Hay lugar para tres

Gabriela Hernández

(Tampico, 1963). Los humedales (Atípica, 2021) es su novela más reciente.

voy hacia las cosas que amo

sin ningún pensamiento de deber o piedad

H. D.

Estoy entre la comida y el hambre, como si hubiese superado las dos cosas que más me importan. ¿Qué tenemos en común Olivia, Leopoldo y yo? Ver la ola cuando uno ya está debajo de ella no es falta de experiencia, es falta de visión, y para estar involucrado en cualquier aventura basta el azar. Arturo mira sus manos, alcanzadas por el vapor de la estufa, le duelen. Las lame para apagar el ardor, no hay heridas, sigue cocinando.

A la lista no le falta nada:

Mejillones, berros, lechugas moradas, alubia, dorado o cazón, y lo mejor: lengua, bien golpeada y cocida con clavo y romero. El papel donde tiene anotadas las compras cae al suelo. El olor a detergente flota esponjoso y le pica en la nariz: Vivir en este lugar atrofiaría mi olfato. Atraviesa al perro como a un obstáculo: Hola Rufus, y el saludo en voz alta es para congraciarse. El animal lo mira remolón en el tapete de la entrada, con un aire de marido desparramado en su poltrona; él busca a Olivia, la escucha trajinar en el patio trasero. La adivina a través de la ventana manchada por una veladura blanquecina; se aproxima hasta el umbral en medio del bullicio de las máquinas, ella lo ve y sonríe, le es fácil descifrar el hola callado, le excita el movimiento de sus labios, los dientes asomándose, la lengua rosada y sus ojos que le dicen: «me encantas», «quiero contigo», «bésame». Señor, ¿este papel es suyo? La empleada está detrás. ¿Qué? Sí, es lo que necesito para el restorán. Ah, usted es el de los manteles blancos, el cliente preferido de la señora. Salvado por la chicharra, suspira al oír la alarma de la secadora, es una metiche este pedacito de mujer. ¿Había escuchado «cliente preferido»?

¿Los quieres para mañana? La voz lo sobrecoge, aún no se acostumbra a ella, lastimosa. No puede. ¿Para qué esforzarse por hablar? El mundo seguiría a sus pies con tan sólo mover sus manos, sus labios, con tan sólo esbozar palabras y no esto… Sí, los recojo a esta hora, ¿te parece? Huele, le ofrece una rama de romero que se coló en los manteles, mira cómo llena sus pulmones de ese aroma penetrante. Conejo a la cazadora, balbucea penosamente, y a él la rayita del escote lo distrae, fantasea con las tetas, con sus pezones oscuros, los manosea en su imaginación; serías Afrodita si no intentaras hablar. Hasta entonces. Se deleita con los ojos de Olivia hipnotizados por su boca, descifrándola. Un mundo en silencio, ¿cómo sería? Las palabras, ¿en qué se convierten después de pronunciadas? Intenciones, deseos. Oler, comer en silencio. Una vida perfecta. Dichosa Olivia. ¿Cuándo? Había descubierto el lugar desde la ventanilla del auto por voltear a ver al perro, hace algunas semanas, de paso al restorán.

En el letrero dice:

LAVANDERÍA Y DRY CLEAN. El perro guardián en el ingreso parece una escultura; sus manchas abundantes lo hacen ver casi negro, es igual a Mamacita, una dálmata que tuvieron de chicos, a su hermano se le había ocurrido esa tontería: La mandas por delante y la llamas, si va caminando a un lado una zorra, voltea y sonríe. Mira desde afuera la blancura de las paredes y piensa en una bechamel, en unas crepas de huitlacoche debajo de una tersa salsa. Podría servir eso hoy, pero no es temporada, quiere seguir fiel al lema de su cartel: PRODUCTOS FRESCOS, por eso nunca se animó a hacer menús fijos, le había funcionado muy bien lo de escribir en el pizarrón y borrar cuando fuera necesario. Abre la cajuela para sacar la bolsa de ropa. Una mujer programa una lavadora. Hola, se la dejo y vengo por ella después, se siente observado. Ella pesa el bulto y llena una nota lentamente. ¿Mucho trabajo? Sigue concentrada como queriendo que él se dé cuenta de cada cosa que escribe; cada uno de sus movimientos es seguido por una sonrisa, subraya con la pluma la fecha de entrega antes de darle el papel. ¿Hoy mismo estará lista? Qué rápido; qué bonitos ojos. Ella no dice nada. Bruja, masculla mientras sale y se acerca al perro. RUFUS, lee en la plaquita que cuelga de su collar. Guárdate tu pinche nombre de chucho y sube al carro con el animal ladrando a sus espaldas.

