Que éramos prisioneros de la mezquindad
del mundo, acorralados en la mediocridad general.
Cohn-Bendit
a Gigi Saúl Guerrero
Llegué a Vancouver a mediados del año con la convicción de triunfar en esta provincia sin historia, o cuyo pasado remoto se concentra en la presencia totémica de sus primeros pobladores. Mi objetivo era convertir la vida en una experiencia estética, impredecible y agresiva para plasmarla en una obra carente de principio, clímax y final. En un momento pensé en migrar a París. Me imaginaba recorriendo con parsimonia las intersecciones del Boulevard Montparnasse y su necrópolis para invocar a sus huéspedes, pero ¡vaya ilusión!, el francés que sabía, producto de una relación amorosa con una argelina, era insuficiente; por otro lado, los recientes atentados del Estado Islámico y las amenazas de ulteriores estallidos fueron suficientes para no hacerlo. Alemania también me seducía, pero existía un problema similar, aunque sin riesgos detonantes. Tenía que actuar con objetividad, el único idioma que dominaba era el español y España no era una opción, sus incesantes crisis económicas y su acendrado racismo contra los «sudacas» lo hacen un lugar no grato. Con el inglés me defendía; por lo tanto, el espectro de posibilidades se redujo a cuatro países: a Australia la descarté de inmediato, la lejanía bastó para ello; Inglaterra nunca me ha interesado más allá de su imagen infractora heredada de su icónico asesino serial y de los punks; los Estados Unidos ya no eran una posibilidad, en mi última estancia no me presenté a una audiencia por un dui que adquirí al regresar de un concierto de Godspeed Your Black Emperor y eso me convertía en un prófugo. No había elección, Canadá emergió como el «oasis»; además, tenía los cabos atados: el primo de un amigo me dejaría instalarme en su departamento, pero ya sabrán, el muerto y el arrimado a los dos días apestan. Al mes de haber llegado, en pleno día de mi cumpleaños, con total desaplomo, el primo de mi amigo, cuyo nombre no quiero recordar, me dio una semana para dejar su domicilio. El argumento consistió en que el arrendador se había enterado de mi presencia y el contrato estipulaba: «No más de dos inquilinos». Aunque todo ocurrió a raíz de que la esposa del primo de mi amigo me pilló masturbándome. De cualquier manera, la notificación fue inesperada. Quedarse de repente sin dónde pernoctar es una sensación intensa. De plano uno siente la levedad del ser; sin embargo, no podía comparar mi problemática con lo que vivían cientos de sirios que intentaban cruzar las fronteras a través de corredores en Macedonia, los Cárpatos, la Transilvania vampírica, o varados en Hungría y Austria tras meses de dar rodeos, sin mapas, basándose tan sólo en la geografía aprendida en el colegio en un intento desesperado por llegar a Alemania o a Suecia. Meditar en ello me hizo ver que siempre existirá otra persona más jodida. De cualquier manera, me sentía desolado.
A pesar de la adversidad, me puse las pilas, y en mi recorrido por el downtown en búsqueda de algún restaurante en dónde trabajar me sentí que transitaba por las calles de alguna provincia china. Fue hasta entonces que comprendí el mensaje de despedida de mi hermano: «Suerte en Van-Kong». Caminé por horas y en cada uno de los comederos en donde me asomé me pedían mi prCard o la visa de trabajo, documentos que no tenía. Desalentado y hambriento fui al barrio de Chinatown para comer arroz frito; terminé asqueado por el atracón y, a dos cuadras de donde estaba, en el 165 de Penders Street, encontré el hotel Avalon, en donde me instalé; quizá allí encontraría a una de las nueve míticas reinas. Pagué por adelantado y mis finanzas quedaron en noventa y tres dólares, suficiente plata para comprarme un booze y encerrarme en mi habitación para empezar a escribir. Mañana Dios proveerá, pensé con sinceridad.
