Fotografías de guerra (i)

Luis Fernando Chueca

(Lima, 1965). Su último poemario es Contemplación de los cuerpos (estruendomudo, 2005).

Fotografías de guerra (i)

Olor a gasolina, fuego y una botella de ayahuasca sobre la mesa.

O las tabletas en la mano si hay tres guardias en la puerta. Porsiacaso.

El cuerpo lanzado a la deriva sous le pont Mirabeau, o sobre un mar de hielo seco y pétreo.

Así, para resistir el salvaje lamento de quien te pide segar su pecho agujereado entre el fragor de las bombardas.

Para no escribir más la palabra rabia en todos los espejos. La palabra dolor. La palabra muerte. La palabra basta. La palabra no.

Y es que no todos deseamos tus cabellos de oro, Margarete. No todos soportamos el peso de una locomotora y beber y beber
la impecable soledad clavada entre los ojos. Implacable

hacia la noche del abismo.

O hacia la visión que la antecede y acompaña su imperturbable mecanismo de relojería:

un rojo sol insoportablemente esplendoroso,

un odio tan honesto que achicharra

o el tambor de unos dedos que se apura

y llega llega llega.
 
¿Qué delirios acuna quien bebe la leche negra del alba por la noche?

¿El rostro repetido de Gretl desolada y tan bella aún? ¿El arpa y los danzantes resonando sus tijeras en los muros de ese baño?

¿O sólo el negro eterno del último estertor? La bala. La asfixia. La sombra. El estallido.

¿Y entonces para qué calcular la velocidad y los efectos del impacto? ¿Cómo resuena cada estruendo en lo lóbrego del sol?
¿Cómo encender el fósforo amarrado así para no salir corriendo?

¿Cuál es la dosis necesaria, gramo por gramo, bajo el chispazo que tasajea definitivo en un solo deseo de venganza?

Tus senos de oro, Margarete. Tus senos de ángel de la muerte y el progreso y al lado, para siempre, los cabellos de ceniza que lloran su rabia agazapada. Cavados en la fosa. Común.

Sus cabellos de ceniza donde una vez quise descansar para no cavar más fosas

de ceniza.

Para alcanzar tu última conexión en ayahuasca.

Para no regar tus ríos de sangre a borbotones y ver el vuelo de las torcazas y el aleteo infinito de cada colibrí.

Quinientas flores de papa distintas para aliviar tu implacable soledad.

Para dejar de oír lo atronador y poder escuchar el mudo rezo de las olas.

Y no saber ya cuánto será tu dolor en cada amanecida.
 
Cuánto será mi dolor.

Espero no tener que acariciar esa canción,

que no me raspe nunca la garganta.
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