Todos mis muertos / Jhovana Aguilar Jiménez

El cementerio del pueblo guardaba los restos de personajes muy notables que le dieron fama a la comunidad. Era fácil identificar sus lápidas, pues eran hermosas y estaban esmeradamente adornadas por ramos de innumerables tipos de flores coloridas y alegres, que perfumaban el ambiente y le concedían al lugar cierto aliento engañoso de vida. En las piedras calizas, de pórfido y mármol se leían fechas de nacimiento y de fin, fragmentos de canciones o poemas, recuerdos de palabras grabadas que con el tiempo se iban erosionando; los nombres de sus habitantes lucían con letras muy grandes y la gente se paseaba entre los célebres sepulcros para visitar a sus artistas favoritos, a los tantos que había cultivado aquel pueblo. Pero la tumba que yo buscaba se hallaba hasta el final del cementerio, en un rincón lleno de maleza, velado por las sombras tristes de unos esqueléticos árboles de buganvilias que dejaban caer sus pocas flores sobre la tumba, y ahí se quedaban, se desintegraban y más tarde el viento se las llevaba a otros rumbos.

          Era una simple lápida de piedra que conservaba el verdín de muchas lluvias; en medio tenía una rotura que partía la piedra en dos y nunca había sido restaurada; estaba tan descuidada que las hojas secas formaban un tapiz, revueltas con las botellas de refresco y los envoltorios de frituras que arrojaba la gente irrespetuosa.
          A diferencia de las demás lápidas —y estaba segura de que era la única—, ésta no poseía nombre, fechas ni frases conmemorativas. Estaba vacía, en blanco. Nadie sabía quién vivía —o, mejor dicho, residía— en aquella lúgubre tumba. Sólo yo, que todos los domingos después del desayuno la visitaba, después de que los sonidos cargantes de mi solitaria casa amenazaran con aplastarme. Cada domingo, aunque hiciera frío o lloviera, aunque los demás corrieran en dirección contraria, hacia la feria municipal y la frescura del parque, aunque me encontrara enferma y débil. Era para mí una rutina necesaria ir y observar esa tumba en blanco, abandonada y desconocida.
          Una mañana en que había llegado al pueblo una compañía cirquera, y por esa ocasión la gente se olvidó de sus muertos para divertirse, el cementerio se quedó totalmente desierto. Flotaba una niebla espesa que iba allá a donde yo iba y no me permitía ver más que la lápida vacía, por lo que a mi alrededor todo estaba oculto y se movía perezosamente en bucles zarandeados por el viento caprichoso. De pronto oí una voz:
          —¿Sabe quién duerme ahí? El pobrecillo parece un extraño en medio de tantos conocidos.
          Era el vigilante. Alzaba una lámpara de aceite recién apagada a la altura del rostro decrépito, lleno de surcos que atestiguaban el paso del tiempo, y sus ojos, que poseían los vestigios de sus pesares, miraban la lápida vacía con profunda lástima.
          —No, no lo sé —respondí, pasado un largo rato.
          Giró la cabeza hacia mí al escuchar mi voz, como si apenas se percatara de mi presencia. Y, al examinarme, aquel rastro de lástima persistió en su mirada cansada.
          —He intentado localizar a sus familiares, pero nadie viene nunca. Sólo usted—. Frunció el ceño, intrigado, como si precipitadamente hubiera descubierto algo—. ¿Es usted su familiar?
          —No —volví a responder, como si tuviera contadas las palabras que salían de mi boca. El vigilante lo entendió.
          —Hace mucho vino una muchachita, muy bronceada, joven, con los ojos brillantes y vestida de negro, como si se dirigiera a un funeral o viniera de uno. Parecía… —Lo pensó detenidamente, buscando las mejores palabras para definir lo que intentaba expresar—. Parecía como si tuviera dentro una gran congoja; era como una rosa a punto de marchitarse, una rosa que hacía muy poco había estado sana y fresca, ¿me entiende? —Yo asentí—. Pero ya no. Pidió este terreno, junto a las buganvilias, y yo mismo cavé el hoyo para el ataúd. No hubo funeral ni más presentes. «Esperaremos a alguien más, ¿verdad?», le pregunté, pero ella sacudió la cabeza una sola vez, y empecé a llenar la fosa. Al cubrirse la reluciente tapa del ataúd, la joven arrojó un fardo de cartas y fotografías. Al colocar esta misma lápida me sorprendió que no dijera nada, así que le pregunté: «¿No llevará nombre?». «Es demasiado pequeña para tantos nombres», me dijo, con ese aire de misterio y tristeza que, para mi extrañeza, súbitamente la había marchitado. Estoy seguro de que eso sucedió en cuanto aplané la superficie de la fosa recién sepultada.
