicar. Umm Mohammed respondió con un «Hamdulillah» y añadió en hebreo: «Así está bien». De nuevo Luisa se enganchó en una inocua charla y la anciana contestó con una sonrisa, y una vez más admiré la paciente y profesional manera en la que Luisa realizaba su trabajo de campo. Después, luego de un largo silencio, Luisa hizo una pregunta y la anciana se inclinó hacia nosotras tal como lo hacen quienes padecen problemas auditivos y luego se rió nerviosamente y dijo en hebreo: «No entiendo». Luisa repitió la pregunta en voz alta.
     Instantáneamente la anciana mudó su expresión sonriente, su cara se puso rígida y agitó los brazos, y con un fuerte grito mandó salir de la tienda a las dos jovencitas que habían estado mirándonos detrás de la cortina, cubriendo sus bocas con sus manos tratando de disimular su risa. Después la anciana pareció retirarse a las profundidades del cascarón de su piel marchita, con sus mandíbulas desnudas moviéndose como si estuvieran masticando constantemente. «Taher el-banat», musitó, «purificación de niñas. Ahora ya no lo hacen. Alguna vez lo hicieron. Alguna vez lo hicieron a todas las mujeres beduinas», continuó, mientras Luisa se apresuraba a traducirme en un murmullo.
     «¿Cómo se lo hacían?», preguntó Luisa, con los ojos fijos en el tapete como para no avergonzar a la anciana.
     «Así», dijo la vieja, y sin ningún asomo de pena se levantó el vestido hasta sus caderas, revelando un par de piernas oscuras, resecas como pasas, y separó sus rodillas, exponiendo un sexo caído y casi sin pelo, y pasó un cuchillo imaginario por entre sus piernas. «Así», repitió, y añadió: «Necesitas una navaja de rasurar», y con su ruda mano tomó repentinamente uno de los delgados talones de Luisa, me hizo un llamado con el codo y me hizo tomar el otro tobillo, y así con una de sus manos sosteniendo el tobillo de Luisa describió con movimientos corporales y ruidos guturales que parecían chillidos cómo dos mujeres sujetaban de los pies a una niña, y cómo abrían a la fuerza sus piernas y cortaban. «No es nada», nos aseguró en su entrecortado hebreo, «Nada, sólo un pedacito de carne».
     «¿Y hoy, ahora, todavía lo hacen hoy?».
     «Aunque lo quieran, no».
     «¿Pero hay tribus que lo hacen?», insistió Luisa en su hebreo, sin pronunciar explícitamente las palabras terribles.
     «Sí», dijo la anciana, contenta de poder hablar de otra tribu, y dijo los nombres, y añadió que la costumbre prevalecía entre aquellas que habían llegado al Néguev desde Egipto.
     «Umm Mohammed», dijo intencionadamente Luisa, chocando y tintineando sus pulseras de manera coqueta, «¿Por qué necesitan hacer eso?».
     «Te tienes que purificar para casarte», dijo la anciana, mirando codiciosamente las pulseras, y yo pensé en Yoram, el compañero de Luisa, el socio de Nachum en la clínica, quien es el hombre más guapo y dulce del lugar, y recordé cómo esa noche, cuando los presentamos, él la miró totalmente fascinado, y durante la cena quería contar sus pulseras una por una, y las hizo sonar con gran estruendo, y cuando llegó a treinta fingió haberse confundido y quiso empezar de nuevo. Entonces oí su risa franca, vi su cuerpo inclinarse hacia él y sus brazos con la piel chinita y supe que ellos se casarían antes de que ellos mismos lo supieran.
     Umm Mohammed desvaneció mis recuerdos y llamó a las chicas que antes había sacado de la tienda, y ellas regresaron y nos ofrecieron dos vasos de té dulce en una bandeja de cobre, y Luisa las miró con curiosidad y me susurró que se moría por hablar con ellas, pero la vieja bruja seguramente no las dejaría expresarse libremente.
