Gabriel García Márquez: entre el ruido y los cortejos / Pablo Montoya

In memoriam † Gabriel García Márquez

 

Leo a García Márquez desde que era adolescente. Lo leí maravillado en esos años en que el Nobel de Literatura le llegó como una bendición y como una condena. La bendición del reconocimiento universal y la condena de la celebridad. Lo seguí leyendo, deslumbrado por su imaginación desbordante y su contundencia estilística, en los años de mi juventud. Lo sigo leyendo, con menos intensidad emotiva, en la adultez. Su vida y su obra las he tratado de comprender de la manera más objetiva, es decir, sin caer en la admiración gregaria y sin dejarme llevar por lo que han dicho y siguen diciendo casi todos en todas partes. Es difícil lograrlo, es verdad, porque en torno a esta vida y a esta obra, más que con ninguna otra en la cultura colombiana, ha habido demasiado ruido. El ruido del espectáculo y el marketing, el ruido de los medios de comunicación y el periodismo, el ruido de la academia y los estudios literarios, el ruido de las amistades que el escritor tuvo en los medios del poder político y cultural. El ruido, en fin, que ha generado su fama desmesurada.
     Su obra, e insistir en ello acaso sea innecesario, es una de las más logradas en la historia de la literatura del país. García Márquez no sólo fue un gran novelista, también fue un gran cuentista y un gran cronista. Antes se decía, y esto era unánime, que, si se quisiera hacer un antología de la narrativa colombiana, el nombre de García Márquez era suficiente. Hoy sabemos que Colombia, para una verdadera representación, urge de otros nombres. La literatura de un país no es un solo árbol, es un bosque conformado por árboles. Antes de que él y el Grupo de Barranquilla irrumpieran con su notable renovación, se decía, y él más que nadie y su amigo Cepeda Samudio lo dijeron, que la literatura colombiana era pobre y lamentable. Hoy sabemos, sin embargo, que una literatura «nacional» no se hace con un par de nombres o un solo grupo, sino que es un tejido de muchas obras que vienen desde antaño, que palpitan en el presente y que vendrán después.
     Ahora bien, el hombre García Márquez, luego de que se volvió una personalidad pública de matices internacionales, me ha suscitado reservas. Preferí no hacer la peregrinación que los escritores de mi generación le hacían a su casa en México. Una vez más, ante su caso, me dije que lo que había que hacer con los buenos escritores era simplemente leerlos. Su función de «corre ve y dile» de los poderosos es un capítulo deslucido de su periplo existencial. En esta perspectiva, siguió un comportamiento que en nuestro medio inició con Rubén Darío, ese poeta adulador de los dictadores. En la larga historia de la confrontación entre libertad del artista y autoritarismo del tirano, García Márquez terminó prosternándose ante el segundo. Con él, por otro lado, nuestra literatura entró a una suerte de profesionalización del oficio, y ahora algunos escritores pueden decir que viven de la escritura en un país que ha sido mezquino y avaro con sus artistas. Con él nuestra literatura cayó de bruces en la fascinación de lo comercial. Su referente de millones de ejemplares publicados en cada una de sus ediciones ha caído sobre nuestras espaldas como una especie de maldición bíblica. De tal manera que siempre se está buscando, sobre todo en las nuevas generaciones, parecerse a él en su gigantesco éxito.
     Fue difícil no ampararse bajo su sombra apenas empezó este triunfo caudaloso en la década de los sesenta con la publicación de Cien años de soledad. Hubo quienes, por ser fieles a las premisas de sus credos literarios, desaparecieron del horizonte cuando empezó a fulgurar la luz tremenda y mágica, subyugante y embriagadora del universo macondiano. En realidad, una generación de escritores colombianos se esfumó ante el mundo porque sólo García Márquez importaba. Hubo otros que, buscando tal vez el lado más cómodo, decidieron seguir los rumbos del realismo mágico. Imitarlo fue la moda en su tiempo y sigue siendo una manera de ser aceptado en el mercado editorial. Pero seguir tras esta estética es entrar en un callejón sin salida, porque ella tiene una sola marca, la del escritor de Aracataca. Pese a él, o gracias a él, la idea de Colombia, es decir, su representación, empezó a asociarse con Macondo. El país terminó macondizándose, como si fuera una triste caricatura, ante el encanto de esta obra. Pero un país es algo mucho más complejo que una literatura. Y habrá que explicar, con mayor hondura y una mejor distancia, qué significa ese Macondo y sobre qué valores se levanta la particular visión de la Colombia caribeña de García Márquez.
     Tal tarea —pues la otra, la de ensalzarlo hasta lo hiperbólico, es lo que se ha hecho hasta el momento— es necesario efectuarla. Pero establecer una crítica, digamos controversial, de este escritor en el país, es correr el riesgo de que llueva una andanada de reclamos. Al patrimonio nacional hay que respetarlo por encima de cualquier cosa. Como si fuera un deber moral admirarlo sin condiciones. Afuera el panorama es distinto. Y están para demostrarlo las críticas de Octavio Paz, Harold Bloom, Reinaldo Arenas y Roberto Bolaño; los estudios de Enrique Krauze, Ángel Esteban y Stéphanie Panichelli; y los movimientos Crack y McOndo, que, en cierta medida, desacralizaron al ídolo. Críticas que, en general, señalan el amañamiento político del escritor, su visión maniquea del poder, sus hallazgos literarios convertidos rápidamente en fórmula comercial. Con su muerte, como sucede en el cuento «Los funerales de la Mamá Grande», empezarán las conmemoraciones maratónicas y García Márquez se hará más ubicuo y espectacular. Como el narrador del cuento, habrá que recostar la silla en la puerta, y esperar a que pase el vendaval de los cortejos. Sólo entonces podrá hacerse el trabajo de una nueva valoración que exige su obra. Ojalá el ruido deje hacerlo.

 

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