Saca del bolsillo el recibo y atraviesa el umbral;

los muros blancos y el traqueteo sordo de las secadoras realzan algo que sale del silencio; está a punto de saludar pero eso empieza a extenderse, una especie de vibración, de rumor transformándose en avalancha. En el fondo se ocultan el traspatio y un cuarto; una puerta rechina en su meneo constante. Se acerca cuanto puede y distingue la cabeza de un hombre en los pechos de ella, los chupa, manosea sus nalgas y le levanta el vestido, los gemidos de la mujer lo prenden, saturan el espacio como una ola densa y salada. Se queda mirando hasta que la puerta bate, entonces regresa de prisa y saluda: Buenas tardes, como si acabara de llegar. El hombre se asoma: ¿Viene a recoger ropa? Sí, y le entrega el comprobante. Mientras busca el pedido, ella se desliza sonriendo, él quiere ignorarla igual que ella ha ignorado su piropo de ayer, pero se rinde ante su sonrisa, ante lo que acaba de ver y oír: Hola. El hombre se vuelve hacia ella: No encuentro la orden, le explica y hace señas con las manos. Ella responde: Tuvimos un problema, su ropa no está lista, discúlpenos. Sus palabras tardan en ser pronunciadas completamente, irrumpen de un subterráneo y llegan deformes a la salida, con un peso extra. Se imponen. No hay problema, regreso después. El hombre le tiende la nota: Una lavadora se descompuso, por eso nos atrasamos. Don Leopoldo, llegó la camioneta de tintorería, avisa una empleada. Su encargo estará listo mañana, lo siento mucho, pero a veces no está en nosotros la solución. No se preocupe, responde y piensa en el gemido y también en eso que imita desesperadamente a una voz, en sus ojos, en volver al día siguiente a recoger la ropa para verla de nuevo.

En mi sueño no dices ni una palabra,

estás sentada en una silla, piernas abiertas, sin nada debajo del vestido, te mueves sin quitarme los ojos de encima, ¿a mí o a Leopoldo? No sé si soy yo o Leopoldo, vaya situación, no importa, el cometido se cumple. Arturo se abandona a la imagen de Olivia. No es suficiente, pero es lo único que tiene. Temprano va por la ropa. Se estaciona y la ve venir por la banqueta: Puta, dice, y recuerda la escena en el traspatio. El dálmata camina a su lado sin correa, van parejitos, coordinados por el apego, la necesidad, la rutina. El cabello de ella recién lavado debe oler a menta, se queda en el carro hasta verla entrar contoneando sus nalgas: blancas como una cebolla. El bulto de ropa yace solitario sobre el mostrador. Cogelones, murmura, y avanza sigiloso hacia el traspatio. Ya está lista, lo sorprende la caricatura de voz atrás de él. Qué bien, contesta aún de espaldas. Ya está lista, y la frase repetida lo remite a la lengua golpeada que servirá en el menú del día. El perro ladra. Cállate Rufus, le ordena la voz y él se ve azotando la pieza de lengua contra la tabla de madera, se agacha para acariciarlo, Rufus amansado mueve la cola, huele su mano y vuelve a ladrar mientras mira con nobleza a su ama. Ella respira hondo y dice torpemente: Romero, y luego recalcando entre sonrisas y muecas: Le caíste bien. Señora Olivia, llegaron los de tintorería, le avisa la empleada. Mientras entrega el recibo, piensa en el nombre que acaba de escuchar, en el aceite pletórico bañando una ensalada. La próxima vez te traigo un aderezo, Olivia.

Apareces en mi vida como un lobo,

dulce y cumplidor, me tienes cautiva. Te advierto que no quiero ser tu presa; quiero que me persigas sin alcanzarme; que me alcances sin competencia, que me atrapes sin asedio. El silencio no tiene trampas. Ahora me haces falta; tu mirada husmeadora es un acontecimiento, el azoro de tus oídos también, tu lengua salada. Quiero despertar temprano y amarnos cuando el sol esté saliendo.