Al día siguiente, con nueva visión, salí temprano para presentarme con la ciudad y en mis andanzas me topé con la sede del décimo tercer Vancouver Latin American Film Festival, en donde proyectaban México bárbaro. Vi la película y, cuando salí, desvié el camino de regreso al hotel y tomé por la antigua vía férrea del Canadian Pacific Railway en Gastown hasta desembocar en East Hastings Street; al transitar por su acera rumbo al Mictlán, a plena luz del sol, bajo la azul bóveda del día, los despojos de la sociedad se arponeaban la vena cefálica hasta transfigurarse en fantasmas errantes. Pronto oscureció y una lluvia tupida acompañó la oscuridad sin inmutar a los sometidos de la Tierra, y mientras caminaba a contracorriente de los muertos vivientes, un espectro se me acercó, brilló en el cielo negro un relámpago y la aparición se convirtió en un ser enjuto. De la nada me habló en español y, ante mi asombro, mencionó haberme visto en la sala del cine; se presentó y sin más preámbulo me invitó unos tragos en el 12 Kings Pub. Acepté la oferta; aún chispeaba y no tenía dinero como para rechazar unas cervezas. Después de cuatro o cinco rondas de Molson y de explicarle mi situación, me ofreció su casa y me corrió un churro para olvidar las angustias. Al principio la mota fue efectiva, pero a la larga dejó de funcionar. César Porras era un tipo de unos cincuenta años del que en un principio desconfié; sin hijos y soltero, de seguro era puto, pensé de inmediato. Pero esa suposición se esfumó, pues todos los fines de semana iba a los prostíbulos. Si no se había casado era porque las putas no lo habían dejado.
A dos semanas de estar instalado en casa de mi anfitrión, César me conectó con una constructora para trabajar de labor, pero a los quince días me despidieron. Esa misma noche, mientras dormía, César entró sigiloso a la recámara, levantó con cuidado las cobijas y, una vez acostado a mis espaldas, su hirviente resuello me despertó, y cuando traté de asimilar lo que acontecía, con fuerza trató de bajarme los calzoncillos sin apartar su verga que buscaba taladrar mi trasero. Como respuesta le propiné unos codazos, rompiéndole la nariz, la boca, la jeta entera, y le dejé en claro que le cortaría los huevos por puto. Tomé mis cosas, aproveché para sacarle algunos billetes de su cartera y lo dejé lloriqueando en el umbral de la puerta de salida, pero el incidente no terminó allí: la policía me buscaba bajo el cargo de haber causado daño intencional.
Regresé al Avalon para encerrarme con un seis de cervezas Estela y devorarme algunos libros de la generación Beat que obtuve de la biblioteca central, y en la precaria sucesión de los instantes salía a mi ventana a ver pasar: golfos, chulos, gigolós, hipsters y truhanes. Mientras aspiraba el aire otoñal, me di cuenta de que pertenecer a alguna minoría había dejado de ser algo excitante y real como lo fue para Kerouac y para la percepción norteamericana de esa época; ahora lo excitante era estar amenazado… y yo lo estaba, no en mi integridad física, sino por la imposibilidad de conseguir un trabajo digno. De tanto buscar y no encontrarlo, entré en razón de la incongruencia que esto suscitaba. Si se podía estar fornicando, escribiendo, consumiendo fenedryl o realizando cualquier otra pendejada, ¿por qué diablos la gente seguía mansa, ensamblando en la línea de producción? Skyway-trabajo-comer-trabajo-skyway-sillón-televisor-dormir-skyway-trabajo-comer-trabajo-skyway-sillón-televisor-dormir-skyway-trabajo-comer–trabajo-skyway-sillón-televisor-dormir-skyway-comer-trabajo-skyway-sillón-televisor-dormir-hasta un buen día morir.
No sabía cómo actuar, quizá pasar a la clandestinidad era la respuesta, como los Weathermen, detonando bombas en las oficinas postales como válvula de escape para así apaciguar por momentos mi frustración y mi incordio, o, de plano, sin comprometer a nadie, incendiarme a lo bonzo. Lo admito, al paso de los meses incubé un terrible odio hacia todo lo que me rodeaba. Durante mi deambular por la E. Hastings St. conocí a un paisano que tenía cerca de diez años radicando en el país, pero para él tampoco hubo alternativas: dos agentes encubiertos lo sorprendieron vendiendo msmd y, aunque logró escapar, se mantuvo en la clandestinidad y hundido en la depresión, cruzó una calle poco transitada sin precaución y murió atropellado. No cabe duda, la muerte siempre aparece de improviso, silenciosa, sarcástica y pestífera como una rata muda y flexible que observa desde la cloaca. Jorge Molina permaneció en el asfalto con los ojos abiertos y serenos, acordándose de aquel mundo remoto y distante; el campo, la siembra y el ganado. De esas cosas menudas e insignificantes. Al contemplarlo, experimenté una sensación parecida, aunque mucho menos intensa, que afectó sólo a las capas más superficiales de mi conciencia. Hubiera sido mejor quedarme en mi tierra, pensé nomás por pensar.