          »Hubiera querido preguntarle a qué se refería con aquello, pero callé, la vi dar media vuelta y perderse entre los demás sepulcros y esta misma niebla, que pareció disiparse junto a ella, y nunca más la volví a ver.
          »Esta pobrecilla tumba permaneció muy sola hasta que usted empezó a frecuentarla. —La duda se incrustó en su rostro—. ¿Y por qué lo hace? ¿Por qué viene si no lo conoce y no es su familiar?».
          El silencio se extendió entre nosotros, hasta que el viejo decidió marcharse y la niebla se lo tragó.
          No me sorprendió que el viejo se acordara de aquella lejana y a la vez tan cercana primera ocasión en que nos vimos, pero me impresionó un poco que no me reconociera.
          Yo había cambiado, lo sabía. El inexorable tiempo había obrado en mi cuerpo demasiado rápido, demasiado pronto. Parecía más grande de lo que en realidad era, y, al llevar mis manos a la cara, palpé las arrugas, tan profundas y abundantes que me pregunté cuándo había ocurrido, cuándo había empezado a envejecer tanto, a marchitarme, porque yo no me había dado cuenta. Era consciente de la tristeza que me envolvía, que atraía esta niebla sofocante y fría, pero no me percaté de que decaía hasta que el vigilante me hizo notarlo.
          Suspiré resignada, como quien sabe que llegará inevitablemente la noche y junto a ésta las angustias que la habitan. Y me planteé la idea de recostarme en la alfombra de buganvilias y dormir, como aquel «pobrecillo» que dormía allá en el fondo, entre los gusanos, la tinta perdida de las cartas y los rostros borroneados de las fotografías.
          No, no era sólo uno. Eran varios muertos, amontonados, uno encima del otro, y otro, y otro.
          El primero, el que yacía en lo más hondo del ataúd, no tenía un semblante de carne y hueso, sólo de papel, siempre detrás de un marco de vidrio. Murió en el mismo instante en que yo vine al mundo; mientras yo profería un grito de vida, ella exhalaba su último suspiro, entre sangre y sudores, con sus ojos fijos en el techo y una mano estirada que, antes de perder su movilidad, había intentado tocarme. Descansaba en el fondo del ataúd, sin voz ni figura ni recuerdos, sin ningún rastro en el mundo que me ayudara a recordarla. Sólo tenía su nombre, que no significaba nada, más que letras y acentuaciones. El segundo muerto lo recordaba siendo yo muy pequeña, pero sólo era una sombra inclinada sobre mi cuna, con una voz cariñosa y ronca que me provocaba la risa infantil, pero que siempre, muy disimuladamente, poseía un timbre amargo, afligido, y veía sobre sus hombros el cadáver de aquella mujer que murió para que yo naciera, lívida y aún sudando, encorvándole la postura a mi padre, cansándolo. Cuando él también siguió el mismo rumbo que ella, yo seguía siendo muy pequeña, mi mundo lo constituía una casa de tres habitaciones solitarias y no sabía lo que era la muerte. Su lugar lo tomó su madre, mi abuela, que también cargaba el cadáver de su esposo sobre los afilados hombros junto al de otro hijo que murió siendo niño, un hermano que murió de enfermedad, y su madre, que había recibido en la frente una bala perdida en una feria cuando mi abuela era adolescente; sobre todos ellos yacía el reciente cadáver de mi padre. Tenía que soportar verlo todos los días, con sus ojos muy abiertos, que me miraba sin distinguirme, con el semblante perdido y rígido, y estirado alrededor de mi exhausta abuela como un pesado manto. Cuando mi abuela también murió, empecé a cargarlos a los tres sobre los hombros, o será que no me había dado cuenta de que los llevaba conmigo hasta que me resultaron una carga sofocante. Me quedé sola en el vasto mundo, dando pasos errantes, con la espalda arqueada y dolorida, los brazos sangrantes de mi madre alrededor de mi cuello, las piernas de mi padre envolviendo mis costillas, enterrándome las uñas para no caerse, y las manos esqueléticas de mi abuela sujetándose a mis hombros, tirando de mi piel cada vez que se resbalaba.