     Nuestros ojos, que se habían acostumbrado a la penumbra de la tienda, quedaron algo cegados al salir a la luz. La bola naranja del sol ya estaba acomodándose en el oeste sobre una cama de nubes rojizas cuyos bordes estaban entrelazados con hilos dorados, y Luisa dijo que necesitábamos darnos prisa porque no quería conducir en la oscuridad. Caminamos hacia el auto y un repentino viento comenzó a soplar, y como si repeliera a los invasores nos propulsó por detrás y nos hizo acercarnos a un montón de arbustos espinosos. Como áspero papel de lija, la arena quemante se estrelló contra nuestros rostros, invadiendo nuestros oídos, apilándose en nuestras narices e incluso penetrando hasta nuestras tráqueas. Despeinadas y polvosas llegamos al carro y Luisa se dejó caer pesadamente en el asiento, sacudió las plantas de sus pies y dijo que sus zapatos se habían arruinado y sus pies se habían arruinado, y miró su cabello en el espejo retrovisor y dijo: «Ugh, mira cómo luzco», y agregó que ese viaje no había tenido ningún sentido ya que no había obtenido nada. Una capa lechosa cubrió el parabrisas y opacó el mundo exterior. Luisa echó agua sobre el parabrisas hasta que el polvo se convirtió en lodo, y entonces encendió los limpiaparabrisas, que chirriaron y se movieron e hicieron surcos, y dos semicírculos devolvieron el paisaje a sus colores naturales.
     Condujimos en silencio hasta que alcanzamos el camino principal. Poco tiempo después Luisa estaba nuevamente de buen humor y volvió a tocar su tema favorito. Me contó que había tres métodos para realizar la circuncisión femenina, y que los beduinos de Israel emplean el más sencillo, probablemente como resultado del proceso de refinamiento por el que habían pasado, viviendo en la cultura moderna a la que están expuestos en Israel. Este método, explicó, era análogo a la circuncisión masculina, e implicaba sólo la remoción de la piel exterior, llamada prepucio clitorideano. Luego siguió con la descripción de los otros métodos: el método suní, en el cual el clítoris entero es extirpado, y el método faraónico, que era el más demandante, practicado sólo en niñas pequeñas. Con este método el clítoris y los labios menores son extirpados enteramente, y a veces dos tercios de los labios mayores también. Luego de la escisión, los genitales son cosidos y se inserta un pequeño trozo de madera entre ellos, para permitir el paso de la orina y la sangre menstrual.
     Me horroricé. «Luisa, ya es suficiente, ya es suficiente, siento que me voy a desmayar con tu descripción», le rogué, y sentí que se me revolvían las tripas, y quise pedirle que detuviera el auto al lado del camino unos minutos para salir y poder respirar un poco de aire fresco, pero me dio miedo que ella le contara a todos los del departamento acerca de mi debilidad momentánea, así que tragué saliva y cambié al tema de su inminente boda, y se puso muy contenta de poderme dar una descripción completa del ajuar de novia que el dueño de esa boutique de Tel Aviv cosería especialmente para ella, y del traje de Yoram…
     Llegamos pronto a Jerusalén. La ciudad nos dio la bienvenida con amenazadoras nubes oscuras y bajas que disparaban negras sombras sobre los grises edificios de piedra. Luisa se detuvo en mi casa, alzó su cabeza hacia los oscurecidos cielos y como un primordial profeta furioso anunció: «Mañana habrá una tormenta horrenda, el fin del mundo». Yo me sentí de pronto llena de miedo, como si la profecía estuviera dirigida a mí.
     En la caja de la escalera, de camino a casa, los aromas del hamin del sabbat flotaban grasositos y fuertes, y pensé en los huevos y la carne que se deshacen en la boca, y en los frijoles blanditos, y mi estruendoso estómago me recordó que excepto por el par de sándwiches rancios que devoramos de regreso en una gasolinera no había comido nada en todo el día.