Tal vez la opción radicaba en una manifestación de un nihilismo puro al estilo King Mob: lanzarme a la aventura vandálica. Sentir por unos días el viento de la historia revolotear por el rostro. Si se saquea una tienda y se queman dos, ¿cuántas quedan? Al día siguiente, conecté a otro desterrado y adquirimos el hábito de destrozar las vitrinas de los locales ubicados en Main Street Shop Hop, en nuestra guerra frontal contra la sociedad indiferente. Así que había determinado portarme como un villano y odiar los frívolos placeres de este tiempo. Aunque tuvimos nuestros quince minutos de fama sin pagar por ello, paramos. Nos dimos cuenta de que, al continuar con la rebeldía, únicamente alimentábamos a los medios masivos para procurar el consumo de aquellas personas alineadas en búsqueda de transgresión, sobre todo aquellos remedos de tabloides como Metro y 24 Hrs. Pero de qué fama hablo, ahora cualquiera puede convertirse en un personaje mediático, pues, al igual que en el mundo del arte contemporáneo, ya nadie espera del artista un talento especial en búsqueda del sentido transgresor para sepultar lo que ahora es vanguardia. Simpleza, ingenio, impudor, ignorancia ufana y desenfadada que apele al infantilismo de la audiencia es lo de hoy. Ser un motherfucker ya no era una alternativa; sin embargo, al mes de los disturbios, la rcpm me aprehendió; irónicamente, tras las rejas, sentí paz, me sentía real. Pero en cuarenta y ocho horas me dejaron salir por falta de pruebas; por lo del asunto del assault, ni en cuenta; sin ninguna identificación a cuestas era quien yo quisiera ser. Ese periodo fue de una aridez desmesurada; en ocasiones me la pasaba sentado en la cafetería To Dine For en Commercial Drive, con la mirada distante, vacía y aburrida, bebiendo un café insípido de refill. Pobre Gigi Saúl Guerrero, nunca se cansó de llenar mis tazas de café. En otras ocasiones me reunía con ella en mi habitación del Avalon para hablar de nada, aspirar unas líneas de cocaína y terminar culeando. En esos días se me ocurrió atentar contra la vida de alguien famoso a lo Valerie Solanas, pero aquí en Canadá quién es una celebridad cuya muerte pueda cimbrar al mundo del espectáculo, ya no hablemos del universo del arte. Pronto la idea se desvaneció: para qué luchar contra la corriente y querer que el cosmos fuese algo distinto de lo que es. A partir de entonces vagué como espectro abúlico, pero siempre Gigi estuvo allí para rescatarme.
Un buen día, para olvidarme de todo, decidí mudarme a Surrey, en el suburbio obrero, y, ya saben, quien vive en la periferia está fregado. Llegué al cuarto, me dirigí al retrete; al lavarme las manos, abrí la llave y el agua salió envenenada. Aquí la gente se cría en las alcantarillas y la guerra entre las pandillas por el control de los barrios tiene en jaque a la sociedad, que para llamar la atención de las autoridades desata huelgas o cortes de electricidad y almacena basura que se pudre en las calles. Aquello despertaba las fantasías más lúgubres sobre el fin de la civilización, los valores y el estilo de vida canadiense. Cuando no hay perspectivas hacia el futuro, uno se hunde en una confusa mezcla de desánimo, falta de perspectiva y conflictividad social. Ni coger quiere uno.
Estoy tan vacío y aburrido que no se me ocurre nada más que decir y la pereza no me deja escribir. Lo único digno que podría hacer es honrar a mi familia asesinándome.