Habla* / Martha Susana Vázquez Bojórquez

Preparatoria 10

Después de una noche de sueño relativamente tranquilo, las tazas de café dejan de ser tan monótonas y amargas, y las mañanas son más frías y sombrías, al grado de ser nostálgicas. La misma bata blanca de siempre sólo refleja un amplio desinterés por cambiar de vida.
Me siento en esta mesa redonda y blanca, recuerdo pasar tus suaves manos por esta cumbre áspera y fría, pero sólo lo recuerdo, y aunque siga recordándolo, aquella triste y fría silla que está frente a mí nunca volverá a estar ocupada, al menos no por ti. Es estúpido y absurdo creer que despertar a la misma hora, pensar de la misma manera, usar la misma bata blanca y tomar el mismo café harán que regreses. Es estúpido pensar que eso pasará. Aun así, mi alma, tan falta de piedad y escrúpulos, te espera, espera que te sientes ahí, y, ¿sabes?, lo que me hace sentir más triste y mediocre no es que te quiera del todo, es porque te necesito, necesito que ocupes un espacio de lo que no vive en mí.
     El vacío más grande es aquel que se va y regresa, aquel que se aleja y vuelve.
     Satisfago mi necesidad de hablarte, de tocarte, quizá con alguien más; uso la persuasión y hago que me hablen y hasta me griten. Ellos sí me escuchan, esto es sólo la viva muestra de que tengo ganas de que tú hagas lo mismo, porque te fuiste y la culpa la tienes más tú que yo, por callar. Cuando callas, realmente ni tú solo te escuchas, tú te destruyes, y yo, yo simplemente sufrí cuando te fuiste, sólo eso.
     Todo esto me recuerda a aquel cuento, el que escribió aquel hombre, que al parecer nunca fue ni Pedro, ni el Capitán y quizá nunca llegue a serlo.
     Él no comprende cuán culpables son tanto el que calla como el que obliga a hablar, ambos terminarán perdiendo, pase lo que pase.
     Sin más, desearía ser tu verdugo, obligarte a hablar, porque lo más difícil no es saber que te fuiste, sino que te hayas marchado sin decírmelo.
     Quizá al igual que en esa historia nunca me lo digas, y poco a poco te estés muriendo en vida, y yo empiece a pedirte con un acto idiota de sumisión y amabilidad que hables, que por favor hables, que sé que sabes algo, y que poco a poco empezaré a perder la paciencia, a sacar mis lados más oscuros. Después, al igual que en esa historia, sin ningún argumento, me terminen señalando y castigando, por tu culpa, porque tú fuiste el que no dijo ni una sola palabra.
     Y, tal como lo dije, en esto, de igual manera, perderíamos los dos, porque en esta guerra de pasiones y compromisos siempre perderemos los dos. Si tú hubieras hablado, te hubieras traicionado, quizá habría terminado convenciéndote de que te quedaras y hubieras perdido hasta lo último que te quedaba de dignidad. Y si yo te hubiera hecho hablar, quizá no me habría gustado tu respuesta. Pero eso ya no importa. No hablaste, no te hice hablar, el resultado es el mismo: perdimos, tú moriste por dentro, y yo no supe por qué te fuiste, así como Pedro y el Capitán, víctima y verdugo. Pero ¿quién es quién?
Tengo el beneficio de contestarme por lo menos a mí. Me da igual si hablas o no.

*Relato basado en el cuento “Pedro y el Capitán” de Mario Benedetti.

 

 

Comparte este texto: