Gorilas en el Congo / Alejandra Costamagna

Romina lo había mirado, eso era cierto. Lo había mirado mucho desde la otra fila en las cajas del supermercado. Y al final le había dicho: «Un gusto verte». Luego la corrección: «Un gusto verlos, hasta lueguito». Y había salido con su carro semivacío hacia la calle. Iba moviendo las caderas como en un baile. Así la vio, al menos, Marietta.
     —Hasta lueguito —repitió Samuel como atontado.
     —¿Qué significa eso?—habló Marietta.
     Era el turno de ellos en la caja. El cliente anterior acababa de recibir el vuelto de parte de la cajera y ahora les dejaba el espacio libre.
     —¿Qué significa qué? —preguntó Samuel.
     —¿La sigues viendo?
     —¡Uf! —suspiró el hombre mientras ponía sobre la cinta corredera las manzanas, las naranjas, el par de limones, la lechuga y los porotos verdes. Primero las frutas y verduras, después los lácteos, al final los abarrotes. Siempre era igual.
     —¿Qué significa hasta lueguito, dime?
     —Es un saludo…
     —¿Tienes algo que decirme? —lo aguijoneó Marietta.
     —No, por favor las frutas con las frutas —le indicó al niño que había empezado a guardar desordenadamente la mercadería en bolsas plásticas.
     —¿Y el papel higiénico dónde lo pongo? —preguntó el muchacho.
     —Con el detergente, no sé… —vaciló Samuel.
     —El papel que vaya con las servilletas, por favor —intervino Marietta.
     La cajera parecía una máquina programada. Pasaba el producto por el código de barras, apretaba el botón, miraba la pantalla, clic, pasaba el producto por el código de barras, doble clic. Faltaban sólo el pollo y los huevos para terminar la compra.
     —Dime, te estoy escuchando —volvió a hablar Marietta—. Soy toda oídos.
     —No es el momento, mi amor —se disculpó Samuel con la vista fija en las manos del niño que en ese momento metía el pollo en una bolsa más chica. También parecía disculparse con la cajera.
     —Ahora te da vergüenza… Pero todos se dieron cuenta de cómo te miraba —y le habló a la cajera—. Usted vio a esa niñita, ¿verdad?
     La cajera no respondió. Marietta se agarró la cabeza con las manos. Se la apretó, se la apretó. Como si presionando fuerte pudiera dejar de ser ella. Qué quería decir con ese gesto, qué mierda iba a hacer ahora, se preguntó Samuel. Cuándo iba a entender Marietta.
     —Quince mil ochocientos cuarenta y ocho pesos —informó la cajera. Samuel abrió la billetera y sacó dos billetes de diez mil pesos. La mujer apretó un botón y abrió la caja. Tres filas para billetes y la esquina para las monedas—. ¿Desea donar los dos pesitos a la fundación Santa Esperanza?
     —Sí —dijo Samuel.
     —No —interrumpió Marietta. Entonces se sacó las manos de la cabeza y volvió a ser la misma persona.
     —Sí —corrigió él, con cara de vergüenza.
     —No —repitió ella.
     La cajera les devolvió los cuatro mil ciento cincuenta y dos pesos. Gracias por comprar con nosotros, de nada, hasta luego, adiós. Samuel separó las monedas y se las entregó al muchacho: ciento cincuenta y dos pesos.
     —Y además crees que solucionas las cosas con moneditas —se quejó Marietta.
     —¡Hasta cuándo con tus tonteras! —soltó el hombre.
     Marietta agarró el carro y empezó a moverlo por el pasillo. Samuel iba detrás. Se detuvieron frente a un mesón con diarios del día. El titular del vespertino informaba que habían encontrado 125 mil gorilas en el Congo. Se acercaron a mirar la misma noticia. 125 mil gorilas. Después se alejaron de los diarios y siguieron caminando con el carrito hacia la puerta. Antes de salir se miraron. Parecían arrepentidos, culposos. Como hartados de sí mismos.
     —Dime si la sigues viendo, te lo suplico.
     —Marietta… —se atrevió a murmurar apenas Samuel.
     —¿De verdad no hay nada que me quieras decir?
     Quería decir, él, que la próxima vez no le iba a mentir. Que la próxima vez se iba a atrever. Que sí, que veía todas las semanas a Romina, que sí, que le daba una mesada, que nunca dejaría de verla, aunque un día supiera que era una asesina en serie. Aunque un día les clavara el cuchillo a la salida del supermercado. Que sí, que nunca iba a dejar de verla porque era su hija. Eso le diría a Marietta la próxima vez. Pero todavía no era la próxima vez, así que esa tarde, con el carrito de supermercado separándolos, Samuel le mintió.
     —No, ya no la veo.
     —¿Sabes qué…? —vaciló Marietta. Y no terminó la frase.
     Se agarró la cabeza con las manos y cerró los ojos. ¿Qué quería decir con ese gesto?, se volvió a preguntar Samuel. Todo. Quería decir, ella, que lo que ahora estaba rumiando, lo que brotaba sin control en su mente abierta, era apenas la hilacha desteñida de unos pensamientos demasiado oscuros como para desparramarlos ahí, en las puertas del supermercado. Entonces la mujer bajó las manos, se acomodó el pelo en un moño y dijo:
     —Cuidado con las rueditas.
     Después tomó el mando del carro.

 

 

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