Fraternidades / Antonio Deltoro

1

Con los pies agrietados, nativos del suelo y los ojos deseosos, pero sin agacharse, erguido y hermanándose con el Sol, Carlos Pellicer nos da una forma de la alegría (la palabra alegría lleva en el acento un penacho de sol), en tres versos en que va del cielo al suelo y al cielo otra vez:

    Hermano Sol: para volver a verte,
    ponme en los ojos la humildad del suelo   
    para que suban con tu misma suerte.

    Es el segundo terceto de uno de los sonetos fraternales: la primera palabra es horizontal, fraterna: hermano, aunque en este caso, el hermano sea nada menos que el Sol y el poeta sea capaz de encararlo, como sabemos por los dos versos iniciales del primer terceto, desde una ceiba:

    Y fui desde la ceiba que da vuelo
    hasta el primer escalafón del cielo.

    El Sol sale cada día, el suelo lo sabe, de ahí su humildad y confianza de la que nacen la ceiba y la hormiga.
    La poesía que yo llamo franciscana, la de Machado (la Institución Libre de Enseñanza es una escuela de franciscanismo laico), la de Eliseo Diego, la de Whitman, no obstante su desmesura y su protestantismo, la de Vallejo, no obstante su dolor, tiene en Pellicer su representante más ingenuo y más puro. En la poesía moderna, entre la celebración y el mundo como problema, Pellicer es primitivo en todo menos en el oficio; con los pies calzados por sandalias fatigadas es un maestro en el camino: me imagino a un Giotto.

 
2

    Aprendí,
                   en la fraternidad de los árboles,
    a reconciliarme,
                           no conmigo:
    con lo que me levanta, me sostiene, me deja caer

    Estos versos son un fragmento de poema aislado por la necesidad y por mi gusto. Un poema es un organismo suficiente, autónomo, de poesía. Hay fragmentos de poemas que logran esa condición, poemas que admiten la fragmentación como los buenos cuadros en los buenos libros de arte.
    «Aprendí, / en la fraternidad de los árboles»… el jardín, el huerto, el claustro, la isla, han sido de toda la vida lugares de aprendizaje. Después del primer verso, el segundo: «en la fraternidad de los árboles». Estamos preparados para este verso por muchos siglos: «en la fraternidad de los árboles», tan sencillo, tan claro, tan convincente, porque para los hombres, pese a lo que nos diga la ciencia, nada hay tan fraterno como una alameda, un jardín, un huerto, hasta una selva con sus claros y sus caminos; en el mundo del deseo el paraíso tiene muchísimo más espacio que la razón. Con este verso viviremos. No es un endecasílabo, pero lleva a Garcilaso en la sangre: «en la fraternidad de los árboles» es una manera esencial y moderna de decir: en soledad amena. Una digresión: entre la fraternidad pelliceriana que lleva como núcleo una humildad cristiana, medieval (la palabra fraterno viene en castellano de la palabra fraile y ésta de hermano), y la de Paz, nada humilde, más cercana al hábito naranja de los budistas y al azul de la Revolución Francesa que al hábito pardo de San Francisco, hay mucha diferencia. Su poesía comienza, como todas, en la expulsión del paraíso. Su prosa, sobre todo la de su última etapa, además, en la idea de que hace falta completar la libertad y la igualdad con la tercera palabra del grito, fraternidad, que es para casi todas las grandes religiones la primera. Pero ya me he salido de estos versos y quisiera, si es que encuentro el sendero, regresar a su seno:
    «Aprendí, / en la fraternidad de los árboles, / a reconciliarme, / no conmigo: / con lo que me levanta, me sostiene, me deja caer». Este último verso podría referirse al suelo, que hermana a árboles y a hombres con hormigas, que nos levanta, nos sostiene y nos deja caer; pero este fragmento es de Paz, no de Pellicer. Creo, simplificando mucho, que podríamos entender eso a lo que se refiere este verso escrito en primera persona, como la vida en el sentido más ancho.
    Más vale estar reconciliado con la vida que estar reconciliado con uno mismo. Es más plausible y más fácil. En todo caso, los árboles nos reconcilian porque nos reconciliamos con ellos, en su compañía y en su tiempo, pero sobre todo porque nos parece que están reconciliados entre ellos. Fraternidad, sí, desde los árboles al cosmos, y reconciliación, pero no al interior de un hombre autosuficiente, sino en uno capaz de conversar con los árboles.