     Pero no había olores de cocina en la casa. Nachum me dio un beso en la mejilla y pude oír el reproche en su voz cuando me dijo que Yoavi me había extrañado y me había esperado toda la tarde, hasta que cayó exhausto. Corrí a su cuarto y estaba dormido sobre su estómago, con el traserito levantado. Retiré los animales de peluche y los muñecos apilados en su cama, besé sus cachetitos dorados y suaves como duraznos y aspiré su dulce perfume. Regresé a la sala y Nachum, quien se encontraba absorto con el programa de noticias del mundo, me preguntó como por obligación: «¿Cómo te fue?», y yo le conté sobre la tormenta de arena y le dije, en el tono de voz chiqueado que le había pedido prestado a Luisa, que estaba muy hambrienta y me sentía sucia. Devoré rosbif frío y papas en la cocina, directamente de la cacerola, sobras de la noche anterior, fui al baño y llené la tina. Como un hipopótamo feliz reposé en el agua caliente, examinando mis grandes dedos de los pies y mirando el techo lleno de negruzcas manchas de moho y pensé en cómo convencer a Nachum de que ya era tiempo de que renováramos nuestro nido.
     En la cama Nachum me dio la espalda diciendo que Yoavi le había quitado toda la energía y que tenía que dormir porque el siguiente sería un día pesado en la clínica. Cuando se durmió salí de la habitación, fui al estudio y llamé a Nechama. Le conté del día que había pasado con Luisa, y sobre el ginecólogo y de Umm Mohammed, y ella me pidió que le describiera cómo se realiza la circuncisión femenina. Con un susurro le contesté que no podía, y Nechama se rió un poco de mí y dijo: «No seas tan quisquillosa», y me recordó cómo luego del brith de Yoavi, el rito de circuncisión de los niños, ella tuvo que venir a cambiarle los pañales porque yo no podía atreverme siquiera a mirar su herida.
     Arriba, en el cuarto piso, los vecinos estaban moviendo muebles. Las patas de su comedor estaban rechinando pesadamente en nuestro techo mientras lo arrastraban a una esquina de la sala. Las delgadas patas de la pequeña mesa de centro rechinaron al ser hecha a un lado, y pude oír el golpe del ruido que hace el sofá cuando se convierte en una cama doble por las noches. «Dormimos en la sala para que cada uno de los niños tenga su propio cuarto», me explicó apenada Levana, nuestra vecina, cuando una noche, mientras trataba de concentrarme en el trabajo, esos ruidos me taladraron el cráneo y subí al cuarto piso a golpear su puerta con mis puños. Ahora el sofá estaba gimiendo arriba de mí, chillando y chillando, y la voz de Levana rogaba «más-más-más». Cuando el ruido paró regresé sigilosamente a nuestra cama y sentí la rítmica respiración de Nachum. Me acomodé cerca de su espalda y despertó, se volteó quedando boca abajo pero tomó mi muslo, que estaba sólo cerca de él, y lo puso encima de sus piernas. Le chupé el lóbulo de la oreja y murmuré: «¿Qué te parece si tenemos otro hijo?», y él, con el miembro bien protegido en las profundidades del colchón, dijo con una voz nasal que disparó a la almohada: «¿Ahorita? ¿Estás loca? Es tarde, mañana hablamos de eso». Pero no me rendí y dulcemente le dije: «¿Quizá una niñita? ¿Una hermanita para Yoavi? Siempre he querido una nena», pero él no respondió. Sentí cómo sus músculos se relajaban y su pecho subía y bajaba a un ritmo lento, y murmuré: «¿Nachum?», pero él ya no contestó. Esperé unos minutos, y entonces me di la vuelta y caí profundamente dormida […] l
    

     Traducción de Luis Alberto Pérez Amezcua y Arturo Moisés Rosales Ornelas, a partir de la traducción del hebreo al inglés de Anthony Berris
 
 
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