Déjele el pellejo, yo la limpio.

Te estoy dando un trofeo, Arturo, dice el carnicero y la levanta para mostrársela. Un hombre entra con una pieza robusta y sangrante sobre sus espaldas, él revisa la lista de compras, ¿te acordaste de apartarme la sangre de cerdo? Sólo tú pides eso, no se me puede olvidar. La imagen de cebolla friéndose junto al chile verde le hace agua la boca, el líquido espesándose negro, sólido, los pedazos separados. La primera vez que la probó tenía la textura y el sabor de la tierra, trocitos de barro caliente, después le sabía a hierbabuena, así se la daban para que no dejara nada, mejor esto que vitaminas, le decían como si necesitaran convencerlo de comérsela, la idea de comer sangre lo convertía en un héroe: Popeye, espinacas; él… Sus tías estaban encantadas. Era el favorito de las dos hasta el día en el que le preguntó al mozo si podía beber la sangre así como estaba, aún caliente. Vuelve a revisar la lista y coge un manojo de cilantro, que se pega a la nariz. El mozo se lo tomó muy a pecho y fue con el chisme. Las dos se horrorizaron, de sirviente de Lucifer no lo bajaban, la morcilla quedó vetada en su cocina. ¿Le hace falta algo? No. La figura de Olivia lo envuelve pegajosa camino al restorán. Enrique lo ayuda a bajar las compras: Estamos atrasados, ¿qué te pasó? Toma aire antes de contestar: La lengua, el carnicero no la tenía lista. Le cae en el hígado esa actitud de pedir explicaciones, lo tolera porque le conviene, lo necesita y además no le va a regalar el entrenamiento de estos dos años, ahora le toca desquitarlo. No tendremos tiempo suficiente para preparar la morcilla, tendrá que ser otra cosa. Sí, pensé lo mismo cuando vi que tardabas en llegar. Enrique agarra la pieza de carne y sale, él se queda entre romero, laurel, jengibre, azafrán, orégano, presencias que colman la alacena. Enrique, ¿cambiaste los manteles? La respuesta traspasa su deseo: No. Se sube en una escalera para alcanzar en el último anaquel su pretexto.

La empleada alcanza a verlo bajar del carro antes de echar llave.

Le recibe los manteles, hace su nota y: Buenas noches. Un ruido lo distrae, aminora el paso hacia la salida, no escucha nada más. La empleada cierra mientras él enciende la marcha. Detiene el arranque, espera a que ella se aleje y baja de nuevo. Una luz lo atrae en el interior del local, toca en el cristal con las llaves. Nada. La luz se apaga. Abre la cajuela para buscar un alambre, un gancho de ropa es lo más parecido. No lo duda, pero no es necesario usarlo, la puerta cede fácilmente; camina hasta el patio trasero, la oscuridad es una maraña que lo enreda ágil, sus ojos se acostumbran y llega sin tropezar; un gemido escapa del silencio aplastando la penumbra. Se vuelve loco escuchándolo, sólo eso le bastaría. El vientre tibio y las nalgas tersas de Olivia recargadas en una lavadora son una golosina. Ella le mordisquea el hombro, se pega a su cuerpo y guía la mano para meterla en su pubis. El lloriqueo de Rufus se escucha triste y rencoroso.

El vapor de las cacerolas abraza su rostro,

lo acidito del cilantro y su olor fresco le hacen agua la boca: Olivia debe probar esta morcilla con chiles toreados. Enrique suma otra comanda a su lista, el restorán está lleno. Enrique recibe a los clientes, los acomoda, busca mesas o sillas faltantes, hace de mesero, de cajero; conoce el negocio; aunque no lo empezaron juntos, abrió hace cuatro años, Enrique tiene dos con él, no está seguro de deberle tanto, ha sido la suerte, el estar allí en el momento, dos años sin ton ni son, y luego llenos casi diario. La estrategia de él ha sido buena, la comida lo es y punto. Empezó con las fotografías de los perros, es aficionado y tiene esa cámara con un buen zoom; paseando por el barrio se dio cuenta de que había un montón. La idea de que los dueños pudieran dejar a sus mascotas en el patio trasero, arreglar el espacio con fotos de perros conocidos, fue un buen gancho; y luego lo de las hierbas de olor en los centros de mesa; lo de los menús fijos se le había ocurrido a él; lo de prepararlos con vegetales del día, en oferta, a Enrique, y tenía que reconocer que le ganaban: Son productos de temporada, más maduros, el chiste es saber qué comprar, y eso tú lo sabes, y como no se pide a la carta, resultará muy fácil. Le dijo así para convencerlo porque lo suyo era lo gourmet, lo artesanal, él era el cerebro de este negocio, la contribución de Enrique era en la administración. ¿A qué hora terminarían? Quiere con Olivia en este momento, llevarle una probadita de morcilla picosa, manosearla mientras la come…