3

En un verso anterior de este poema, «Cuento de dos jardines», Paz nos dice: «Los pinos me enseñaron a hablar solo». Imposible, para mí, no pensar en Machado («Quien habla solo espera hablar con Dios un día»). Machado —como Pellicer, un humilde— tiene, en un poema dedicado a las encinas, unos versos que unen a estos árboles con un aprendizaje de aceptación y humildad que está muy lejos de la lección vertical de los pinos: «Brotas derecha o torcida / con esa humildad que cede / sólo a la ley de la vida, / que es vivir como se puede». Recuerdo también un bello poema de Juan Ramón Jiménez, «Árboles hombres», que establece ya desde el título la posible fraternidad entre las dos formas. Pero Juan Ramón entre los árboles no se pierde, al menos no por completo. Hay otro poema, en prosa, de Jules Renard, que quisiera tocar: «Una familia de árboles», traducido por José Emilio Pacheco y por Juan José Arreola. Del de Juan Ramón Jiménez copiaré una estrofa para disfrute y anzuelo:
    Los árboles se olvidaron
    de mi forma de hombre errante,
    y, con mi forma olvidada,
    oía hablar a los árboles.

    Del poema en prosa de Jules Renard, de la traducción de José Emilio Pacheco, copiaré los párrafos finales:

    Se acarician con sus largas ramas para cerciorarse
    de que están todos juntos, como los ciegos. Gesticulan coléricos si el viento se obstina en desarraigarlos.
    Pero entre ellos no hay ninguna disputa. Sus únicos murmullos son de asentimiento.

    Me parece que deben convertirse en mi auténtica familia. Pronto me olvidaré de la otra. Estos árboles me adoptarán poco a poco y, para merecerlo, aprendo lo que es preciso saber:
    Ya sé mirar a las nubes que pasan.
    También sé quedarme fijo en un sitio.
    Y ya casi he aprendido a estar callado.
    En contraste con Renard, al menos en «Árboles hombres», Juan Ramón Jiménez no pierde, ni quiere perder, su individualidad entre los árboles, no ambiciona formar parte de su familia. En otra estrofa del poema citado nos dice:

    Yo no quería volver
    en mí, por miedo de darles
    disgusto de árbol distinto
    a los árboles iguales.

    El poema empieza en la tarde, ya en la noche lo único que lo retiene «árbol» es la conciencia de que los árboles, al él moverse, se darán cuenta de que no es uno de ellos. Al final del poema, el poeta, apenado con los árboles, se aparta para perseverar en ser Juan Ramón Jiménez, los deja hablando solos de él y se vuelve a su casa. No es una lección de humildad ni fraternidad, pero, además de un estupendo poema, es una lección de aplomo, de distancia y de reconciliación con el mundo en sí mismo.

4

La fraternidad en Pellicer es una fraternidad solar, su humildad también: todos, incluso el Sol, somos criaturas del Señor. Pellicer escoge como astro al Sol, como árbol a la ceiba y como animal a la hormiga. Pellicer nunca duda en el origen divino de todo. La fraternidad de Paz es más horizontal y ciudadana: no necesita dioses, y si algo les pide es «la luz descalza sobre el mar y la tierra dormidos»: «la mujer que es mi mujer / y yo, / nada les pedimos, nada / que sea del otro mundo: / sólo / la luz sobre el mar, / la luz descalza sobre el mar y la tierra dormidos». Se adivina que esta fraternidad está cerca del amor y del paraíso, pero no son un amor ni un paraíso cristianos, sino frutos de una vivacidad pagana. Machado es un cristiano que no busca recompensas; tiene que ver más con Platón que con el catolicismo. Renard quiere ser, en la familia de los árboles, un árbol más. En Juan Ramón no hay fraternidad, sino un panteísmo que lleva al poeta en su ápice, un solipsismo cósmico. En Espacio escribe: «Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: Termínate en ti mismo como yo». Para Paz
    nadie acaba en sí mismo,
    un todo es cada uno
    en otro todo,
    en otro uno.
    El otro está en el uno,
    el uno en otro:
    somos constelaciones.
    El nim, enorme,
    sabía ser pequeño.
    A sus pies
    supe que estaba vivo,
    supe
    que morir es ensancharse,
    negarse es crecer,
    Aprendí,
    en la fraternidad de los árboles,
    a reconciliarme,
    no conmigo:
    con lo que me levanta, me sostiene, me deja caer.

    Detrás de «Cuento de dos jardines» hay un enamoramiento reciente que se sabe definitivo bajo los árboles y la presencia de un jardín del pasado reverdeciendo siempre, al menos mientras dure la vida. En «Sonetos fraternales» todo se torna, más que jardín, en paraíso. En las encinas de Machado hay una aceptación majestuosa de la vida en una forma desaliñada, orgullosa y humilde; en Juan Ramón Jiménez el ser él mismo y cada cosa cada cosa, pero todas vivas por obra de la mirada del poeta Juan Ramón Jiménez, un ser particular y único; en el poema de Renard —único, dentro de los que cito, en prosa y proveniente de otra lengua—, la proximidad al cumplimento de un deseo muy clásico: ser adoptado por la fraternidad de los árboles.

 

 

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