S53° 22’5 O61° 02’2
Explicar el hielo, esto fue lo que me llevó desde el primer momento a esta tarea, que me llegó inesperadamente, como caída del cielo. El colega Hölbl, ahí parado y disfrazado como un mensajero que tiene que entregar una alegre noticia, cerró su paraguas y preguntó si debía quitarse los zapatos a la entrada. Ya no sé si dijo «¿Puedes hacerme un favor gigantesco?» o «Quiero pedirte algo», si me miró sonriendo irónicamente o me escudriñó detalladamente, en el instituto corren los rumores de que me he echado a perder, así, sin trabajo, sin matrimonio, sin algo que me pudiera motivar, se me puede provocar muy fácilmente, se han dado ustedes cuenta, ya no acepta más invitaciones, aunque nunca ha sido muy sociable —palabras que inician con «social» siempre me parecieron sospechosas, «sociedad» (un espejismo), «sociable» (un balanceo de cadáveres), «aprendiz» 1 (un esclavo por su propio bien)—, se convierte completamente en un eremita, pronto se desmoronará, así se pronosticó, según Hölbl, pero a pesar de su sarcástico informe era evidente que también él se preocupaba por mí, se le veía realmente un rostro preocupado, esto me conmovía y enojaba al mismo tiempo, por todos aquellos que se vuelven locos por un mal salario, que les salen ampollas en los dedos y mierda en el cerebro, a todos ellos los supone gente como Hölbl que no tienen una decaída de su inteligencia. Desde su perspectiva yo estaba enfermo, por la falta de hielo. Inteligente, como él era, en ese día lluvioso de otoño no se me acercó como terapeuta, más bien intentó convencerme de ayudarlo, porque había dado su palabra dos veces, él confirmó una sin rechazar la otra, los típicos casos de poligamia (Hölbl intentaba con todas sus fuerzas animarme), me atrajo con todos los medios, él me decía muy convencido que iba a tener muchas historias amorosas a bordo, como si yo me acabara de graduar de un internado para hombres jóvenes, ahí se pesca tan fácil una amante como un resfriado disfrutando la situación despreocupadamente, porque lo del amor nunca aterriza, se garantiza el descanso, no hay estudiantes a bordo (con sus graciosos esfuerzos Hölbl se vendió un poco por debajo de su precio), algunas conferencias, algunas excursiones a las colonias de pingüinos, esto básicamente ya describe las tareas, en total es como una temporada de relax pagada, busy working holiday, como se dice a bordo, entenderás la lengua náutica muy rápido, el tema durante el sueño, inglés sin trabajo, tengo que ir al baño, por lo pronto puedes ver las fotos que te traje. El tacaño sólo trajo fotos de mala calidad, las formas se me hacían conocidas, los colores artificiales, extendí las fotos en la mesa, unas al lado de las otras y por encima de otras, hasta que ya no se veía nada más de la mesa. Hacia donde miraba —nieve congelada, ranuras que brillaban a la luz del sol, olas cristalinas—, cosas ya conocidas, y sin embargo miraba hacia un mundo desconocido, en donde glaciares terminan en el mar en lugar de los valles, las fotos formaban una belleza cicatrizada, me limpié las manos en el pantalón, cada palabra que me susurraba el agua antártida estaba congelada, toqué de manera tímida un iceberg y dejé una huella, no está mal, ¿no?, Hölbl estaba a mi lado, sonreía irónicamente, no está mal, ¿no? Golpeaba con su mano derecha el brazo del sillón, su sonrisa explotó como fuegos artificiales. Hay momentos en los que quieras o no te tienes que reír, si no se quiere perder la lengua en común. Semanas después me encontraba con las piernas temblando en el auditorio de un crucero y me sorprendió cuántos se habían presentado a mi primera conferencia (primero en inglés a las 9:30, después a las 11:00 en alemán), más espectadores que nunca en mi primera lectura, lo que faltó en espectadores jóvenes se compensó con una sobredosis de gente mayor. Los pasajeros se sienten comprometidos a conocer la Antártida, se suben al barco con pocos conocimientos, anhelan más información, eso me viene bien, ya que me permite dejar mi huella en su perspectiva de lo desconocido. En este viaje, que no se compara con cualquier otro viaje, se sumergen en publicaciones formativas en lugar de leer, como en otros lados, novelas policíacas, para relajarse les gusta leer «El peor viaje del mundo», de frente a frente con el hielo eterno, incluso los autistas de la civilización sienten una cierta carencia de lo propio. Me escucho hablando y me soprende mi tono parlanchín, cuando África chocó con Europa resbaló la Antártida en el extremo sur y se congeló —con los Alpes formando la zona de impacto. La Antártida significa «anti-Ártico», así nombrada por Aristóteles porque por razones de armonía hacía falta una contraparte en el sur y en un principio el hombre sólo había descubierto el hielo del norte. Un travieso, que afirma que él nunca confundió el Ártico y la Antártida, les tengo una estrategia infalible, una estrategia que tiene que ver con pingüinos y osos para adaptarla más al ámbito zoológico, porque los pingüinos se encuentran, como todos sabemos, solamente en la Antártida, y los osos polares en el Ártico, y esto tiene sus buenas razones, porque «Ártico» proviene del griego antiguo y significa «perteneciente a un gran oso». Si lo tienen presente ya no confundirán nunca más el Norte y el Sur, al contrario de todos sus amigos en casa que lo primero que preguntarán será cómo ha sido todo en el Ártico. Pero si los osos polares se extinguieran, ya no sería adecuado el nombre de «Ártico», necesitaríamos otro nombre, con gusto acepto propuestas, hoy y en cada día de nuestro viaje. No se preocupen, incluso cuando ya no existiera el Ártico —y esto lo experimentarán todos ustedes que ahora aquí se encuentran sentados, si continúan tomando betabloqueador y sus demás medicamentos (no lo digo en voz alta, esto me lo reservo para mí)—, la Antártida será la contraparte durante toda la existencia humana. Algunos pasajeros sonríen. Juntos atravesamos la historia del hielo y de las rocas, con la ayuda de una tabla cronológica, en la que el homo sapiens apenas puede entender su presencia, en ciertos días tengo que trabajar duro para que los pasajeros no se mareen con tantos ceros. Ártico y Antártida, señoras y señores, estamos hablando sobre contrastes extremos: por un lado hielo temporal, por otro lado tierra firme, por un lado el deshielo sin parar, por otro lado hielo con una profundidad de hasta cuatro mil metros. Por un lado condenado a la extinción, por otro lado protegido escasamente y aún no perdido. Por un lado espejo de nuestra destructividad, por otro lado símbolo de nuestra razón. Lleguemos al grano: arriba malo, abajo bueno, arriba infierno, abajo cielo. Estamos hablando, señoras y señores, de los dos polos de nuestro futuro. Me detengo, más tiempo de lo que requiere abrir el segundo archivo power-point, quiero tomarme el tiempo necesario para llegar a la cima y poder desarrollar el efecto deseado, antes de ilustrar lo afirmado, así como lo hizo Hölbl un día en mi mesa, ya sea en fotos de baja calidad o en una pantalla iluminada, los paisajes de hielo tienen tal fuerza, el auditorio renuncia a cualquier posible carraspeo, nos unimos al silencio de algunos pájaros en alta mar.
¿Sospechaba Hölbl lo que ocasionaría? Quien conoce el hielo como un animal encerrado en valles explorados, a él le abrumará la radical libertad del blanco sur. Aquí todas las excepciones son regla. El hielo cubre todo menos la roca más empinada. Tales paisajes no existían ni siquiera en los atrevidos sueños de un niño sabelotodo de ocho años, que en el verano con los demás niños de la cuadra tomó agua de un charco con un popote como muestra de valentía hasta que una madre se asomó desde una ventana abierta y echó un grito que terminó justo en el charco.
—Ven pa’acá, gritó mi padre, sin asomarse por la ventana. Ahora vamos a las montañas.
Yo subí inmediatamente.
—¿Por qué traes un short?
—Afuera hace mucho calor, está ardiendo.
—Te morirás de frío.
—Para nada, apá, créeme, no tendré frío.
—Bueno, ya luego veremos…
Afuera de Mittersendling, en mis recuerdos, mi padre conduce en segunda velocidad y se detiene en cada esquina. Nuestro motor funciona de buen humor. Yo me muevo sin parar por todos lados en el asiento, para no perderme de nada. Mi padre gorjea, imita palomas, gorriones y golondrinas.
—Súbele a la radio, apá.
—Con mi gorjeo, ¿una hora de canto de pájaro? Eso no lo aguanta nadie.
—Pues junto con los demás que están cantando, primero una canción, después un pájaro.
—¿Cómo se supone que esto funciona? Señoras y señores, la siguiente es una canción popular cantada por pájaros, ¿así? ¿Debo reemplazar a Fred Bertelmann en el número uno? Eso no lo aguanta nadie. Bueno, ya luego veremos…
Puedo bajar la ventana, después ya no escucho los gorjeos. El vochito de papá lo tenemos desde hace apenas unas semanas, antes él tomaba el tranvía y nos quedaba la acera. Llegamos solamente hasta donde nos llevaron nuestros propios pasos. Cuento los carros que vienen en sentido contrario, igualmente los que nos rebasan. Los autos rojos cuentan el doble, ya no sé por qué. Apenas conseguí cien puntos, anuncia mi padre, ya casi llegamos. No estaba tan lejos, tres horas, tal vez tres y media, estacionamos el carro y caminamos un sendero hacia arriba y de pronto veo una pared y siento un frío poco habitual para el pleno verano. Cuando horas después regresamos, froto mis manos sobre la piel de gallina de mis piernas, siento mis zapatos húmedos y fijo la mirada en el camino que vamos dejando, te vas a marear, advierte mi padre, pero yo no quiero apartar la mirada, veo el glaciar a través de los dos cristales, un pronóstico de mi futuro, nunca me aparté de él. Otra vez todo está volteado, conté después a mi madre, como si un dragón estuviera resoplando aire congelado. Está acostado, escupiendo hielo y no se calla. No vas a creer lo que hay ahí, cascadas que son cuevas congeladas, que en realidad no son cuevas, son capillas que tienen azul, azul como tu vestido favorito, y liso. Apenas te sientas en tus pompas y ya te resbalas. ¿Sabes lo que me contó mi papá?: Cuando alguien muere en un glaciar éste se traga su cadáver y lo escupe hasta que sus nietos lo buscan. En el hielo hay muchos gestos congelados, dijo papá (como estudiante anuncié con la arrogancia del que sí sabe, ninguna escultura compite con las esculturas de hielo, un día en el glaciar es más valioso que cien días en la pinacoteca). De mi glaciar, de
mi descubrimiento, le conté al amigo en el patio, a los compañeros
de clase, a los primos durante el cumpleaños de la abuela en Wolfratshausen. Incluso se lo conté al abuelo. Él se encontraba sentado en su esquina preferida, en sus fosas nasales tenía zurrapas negras como mocos, escuchaba inmóvil y dijo finalmente: Ya verás tú, jovencito. Hablé, hablé mucho, ahora me escucho hablando de nuevo, después de un silencio, ahora más que me están escuchando con mayor atención, los pasajeros se encuentran sentados en filas, la Antártida es nuestro archivo común, en el hielo se conservan las burbujas de hace miles de años, como si la Tierra soplara regularmente el presente de sus pulmones, todo se conserva en estos cofrecillos naturales, cada erupción de volcán, cada eclipse solar, cada prueba de armas atómicas, cada modificación en la cantidad de dióxido de carbono en el aire (cada pedo de la humanidad, suele decir Jeremy cuando estamos entre nosotros). No olviden, concluyo, durante nuestro viaje verán mucho hielo, los hará temblar de frío, algunos de ustedes sentirán un frío desconocido, y sin embargo no sobrepasaremos la periferia de la Antártida, permaneceremos en su benigno verano. Tengan en cuenta que casi ninguna región del mundo se calienta tan rápido como la península antártica, dentro de poco se plantarán aquí flores, papas, se pastarán ovejas, no pasará mucho tiempo para que se cultiven las uvas del vino antártico. No entrarán en contacto con el frío despiadado de la meseta polar. Solo conocerán la periferia extrema de la Antártida, and that’s going to knock you flat! Constante y agradecido aplauso. Si la escuela hubiera sido tan sólo la mitad de divertida, al salir me alaba un señor, cuyo rostro ya no tengo presente, horas después al momento de escribir. Poder explicar el hielo, y eso dos veces al día, me reconcilia, por el momento, con el hecho de que mi glaciar está muriendo.