Lobo,

me encantan tus manos frías cuando me tocan, tus dedos robustos adentrándose, me encantas tú apareciéndote con tus manteles olorosos a romero y tus aderezos suculentos. ¿Te gusta que te muerda? ¿Te duele? Que así sea, ya tendrás tu oportunidad. Que Rufus no te detenga, es bravío, no bravo. Es necio, no tonto. No lo subestimes, discúlpalo por tener ideas acerca de su ama. Terminará aceptando lo que venga, o no. Eso no importa, ¿o sí?

Rufus lo recibe alerta en el umbral,

le gruñe cuando lo acaricia. Es un majadero, se queja la empleada, sólo obedece a la señora. Caprichudo. No se encariña con nadie, sólo a ella le hace fiesta, a veces me siento espiada por él. El traspatio parece en calma, deja los manteles sobre el mostrador y mira hacia la ventana blanquecina. Leopoldo asoma la cabeza: Buenos días, él contesta sin quitar la vista del punto, esperando que ella aparezca. Leopoldo se acerca y llama a Rufus en balde: Eres un necio, se queja, y luego ordena a la empleada: Idalia, recibe los manteles y cuéntalos uno por uno, camina hacia el mostrador: ¿Mucho trabajo? Sí, a la hora de la comida, sí, bastante. He pasado, he visto la fila para entrar, tiene suerte. Parece… La tiene, amigo, no lo dude. Claro que no, también trabajamos mucho; y ustedes ¿qué tal? Es un negocio noble; ¿sabe?, eso de que la ropa sucia se lava en casa no aplica en este barrio. Respira el aire saturado de un olor a limón artificial y sonríe forzado, usted también tiene suerte. Nosotros; Olivia y yo estamos juntos en esto, ella es muy buena con los números. ¿Quiere revisar la nota, don Leopoldo? Cuenta los manteles; muy bien, Idalia, esta vez no te equivocaste. Qué alivio. Le va a dar gusto a Olivia. El perro se levanta y ladra. Sí, todavía está enojada conmigo por lo de la última vez. Leopoldo le entrega el comprobante: Su orden estará lista mañana, por cierto, tenemos un servicio de entrega el mismo día. Gracias, Olivia ya me lo había ofrecido, se sorprende pronunciando su nombre, ¿cuánto cuesta? Ahora mismo le digo, hay poca diferencia; Idalia, busca la lista de precios. La señora se la llevó, la va a actualizar. La voy a buscar, atrás tenemos algo así como una oficina. Olivia la tiene. Gracias, vuelvo después de la comida a dejar los manteles que se cambien hoy. Espere un momento. El hombre camina hacia el traspatio y tarda unos minutos en volver. Mire, me dice Olivia que puede pasar por la tarde, le mantenemos el precio anterior. Gracias. Idalia, ayuda al señor.

¿A qué jugaba?

Quince minutos perdidos en una conversación estúpida y ni siquiera la había podido ver. ¿Qué quería de él? Calientabraguetas…

Deja los manteles sobre el mostrador,

la ve acercándose desde el traspatio, mira su falda corta, sus piernas torneadas y largas, siente su antojo, no se contiene y mientras ella llena la nota, él toca su mano, ella se fija en la entrada y luego pega su boca a la de él, mete su lengua, se quedan así unos segundos. Ella se separa, dice en silencio, orégano; las manos ávidas y glotonas retozan; él se acerca nuevamente, ella chupa uno de sus dedos, repite lo mismo y le entrega la nota; permanecen así, en un decir insinuado hasta que se escucha la puerta de un carro y Rufus ladra. Vuelvo mas tarde, y le da una botellita con una salsa de mango, ella sonríe. Al salir acaricia al perro, sabe que Olivia lo sigue con su mirada, Rufus gruñe, Olivia lo llama y el perro mueve la cola, Arturo soba su lomo: Imbécil, ¿quién manda ahora? Ella se aproxima y vuelve a cuchichear, te espero, como un pez desde una pecera moviendo sus labios carnosos y brillantes. Sube al carro pensando que no hay mujer más sexi que ella.

La historia la escuchó de sus tías,

una gringa aviadora, sorda, probablemente era mentira. De todas maneras, le intrigaba cómo podría haber aprendido a pilotear esta Nellie no sé qué. Le contará la historia a Olivia, tendrá que recordar los detalles para ella; a lo mejor ni le interesa, qué más da lo que podría decirle; lo tiene embobado el modo que han encontrado de reservarse, de esconderse de la perorata diaria y muchas veces sin sentido; las palabras así como dibujadas por sus labios se quedan apartadas de la mente, ocultas en el silencio; es un hablar sin razonar, ella lleva la batuta en eso, lo enseña; podría aprender la lengua de señas y sorprenderla. Leopoldo la sabe, debe, después de todo son socios, ¿y qué más son? Idalia puede sacarlo de dudas. Qué más da, saberlo no le va a quitar lo enculado. 

Lobo,

Rufus ladra y pienso que vas a aparecerte, es un fiasco ver en tu lugar a la gorda que vive en los departamentos. Recuerdo tu cabeza metida entre mis piernas, mi deseo se agiganta, me meto al baño a saciarlo, pero no se contenta. Mi deseo de ti y el deseo de Rufus por mí se tocan, por eso lo quiero, lo entiendo y me conmueve, veo que no hay salida apropiada, dejo eso para otros porque en mí no existe lo propio. ¿Cómo es tu deseo por mí? ¿Duele?, ¿tiene sabor picante de chile verde? Cuando alguien le dice a su amante, no quiero hacerte daño, ¿qué piensas? Embustero.

Rufus lo mira altivo.

Enrique lo acaricia, el perro se mantiene estático, pegado a las piernas de ella. Caminan hacia el patio. Olivia amarra a Rufus y echa un vistazo a las fotografías. Enrique se acerca con la cámara: Faltas tú, y luego la mira buscando aprobación. Ella sonríe. Enrique dispara, le muestra la fotografía y da palmadas a Rufus, de reojo ve la firmeza de las piernas: te ha gustado el lugar, amiguito, se dirige a ella torpe mientras se incorpora, las caderas y el talle lo atontan. Olivia habla, Enrique la escucha con sorpresa, atento a sus labios; las cejas gruesas y las pestañas tupidas vuelven honda su mirada; los cabellos recogidos resaltan su cuello esbelto y los hombros frágiles. El perro ladra, Olivia lo suelta, lo acaricia, Rufus continúa ladrando, Enrique le advierte: Vas a asustar a mi clientela, amiguito. Rufus se sacude alebrestado; Olivia intenta atarlo de nuevo, el animal salta, Olivia le habla cariñosa pero no logra hacerlo callar, sus senos se agitan también. Arturo aparece y le ayuda a ponerle la correa, el animal se agacha y orina ante la mirada de los tres, el olor se eleva airoso en el patio. Arturo la acompaña a la salida. Leopoldo estará…, alcanza a musitar antes de que Enrique aparezca entre disculpas y ofrecimientos de cerveza gratis la próxima visita.

¿Quién es? pregunta cuando ella se aleja. ¿Te ha pasado que hueles el sexo en alguien? Deja de hacerle al pendejo, Enrique, echa agua en los meados del perro, arranca unas hojas de lavanda y písalas encima.

¿A qué hora me los pueden entregar?

La empleada rellena la nota: Estarán listos mañana, en cuanto abramos. Es mi día de descanso, la señora… Podemos contarlos de nuevo, para que te asegures. Ella lo mira agradecida y asiente. Y ahora te dejaron sola. Sí, tuvieron un asunto de negocios. Desde que el marido de la señora murió, don Leopoldo la acompaña cuando ella necesita. Ah, qué bien. Ellos eran socios. Ah. Y amigos. Ah. Yo creo que el marido de la señora le pidió… Gracias, Idalia, le dice tomando el comprobante, hasta mañana. Yo digo que sí, ninguno de los dos tiene compromiso. Adiós.

