EnXierro (fragmento)

Miguel Ildefonso

(Lima, 1970). Con su libro El Hombre Elefante y otros poemas (Fondo Editorial apJ, 2016) ganó el Premio José Watanabe y el Premio Nacional de Literatura.

I

Desde el penal NN,
la celda del espantapájaros,
se pronuncia el piano de Mozart acompañado de un violín, 
         una viola y un oboe.

Ha sido una noche inclemente de frío, 
y ahogado en su tabique torcido
batalló contra sí mismo en esa larga guerra de sueños 
y recuerdos con zarpazos de tigre.

Mozart lo despertó con el canto matutino de las aves 
apostadas en el techo de la cocina,
en la calamina,
en el muro y en el árbol.

Un mundo helado, paralizante,
extraído en estos meses de las páginas del apocalipsis
          fúnebre que viene del Este.

Si hubiere en qué pensar,
se pensaría en correr a la tribuna del parque 
            de enfrente y seguramente
            para fumar esa marihuana
            que los muchachos allí prenden
            todas las noches, incluso en las tardes.

Pero pensar no sirve de nada. 
O muy poco.
Por eso, sólo se detiene en el humo del palito de incienso 
a su lado, cuando sentado en la cama,
espantado del frío,
trata de calentarse oyendo a Mozart que lo acompaña
en ese estado de no ser; la conciencia es el mundo que lo rodea, 
       y lo que lo rodea es su conciencia.
 
Todo el frío es una cadena de sucesos,
sin conexión necesariamente, aunque tal vez sí 
          hay causa y efecto en todo.
Y todo es causa y efecto sin dirección ni volumen. 
Una infinita serie de conexiones;
así como un castillo está hecho para tener forma, 
el tiempo es algo que sucede en un solo instante.

Decía que el frío es lo que sucede,
pero también podría haber dicho la pandemia 
             o la incertidumbre.
No hay que descartar lo que el lenguaje puede hacer
             con el cerebro.
Percibir la cuadratura del círculo es sólo cuestión
de detenerse un poco más de tiempo en la contemplación 
             de las cosas.

Anoche, como suelo hacer, miraba las estrellas 
y notaba que habían cambiado de posición.
¿Y si la muerte es sólo un cambio de posición en el tiempo?, pensó.
¿Si las cosas que se dejan, el pantalón, los zapatos, 
          la computadora, las fotografías,
          aún son usadas por el fantasma
          que se resiste a olvidar su lugar en el mundo?

Se respira en otro cielo,
se siente frío en otro invierno,
se oye a Mozart en otra emisora de radio.
Se sueña el futuro, y el sueño cuando se recuerda es más real 
que lo que en ese presente está sucediendo.
Se recuerda lo que sucedió hace cien años,
y esa pandemia anterior es la que vive con el olvido del futuro.

Hay un solo de violín que raspa y agudiza el sonido, 
raspa y golpea sincopadamente el aire que respira el frío,
          el vapor caliente, 
          el vaho del espíritu
          que se estremece en otra celda.

Se siente la música en el cuerpo, viva, letal,
y el cuerpo es inmortal en ese sonido que lo desgarra,
          lo habita,
          le da calor suficiente para creer en Mozart
           y creer en el espacio que lo rodea,
desde la puerta a dos metros hasta los confines de Laniakea, 
donde apenas comienza todo a sonar,
         a oírse nuevamente.
Se oye la respiración. Se oye la vida que bombea.
 
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