Alrededor de mí voces despreocupadas en un calor acogedor. Ricardo hace guardia en la puerta del restaurante junto a su pupitre, saca su partitura y dice «no» con la mano: For you we have no seat, hay menos lugares disponibles que pasajeros, dice que lo siente, pero el problema era previsible. Una señora se endereza junto a mí y con acento suizo me ofrece un lugar en su mesa, dice que su esposo no se siente bien y que se quedó en el camarote. Ricardo se apresura y admite su broma, tranquiliza a la señora y me acarrea hacia la mesa de conferencistas. Algunos pasajeros me saludan con la cabeza, hacia el final del viaje la mayoría me saludará por mi nombre. Amablemente regreso su saludo, la amabilidad no me cuesta nada, no desprecio a los pasajeros, aun cuando en relación con esto Paulina me contradice obstinadamente, sé por experiencia que con las impresiones de los próximos días se pondrán sentimentales, pero ¿por eso debería ignorar que después del regreso a casa no renunciarán a su destructiva comodidad? Tú juzgas a las otras personas de manera severa, dice Paulina, como si te hubieran decepcionado personalmente. Si todas las personas fueran así como yo, dice ella, algunas cosas serían mejor, pero otras peor. Si alguien le cae mal, dice con voz firme: Seguro que él tiene su lado bueno, sólo que hasta ahora no lo he descubierto. Para ella la realidad es algo con lo que uno se tiene que conformar. En el bufet me sirvo ensalada verde y entradas. Cuanto más cotidiano se me hace este frío, caliente y dulce bufet, más difícil me resulta decidirme. En lugar de pan tostado y arenque salado, grandes bandejas llenas de todo tipo de comida, con tantos colores como las banderas en los hoteles de cinco estrellas (todo se trata de comida, la llegada del barco puede fallar, toda la Antártida puede desaparecer en la neblina, pero que se suspenda una comida, eso sería inimaginable). En las primeras semanas en este crucero, mi primera experiencia en un barco, comí mucho, le entré a mucha comida después de años con sencillas botanas y sin la posibilidad de comer bien, la comida tan surtida me resultaba un consuelo a medias, me puse en engorda, comía y comía, y cuanto más comía, tanto más desmesurado continuaría comiendo, lo veía venir como mi destino, de todas las cazuelas desbordaría puré agridulce, que yo devoraría en porciones, hasta que ya no se me presentara ninguna otra salida, ninguna otra salvación que reventar. Quien quiera escaparse del exceso de comida tiene que ser estrictamente modesto al comer. Una cucharada de maíz, una cucharada de atún, una cucharada de camarones con melón, algunos tomates partidos, algunas aceitunas negras sin hueso. Por supuesto que en la mesa de los conferencistas hay un lugar libre para el director de la expedición. En ciertos días, a mediodía comería mejor con Paulina, pero esto no es posible, sólo los brahamanes tienen permitido acercarse a los pasajeros, los de cargos inferiores tienen que comer en el comedor bajo cubierta, algunos de ellos ni siquiera una sola vez durante todo el viaje entran en contacto con los pasajeros. ¿Te puedo citar? El Albatros se come la sopa y me mira por encima de su inclinado plato. ¿Qué dices? Esta oración tuya, «finalmente enmudecerá el murmullo del mar, porque qué le arrancará al agua sus secretos, sino precisamente el hielo», me gustaría utilizar esta oración.
—¿Escuchaste mi conferencia?
—El final.
—Te la regalo.
—No te preocupes, tu copyright queda protegido.
—¿Copyright? ¿De qué hablas? En la Terra Nullius no existe el copyright.
—Yo tengo pensado citarte en todo el orbe.
El Albatros deja su plato de sopa. Una sensación, que antes hubiera llamado hermandad, se apoderó de mí. Su apodo se lo debe a Jeremy, quien lo murmuró alguna vez en su barba de historiador, quien puede tragar cantidades de ensalada y quien pasa los veranos en San Diego, en donde vende tiendas de campaña superligeras y mochilas superligeras a los aventureros.
—¿Alguna vez han perdido un avión por un par de minutos y después, ávidos de sentirse algo especial, desearon la caída del avión?
Jeremy se acabó su plato de ensalada, lo que le da la oportunidad de grabar nuestras reacciones con su cámara de video. Ahora nos acorrala, para llevar a cabo su bitácora visual, a la que bautizó como «Turbulencias cotidianas». Beate regresa del bufet y mira sorprendida hacia la silenciosa reunión.
—¿Ustedes callan a mis espaldas?
—Quieres decir, Jeremy, ¿uno de esos momentos en los que te da rabia no ser Dios?
—¿Dios? El papel ya está otorgado, con un mal casting, eso tampoco lo modifican tantas repeticiones.
—Pero la pregunta decisiva es, más bien —dice Beate—, ¿quisieran ustedes volver a nacer como animal o robot?
—A mí no me preguntes —contesta en primer lugar nuestro ornitólogo—, en vida ustedes a mí ya me han nombrado pájaro.
«El Albatros», así nomás se le salió a Jeremy después de experimentar otra vez un discurso sobre el gran pájaro blanco con las alas más grandes que existen. Jeremy pronunció raro el nombre, «El» como un chicano, «Albatros» con vocales largas, como si éstas hubieran extendido sus alas. Apenas terminada la comida, El Albatros forma un grupo de observadores de pájaros así como un gurú lo hace con su pequeña secta. Se le reconoce inmediatamente por los poderosos prismáticos colgados del cuello, se encuentran parados uno al lado del otro en la cubierta de popa y miran concentrados, observando las aves, mientras la espuma de las olas los impregna, los codos sobre la barandilla, los prismáticos apoyados, uno se colocó detrás de un telescopio, intentando hacer un nuevo descubrimiento, hallar un págalo ártico, el cual se confunde fácilmente con un págalo subantártico, por lo que se puede concluir que es muy difícil hallarlo. Predomina la competencia entre ellos (supuestamente los observadores de pájaros miden su fuerza visual ocasionalmente al Spotting), no es fácil imponerse frente a tanto viento ambicioso en contra, incluso El Albatros ha sido declarado culpable en un par de ocasiones por un descuido. Después se ponen a secretear, con el libro Pájaros de la Antártida abierto, los dedos pasan suavemente por las plumas, diferentes sombras causan discusiones al no confirmar qué tipo de págalo hallaron, designaciones fracasadas les quitan el placer de observar. En un viaje anterior me posicioné al alcance del oído de los que observan las aves, esperé un ratito antes de gritar acaloradamente:
—Ahí, ahí, un albatros negro,
(este pájaro tan raro lo había escogido antes en la biblioteca), los locos por las aves se abalanzaron atropelladamente, se escucha:
—¿Dónde, dónde?
Señalé con el dedo en el aire:
—Ahí, ahí,
y se inclinaron hacia delante,
—Ahora se sumergió,
y ellos miraban hacia las olas,
—Ahora ya no lo veo más,
dejaron pasar su mirada por el agua,
—Ahora ya se fue,
no se dieron por vencidos así de fácil, buscaron con persistencia en el cielo y en el mar,
—Qué lástima, de verdad qué pena.
El Albatros se informó con gran interés sobre el estado del plumaje de la cabeza, los colores oscuros de los extremos de las alas, jugué el papel del testigo inseguro hasta que un temblor en mi ojo me puso en evidencia. El Albatros me obligó a hacer una confesión: estoy seguro de haber visto el frente tallado de un iceberg grande, pero a este raro pájaro, yo no juraría que lo he visto.
El Albatros realmente no estaba enojado conmigo, en realidad le caen mal aquellos pasajeros que le dan mayor valor a la elaboración de listas de diferentes tipos de aves que al milagro de un solo pájaro, al milagro de su vuelo de horas y horas, al milagro de su mecanismo de desalinizar en su pico, al milagro de su capacidad para sumergirse y al arte de volar. En lugar de eso elaboran un meticuloso libro sobre cada observación, lugar, tiempo y testigos, de tal manera que los historiadores algún día podrán atestiguar partiendo de abundantes testimonios, para entender cómo fue la distribución inicial de los diferentes tipos de pájaros en la tierra. No, no llegará tan lejos, los historiadores se extinguirán antes de que muera el último pájaro.
¿Están cambiando nuestras pesadillas, nuestras pesadillas colectivas? ¿El destilado de nuestras disputas en las borracheras? Mi padre se extraviaba en el sueño (esto me lo confesó un día como muestra de su afecto) en una tormenta de nieve, sus pasos ciegos lo guiaron hacia una casa sin puertas y sin ventanas, sin chimenea, una casa habitada, olía a vida (compresa de hierbas, pesadillas tan precisas y vinculadas a la comida tenía mi papá), irradiaba una calidez que le quitaba el frío a sus manos congeladas, y cuando ponía su oreja en la pared exterior de madera, escuchaba voces apagadas. Lo fuerte que gritara y lo fuerte que golpeara con sus puños incluso hasta sangrar, los del interior de la casa no lo escuchaban, o lo escuchaban y no le ponían atención. Su instinto de supervivencia lo despertó de la pesadilla antes de morir frente a la casa despiadada. Ojalá tuviera una pesadilla como ésa, festejaría, lanzaría con alegría mi gorro en medio de la tormenta de nieve, todo sería mejor, como sentarse en una roca con un pedazo de hielo en las manos, con un pedazo de hielo derritiéndose, el agua me corre por los brazos, corre y corre, por la camisa y por las piernas, gotea y gotea, formando un charco entre mis piernas. Da igual el cuidado con el que sostengo el hielo en las manos, se sigue derritiendo. Intento ponerlo en otro lado, colocarlo en una roca, pero se pega a mis manos, se les pega tanto tiempo hasta que ya no queda nada más que un recuerdo empapado. Qué sueño tan desagradable y sentimental, qué incomprensivos reaccionarían los colegas a esto, Hölbl me abofetearía una y otra vez, ¡qué estupidez, eso no es ninguna pesadilla!, diría. Algunas pesadillas no se le pueden confiar a ninguna otra persona.
1. Las tres palabras enumeradas empiezan con gesell- (social, en alemán) (N. de las TT.).