Se aparece a las nueve,

la distingue desde el carro colgando los pedidos que recién han llegado, sus brazos desnudos se mueven diligentes, Rufus la persigue desplazándose al compás de su cadencia; mira su reloj, siente algo parecido al agradecimiento hacia el animal, a él le debe el encuentro con Olivia. Aspira y llena su nariz con el olor de la planta de albahaca. Descansa su cabeza sobre el volante, el perro ladra, ella mira hacia la puerta, se arrodilla y lo abraza, Rufus lame su cuello, ella repega su cara y lo aprieta, el animal sacude el rabo y le da lengüetazos en las mejillas, en los ojos, Olivia cae al suelo, el perro salta alocado mientras ella ríe. Baja del carro, deja la maceta sobre el mostrador y se acerca a ayudarla. Sus labios esbozan un hola, rozan los de él. Mira la albahaca. Déjala en la entrada, te protege. Ella lo toma de la mano, lo lleva al traspatio y se arrodilla.

Allí estás de nuevo sentada en una silla,

piernas abiertas, ajetreada en tu deseo, y de nuevo no sé si te mueves para mí o para él, no sé si soy yo o él. En el escritorio está el libro de gastos, Leopoldo lo abre, o ¿yo?, tus trazos son claros, unos papeles sueltos caen al piso, parecen cartas. Él o yo nos excitamos leyéndolos, un ruido nos hace devolverlos a su lugar. Ahora apareces en el umbral, Leopoldo, estoy seguro de que es él, se acerca y manosea tus nalgas encima de la ropa. Escuchan un ruido, pero no se mueven, el local está cerrado. Yo bajo del carro y me asomo, la pared es un teatro, una sombra lee, la otra besa.

Mi pobrecito Lobo,

¿no conocías el dolor? La gente que se desea se lastima, es una ley que hice mía. Y aun así extraño tu lengua, tus manos, tu aliento dulce y cálido penetrando en mi oído, el olor explosivo de tu cuerpo. Me tiene sin cuidado lo que va a suceder con nosotros, si estamos juntos será bueno para los dos, estoy segura, si no, cada uno buscará por su lado lo que crea que sea la felicidad. No temas, el futuro siempre sonríe a quien no se esconde.

Se ha convertido súbitamente en un héroe.

Leopoldo juega con Rufus, lo provoca lanzándole un hueso y luego mordiéndolo él con sus propios dientes y echándose a cuatro patas. Imbécil.  

Idalia intenta detenerlo, él también. Ella grita: El perro sólo juega con la señora. El hueso sale volando cuando el hocico de Rufus se clava en la cara de Leopoldo.

Él se lo buscó, quién le manda jugar como perro con un animal así. Imposible congraciarse con un animal.

Agarra la manguera de una de las lavadoras y echa agua a la cara de Leopoldo profusamente, luego coge una toalla húmeda y se la pone para detener el pedazo de piel arrancado. Como pueden lo meten al carro para llevarlo al hospital.

Al anochecer,

hablan de sus cosas con atajos y sobrentendidos, de a poquito. Ella lo acaricia, y él husmea su cabello, baja por su cuello, sus senos, y al llegar al ombligo el olor lo aviva: fragante por fuera, sucio por dentro; allí está la historia de su día, lo lame y luego se pierde en el caminito de vello que lo lleva a un sabor diferente cada vez que se acerca. Rufus aguarda en la entrada del local. Después del incidente, Olivia lo castigó unas horas; pagaría por saber qué sucederá entre los dos cuando Leopoldo vuelva, ha corrido con suerte, una curación profunda, un par de vacunas, y paciencia para que el tejido se regenere. Hace tiempo que no tiene esto: necesidad de alguien; al despertar, la imagina exhibiendo cualquier punto de su cuerpo. Cuando lleva sandalias, la cabeza del pulgar sobresale ostentosa y rosácea, una pulsera de cuero abraza su tobillo derecho, sus muslos suaves se esconden debajo de su falda; si viste una blusa abotonada, deja que el primer botón suelto muestre la rayita de sus pechos, o también le gusta ponerse sedas holgadas que caen vaporosas y desnudan sus hombros. El primer día, después de que regresó del hospital, Olivia se apareció en el restorán para agradecerle. Cerraban a eso de las seis, Enrique se marchaba y él se quedaba para organizar lo del día siguiente; disfrutaba ese momento, reconocía lo que tenía y lo paladeaba:

Día uno

Olivia entra llorando. En el hospital, Leopoldo le ha exigido que se deshaga de Rufus, ella no puede ni quiere. No sabe qué decirle, cogen y después se zampan una pasta primavera; entre los dos limpian la cocina y cogen de nuevo antes de irse.

