Claro de luna / Karim Hauser

Clayton Thomas tiene razón. Todos los palomares de Shady Hill son de mentira. Aquí sólo podemos pensar en fiestas y más trenes de cercanías. Pero él también habla demasiado. No sé por qué fue a decirles a los Weed que estábamos comprometidos. Habíamos acordado guardarlo en secreto, sobre todo desde el numerito que montó mi padre después de descubrir la esmeralda falsa que me regaló Clayton. «Ese muerto de hambre apestoso y sin cojones. Y encima de todo tú dándole ánimos, seguramente con la complicidad de la zorra de tu madre», me gritó padre antes de azotar la puerta y salir a la tienda de Moe por otra botella. A mí Clayton no me gusta tanto, pero por lo menos no apesta a whisky y los dos tenemos la ceja unida. Quizás tenga algún significado, pero tampoco quiero que me saque alguna teoría de la iglesia trascendentalista inglesa. Preferiría que saliéramos a comer helado o a tomar una soda, quizás en compañía de Júpiter, el perro de los Mercer. Clayton dice que los perros ahuyentan a los ángeles que nos vigilan y dice que les tiene alergia, como a los tomates. Quisiera pensar que es cierto, pero estoy convencida de que miente, como todos en Shady Hill.
         Ayer estuve conversando con Helen Weed en la tienda. Ella iba a comprar un paquete de malvaviscos, «aunque estos días está haciendo demasiado calor para rostizarlos en el asador del jardín», me dijo. Cuando pagó se le cayó el ejemplar de Amores románticos que llevaba bajo el brazo. Me agaché para recogerlo y me quedé mirando la portada. La chica pelirroja llevaba el pelo como Marilyn cuando todavía se llamaba Norma Jean, y en el dedo del corazón tenía un anillo con una piedra verde gigante. Seguramente una esmeralda de verdad. Helen me dijo que si quería me prestaría su revista al día siguiente, pero ahora iba con prisa. Me preguntó si tenía experiencia con niños porque la señora Henlein, la babysitterhabitual que cuidaba a Toby y Louisa, estaba indispuesta y su mamá estaba buscando una reemplazante. No me vendrían mal unos centavos, para ir ahorrando y además evitar escuchar y oler las emanaciones del hocico de mi padre.
         Llegué a las ocho con unos libros, para estudiar después de que se durmieran los niños. El señor Francis y la señora Julia habían salido ya. Helen estaba a cargo de sus hermanitos, que ya llevaban los pijamas puestos. Ella iba a ir al cine con Bessie Black. Me contó que su padre se había salvado de un accidente de avión esa misma mañana, aunque me lo contó como si dijera que había ido al dentista a tratarse una caries. Me informó que bajara al porche a las once para que me depositaran en casa. Se despidió mientras se metía a la boca un chicle. Después tuve que cantar seis canciones de cuna, una a Louisa y otra a Toby, pero cada uno pidió que se las cantara tres veces. Bajé a la cocina a tomar un vaso de agua y subí de nuevo para sentarme a leer Amores románticos, que prometí dejar debajo de la almohada de Helen antes de que llegaran sus padres. Me apetecía más eso que leer mis libros de geometría para pasar el examen del sat en septiembre. Me acordé del chiste que dice que las buenas chicas van al cielo y las malas van a todas partes. Estaba terminando de leer el cuento «Ternura bajo el muérdago» cuando llamó mi padre. Le había dejado apuntado el número de los Weed en la mesa de la entrada. «Eres un asco», me gritó. «No entiendo cómo puedes vender tu cuerpo por tan poco», agregó antes de escupirle al auricular y colgar. Me puse a llorar como una Magdalena. A las once con cinco minutos escuché el motor de un coche y bajé al porche. La luna iluminaba como la tenue lámpara de mesa que tenemos en el salón de casa. El señor Francis se sorprendió al verme y le expliqué que yo era la nueva. «La señora Henlein está enferma». Me preguntó si había estado llorando por algún problema en su casa. Le hablé del alcoholismo de padre y no pude aguantar las ganas de llorar de nuevo. Me ofreció su hombro cálido y no pude resistirme. Dejé unas lágrimas en el cuello de su camisa. Deseaba ternura, aunque no fuese bajo un muérdago. Pude distinguir el olor a ginebra, pero su loción y el aroma a tabaco lo enmascaraban bastante bien.
     Por alguna razón el señor Weed sintió en ese momento la necesidad de estrecharme fuertemente. «Eres un asco», escuché la voz de padre en mi cabeza. Me aparté bruscamente y le indiqué dónde vivimos.
     «Bellevue Avenue, baje por Lansing Street hasta el puente del ferrocarril», especifiqué. Cuando llegamos abrió la puerta y me llevó de la mano hasta el porche de casa. Subí corriendo. Temía que padre nos hubiera visto. No hice nada malo, pero padre no hubiera entendido. Me quité la ropa y me metí a la cama, pero sabía que el señor Weed seguía ahí abajo. Cuando finalmente se fue, abrí la ventana para respirar la fragancia de las dalias y las caléndulas. Pensé en Clayton Thomas por un segundo, con su aliento de muerto viviente tan alejado de las rosas del jardín. Pobre Clayton. No tiene padre. Pobre de mí. El mío es una calamidad y, encima de todo, madre me empujó a aceptar el compromiso con Clayton. Pensé en los ojos traviesos de Júpiter y me dormí.

Me causó ilusión que la señora Weed me llamara para cuidar a Toby y Louisa de nuevo. Eso me permitiría ahorrar para los trayectos de tren a Nueva York, donde haría mis exámenes para la universidad en septiembre. Nunca pensé que al final de ese día tan soleado tendría la lengua del señor Weed en mi boca. Nunca hubiera salido de casa de haber sabido que la retrasada de Gertrude Flannery iba a presenciar la escena. Con lo chismosa que es la escuálida de Gertrude. «Vete a casa, Gertrude», le ordenó el señor Weed. Quiero que me trague la tierra. Al salir los Weed llamé a la madre de Clayton para pedirle que su hijo viniera a recogerme esta noche antes de las once. Estoy segura de que tarde o temprano mi padre me va a romper la nariz. Cómo quisiera que fuese otoño y largarme de Shady Hill. Clayton me propuso unirme a su semana de silencio. Mientras salíamos de casa de los Weed, bajo el claro de luna, escuché el piano del señor Goslin con su Beethoven de siempre. Me pareció un símbolo de mi existencia, una música hermosa pero mal tocada.

 

 

Comparte este texto: