Mi madre era la reina de la playa de Torremolinos. Sus senos desnudos eran los más bonitos de todos, eso lo veía cualquiera. Eran redondos como esferas y como con un pequeño tobogán hacia arriba. Yo rogaba que algún día me crecieran senos como los suyos, pero hasta ahora no se veía nada de frente, sólo de lado una diminuta curvatura, y eso sólo si metía la panza. Siempre traía puesto mi bikini azul con franjas rojas y blancas, yo era la única que no estaba desnuda en nuestra playa. Del otro lado de la bahía están los pequeñoburgueses, decía mi madre. Con sus trajes de baño de colores parecían Lunetas tiradas al sol. A mí me hubiera gustado estar del otro lado […]
Quizás mi madre tenía sueños similares. Quizás a veces también soñaba con una casa con camas de verdad y frescas sábanas blancas y bien planchadas, con un baño con excusado y regadera y agua dulce que saliera a borbotones de todas las llaves.
Dormíamos en sleeping bags apestosos en una tienda de campaña debajo de los pinos, atrasito de la playa. Las agujas de los pinos se nos encajaban en los pies, y olía a plátanos podridos.
Yo me sentía sola, mi madre se sentía sola, y las dos lo sabíamos la una de la otra, eso era lo peor.
Nuestra tienda de campaña era amarilla, y cuando en las mañanas me despertaba antes que mi madre y el sol ya estaba alto en el cielo, las dos teníamos la cara amarilla. En la pared de la tienda de campaña se movían las sombras de los pinos al viento. Los otros niños estaban en sus bungalows y podían ver películas de dibujos animados en la tele. Mi madre roncaba quedito y a veces suspiraba en sueños.
No estábamos aquí de vacaciones, sino para ganar dinero. En casa, en Gotinga, mi madre trabajaba en un bar de estudiantes y en las noches, cuando regresaba a casa, olía a cerveza y a Toast Hawaii. Ahí había oído que en España se podían ganar carretadas de dinero vendiendo bisutería.
Yo le ayudaba a ensartar collares de perlas, y robaba tenedores de los restaurantes; ella los ponía sobre la arena ardiente hasta que se hubieran suavizado un poco y luego, con unas tenazas, los curvaba hasta darles forma de pulsera. Ése fue un invento suyo, y el verano pasado habían sido un superhit, pero este año ya no los quería comprar nadie.
Por eso ya no podía yo comer bocadillos en el bar playero de Gustavo, eran demasiado caros. Comprábamos pan y embutido en el supermercado, el embutido manchaba los dedos y el pan de color naranja rojizo. Gustavo de vez en cuando me daba un refresco y papas fritas gratis, a cambio limpiaba yo las mesas y recogía las servilletas tiradas en la arena, en las que estaba escrito con una delgada letra azul: Gracias por su visita. Ya entendía yo el suficiente español como para saber lo que quería decir.
Mi madre extendía todos los días un lienzo para su bisutería junto a la roca grande, a cuya sombra con frecuencia me echaba un sueñito por las tardes. Del otro lado de la bahía había sombrillas y camastros. Mi madre siempre estaba desnuda a no ser por los collares de colores que colgaban de su cuello y los muchos tenedores curvados que le cubrían los brazos hasta arriba.
Los hombres la saludaban de beso, las mujeres preferían pasarla por alto, en cambio a mí me acariciaban el cabello y me daban disimuladamente caramelos viejos y pegajosos. Nos quedábamos en la playa hasta la puesta del sol. Poco antes de que el sol se sumergiera en el mar —mucho tiempo pensé que seguía resplandeciendo abajo del agua y que de noche los peces tenían luz, igual que nosotros de día— venía gente con bongós y cajas llenas de cerveza y tamborileaban hasta que el sol desaparecía y todos aplaudían, como si el sol lo hubiera vuelto a hacer particularmente bien. Las mujeres y mi madre bailaban, y yo me hacía cargo de la bisutería pues a veces por las noches todavía había buenas ventas. No me gustaba ver bailar a mi madre, parecía como si se olvidara de todo a su alrededor, también de mí.
Por las noches, en la tienda de campaña, lloraba con frecuencia y trataba de ocultármelo, pero yo siempre la oía. En España no me dejaba que la llamara mami, sino Ingrid. Pero Ingrid no se sentía como si fuera de veras mi mamá.
Graciaspor su visita (fragmentos) / Doris Dörrie
Traducción de Claudia Cabrera