Día dos

Olivia llega furiosa. Leopoldo tiene la escritura del local. Tampoco sabe qué decirle, cogen y después devoran unos tacos de lengua con chiles toreados. En el refrigerador, encuentran unas natillas que les sirven para quitarse lo enchilado. Él limpia mientras Olivia curiosea en la alacena, se meten mano allí mismo antes de salir.

Día tres

Olivia no llega al restorán, él empaca ensalada y embutidos y se apersona en la lavandería. Ella está haciendo cuentas, lo recibe con una sonrisa desbordante, se chupa los dedos después de terminar la ensalada, lo que queda cae al suelo cuando ellos se trepan en el escritorio. Rufus se atraganta y después lloriquea para llamar la atención. 

El resto de la semana

A las sobras las quiere porque lo obligan a improvisar. Tres días han bastado para sentir los placeres de la rutina; después han hecho lo mismo, cambian la forma y el orden. Cocina para ella cosas sencillas, las pone en una bolsa y las lleva al negocio. Las confesiones son escasas, no se acostumbra a su voz, la ve como algo separado de ella, con densidad y dureza, lo contrario a su cuerpo, a su modo. Salidas de su boca, las palabras parecen golpes, suenan inhumanas. Le contó que su marido le pidió a Leopoldo que la cuidara, para eso tengo a Rufus, y lo miró colérica. Y qué si no quiero ser su mujer. Y qué si quiero vivir nomás con Rufus. El local está a su nombre, pero su marido le dio a Leopoldo la escritura en resguardo. Cretino. Dar y quitar. Es un esqueleto y se cree dios.

Ocho días después del ataque,

Olivia llega al restorán echando pestes porque Leopoldo le ha advertido que irá a la perrera para que recojan a Rufus, y que Idalia y él serán sus testigos; además ha hablado con el médico para que le dé un certificado de lo ocurrido. No diré nada, la conforta y luego los apapacha a los dos con una sopa de fideos. El perro se queda en el patio de las mascotas y ellos se cachondean hasta que oyen los pasos de Enrique. No disimula su sorpresa, los saluda confundido. Ella saca al perro a orinar. Qué bárbaro, desde cuándo cogen, y yo apenas me entero; y el marido ¿qué? Es viuda, animal. ¿Tan rápido? Idiota, su marido se murió hace un año; Leopoldo es su socio. Pues también coge con él. Por qué no escribes su biografía, si sabes todo de ella. Cálmate, no diré nada. No me importa lo que hagas.

Hace días que no la ve,

se traga su orgullo y se aparece por la lavandería. Idalia le recibe el bulto de ropa. Él no se aguanta las ganas: ¿Y el perro? Desapareció. Ah. Nadie dice nada. Ah. Y luego en un rumor: La señora Olivia se lo llevó a una pensión muy lejos. ¿Cómo sabes? Ella anda muy campante. Ah, ¿la puedes llamar?, quiero preguntarle algo. La señora está en la oficina hablando con don Leopoldo, no los puedo interrumpir si la puerta está cerrada. No se contiene, ni siquiera la deja terminar la frase, se mete al carro y arranca.

Lobo,

no sé si quiero que vivamos juntos, no sé si podría volver a vivir con otro ser humano, de lo que estoy segura es de que te quiero en mi cama diario hasta… No sé, ¿cuánto dura el deseo por otro? Eso depende de tantas cosas, no te pongas romántico e insistas en eso, es mejor así, verse clandestinamente mientras dure. Extraño tus secreteos en mi oído, tus mimos y tus fideos. Si no vienes hoy, te sorprenderé mañana. Cuando me domina la sensación de estar entre el amor y la indiferencia, me siento poderosa.

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