          Me acostumbré a su peso y detuve mi peregrinación en aquel pueblo que dio nacimiento a célebres personajes, y conocí a un hombre que plasmaba las esencias y las cualidades del mundo en el lienzo. No lo acompañaban sus propios muertos, porque no le temía a la muerte, no le enfurecía ni le mortificaba. Andaba erguido y no alcanzaba a entender mi cansancio, pero me creía y me consolaba.
          Me planté ahí con el objetivo de echar raíces, llegué a olvidarme de mis muertos en algunos instantes, aunque nunca se iban. Los llevaba en la espalda, adondequiera que fuese.
          Tuvimos dos hijas que correteaban por el jardín de nuestra casa, riendo y dándole vida a las paredes; sus risas llenaban los vacíos donde hacían falta muebles, colmaban mis propios huecos y me aligeraban la carga que constituían todos mis muertos. Los protegía a los tres en mis brazos para que nunca supieran lo que era el dolor y la muerte y no tuvieran que lidiar con agobiantes pesos en sus espaldas. Los amaba, como se ama lo único que se tiene, lo único que se valora, lo único que alegra. Pero no pude ser su guarda todo el tiempo…
          Sus fallecimientos fueron muy hablados por la gente del pueblo por semanas, pero tarde o temprano los fueron olvidando, porque no eran sus muertos, porque no los conocían. Sólo los movía el morbo de cómo había sucedido: arrastrados por un río desbordado a causa de una furiosa tormenta cuando regresaban a casa después de un paseo en la capital. Yo no los había acompañado debido a un fuerte dolor estomacal, y cada día me arrepiento de ello.
          Hubiera preferido seguirlos en la muerte que llevarlos en mi espalda, donde se acomodaron y enterraron sus uñas en mi carne para no caerse. Al mirarme en los espejos, en los vidrios o en cualquier superficie donde encontrara mi reflejo, los veía a todos: a mi madre, a mi padre, a mi abuela, a mi esposo y a mis hijas. Todos contemplándome, parpadeando al mismo intervalo, empujándose entre ellos y luchando por mantenerse sobre mí.
          Hice pedazos todos los espejos que tenía, y cuando el peso se volvió insoportable, acudí al cementerio y ocurrió lo que el vigilante había relatado. Me los quité como si fueran sanguijuelas, tuve que despegarlos lentamente para que el dolor no fuese tanto, pues se habían hundido en mi piel y se negaban a liberarme. Los coloqué en el ataúd según su antigüedad. Observé a mi madre, muy parecida a mí, manchada eternamente por el sudor y la sangre del parto; rocé los nudillos de mi padre y de mi abuela; besé a mi esposo, que me miraba con fijeza, sin reconocerme, con el semblante tranquilo porque nunca supo lo que era la muerte; y les entregué mis lágrimas cristalinas a mis pequeñas hijas, las abracé queriendo esculpirme sus formas en el pecho, pero cuando sentí sus manitas buscando mis hombros, sus uñas afiladas escarbando mi piel para regresar a mi espalda, las solté y las empujé al interior del ataúd, aunque no les gustara la oscuridad, el silencio, el encierro.
          Cerré la tapa de un portazo y me quedé un momento inmóvil, sintiéndome extraña sin la habitual pesadez. Oí golpes dentro del ataúd, forcejeos violentos que intentaban abrirlo. No hubo gritos ni lamentos. Mis muertos nunca hablaban; mis imaginaciones hablaban por ellos, pero siempre mantenían los labios sellados. Podía vislumbrarlos, sin embargo, atrapados en el reducido espacio, tratando de salir, buscando el nido que habían formado en mi cuerpo.
          Volví a casa, me recosté en la cama que guardaba los aromas que me hacían evocar recuerdos y, llenándome de ellos, me quedé dormida, tal vez por mucho tiempo, pues cuando desperté mis lágrimas se habían vuelto de hielo, una agresiva corriente de viento entraba por las ventanas rotas, hiedra crecía por las paredes, flores brotaban del suelo desmoronado y una gruesa capa de polvo lo cubría todo. La cama olía a moho, mi ropa se había hecho trizas sobre mi cuerpo, había una laboriosa telaraña en el hueco de mi axila y en mi boca entreabierta se había criado un pájaro.
          Desde ahí empecé a visitar la tumba de mis muertos cada sol, hasta que no pude tolerar el trayecto, pues tenía la impresión de que había despertado de mi largo sueño más débil y enfermiza, y tuve que recortar mis visitas a los domingos.
          —Así que sigue aquí… —dice el vigilante, sacándome de mis cavilaciones. Su tono denota sorpresa—. Temo que ya voy a cerrar, señora. Platiqué con usted en la mañana y ya pasan de las diez. ¿Lleva todo el día aquí?
          —No me había dado cuenta. Se pasa volando el tiempo…
          Ambos posamos la vista en la lápida vacía y nos quedamos contemplándola por mucho rato.
          —Ahora que lo pienso, ya recordé quién era la joven que enterró aquí a su difunto. Había aparecido una fotografía de ella en el periódico, creo que… su familia sufrió un accidente. Sí, eso fue. Nunca encontraron los cuerpos y la joven desapareció del pueblo. Los últimos que la vimos fuimos los que estuvimos aquí, en el cementerio, cuando enterró a su difunto.
          —¿Hace cuánto sucedió eso?
          —Tres años o menos. Después de platicar con usted esta mañana consulté unos recortes del periódico que guardé—. Se moja los resecos labios antes de continuar—. ¿De verdad no tiene ningún parentesco con ella? Porque…
          Pero yo ya he dejado de escucharle.
          Tres años…
          Un sueño de tres años, sin interrupciones, sin pesadillas, sin dolores, sumida en la oscuridad de la completa inconsciencia, sin saber nada, sin sufrir.
          Me toco la cara, sondeando las rugosidades, la decrepitud de mi cuerpo. Me arrodillo frente a una pequeña charca de agua estancada donde encuentro mi difuso reflejo y recorro mi enflaquecida mejilla con la mano ahuecada, notando mi piel quebradiza como las hojas de otoño, hundo los dedos entre mis cabellos blanquecinos y me examino las manos como si las viera por primera vez, huesudas y envejecidas.
          —¿Se encuentra bien, señora? —el vigilante coloca una mano en mi hombro.
          —Tres años… —susurro.
          —Será mejor que se vaya. Estar todo el día aquí le ha afectado.
          Me miro una última vez en la superficie del agua y me pongo en pie con dificultad.
          —Sí, sí, tiene usted razón. Pero antes permítame un momento a solas. Me iré en cuanto termine.
          El vigilante preferiría escoltarme él mismo a la salida, pero da media vuelta y se pierde entre la densa niebla.
          No extraño mi antigua apariencia, pues ya ni para eso me quedan fuerzas. De mí no quedan más que los despojos, revueltos y estropeados. Me he acostumbrado a andar encorvada, aunque tengo la espalda libre. Podría jurar que escucho golpes, puños que aporrean el ataúd, y hasta mí llegan sus ruidos amortiguados; sé que están ahí abajo, sintiendo mi presencia y deseando volver a mí, pegarse como insectos a mi piel y absorberme entera, y no me molesta la idea, porque es la única forma de vida que conozco.
          Me recuesto en la alfombra de hojas marchitas que crujen bajo mi peso, con un brazo bajo mi cabeza, formando una almohada, y con la otra mano acaricio el suelo.
          —Tranquilos —les susurro, sabiendo que les llegará mi voz atenuada—. Ya estoy aquí, y ya no me volveré a ir, lo prometo.
          Cierro los ojos para arrullarme con los recuerdos, y noto mis lágrimas calientes derramándose por mis mejillas, haciendo un reguero, mientras las buganvilias me cubren como un manto, y abajo, los golpes paran y soy capaz de imaginar a mis pequeñas hijas, apaciguadas, expectantes por volverme a ver. Allá abajo, en la oscuridad taciturna, me esperan.

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